Atrás quedaba el interés preferente de Triunfo por los asuntos de carácter internacional y la cultura europea. Desde enero de 1976 y hasta las elecciones de junio de 1977, la prioridad sería la marcha de la política nacional y el impulso de un cambio político que parecía ineludible. A lo largo de ese año y medio la revista participó activamente en la construcción de un clima de protesta, dando espacio en sus páginas a las reivindicaciones laborales, vecinales, estudiantiles, ecológicas o feministas, a la campaña por la amnistía y a demandas como la objeción de conciencia.32 En ese proceso Triunfo jugó un papel determinante erigiéndose en plataforma de discusión pública y espacio privilegiado de formulación de demandas, a la vez que asumía funciones que en un contexto democrático normal desempeñan otras instancias, como los partidos y las instituciones. La cultura, y la contracultura, actuaron en Triunfo como una forma más de politización y de participación ciudadana de personas o colectivos no necesariamente implicados en otras formas de protesta.33
Tras las elecciones del 15 de junio 1977, la ruptura democrática dejó de ser un proyecto político aglutinante de la izquierda ideológica para convertirse en base de negociación de la nueva etapa constituyente. De «ruptura pactada» se acabó hablando en la prensa del momento para expresar el fin de la polaridad que había enfrentado a rupturistas y a reformistas hasta pocas semanas antes de las elecciones. Las elecciones abrieron una nueva etapa política que imponía el acuerdo sobre la confrontación, pero también el abandono del viejo ideal de la «unidad de la izquierda» en beneficio de la disparidad estratégica y de acción, particularmente del PCE y el PSOE. El resultado electoral favoreció las posiciones moderadas de la derecha, con la victoria de la UCD, el partido del presidente Adolfo Suárez, y de la izquierda, con el PSOE como segundo partido más votado. El resto de partidos, a la derecha y a la izquierda, incluido el PCE, alcanzaron resultados muy por debajo de sus expectativas. Como consecuencia, el Partido Comunista abandonó el proyecto de confrontación y ruptura, pasó a difundir la consigna de la desmovilización entre sus militantes y tomó la decisión de participar en cuantas mesas de negociación fueran convocadas por el Gobierno.
A partir de ese momento, Triunfo, tan comprometido hasta entonces con la movilización social y con su objetivo de tumbar las instituciones franquistas y liderar un proceso democrático, se quedó sin proyecto político y asumió la tarea de vigilar el sincero espíritu democrático del gobierno de Adolfo Suárez,34 de criticar la deriva eurocomunista del PCE35 y de advertir del peligro de la ultraderecha.36 A lo largo de ese segundo semestre de 1977, la situación no debió de ser fácil en la redacción de Triunfo. Urgía redefinir una línea editorial que diera coherencia a una cierta continuidad ideológica con las propuestas de izquierda defendidas hasta entonces y, al mismo tiempo, diera respuesta a las cuestiones abiertas por la nueva situación política. Las divergencias ideológicas dentro de la redacción entre Eduardo Haro Tecglen, muy crítico con el pragmatismo del PCE, y Nicolás Sartorius, leal a las posiciones oficiales del partido, empezaron a ser insalvables.
Por si fuera poco, la situación empresarial de Triunfo venía siendo dramática desde meses atrás. Fragilidad empresarial y turbulencias ideológicas no eran la mejor combinación para salvar un proyecto editorial, incluso de la trayectoria y renombre de Triunfo. Si en el tardofranquismo los lectores más exigentes se habían refugiado en las revistas de información general de mayor carga cultural y política como Triunfo y Cuadernos para el Diálogo, con la llegada de la democracia esos mismos lectores encontraron en la nueva prensa diaria, democrática, de calidad y mucho más influyente un espacio de información y deliberación acorde con los nuevos tiempos. Las viejas revistas de larga trayectoria antifranquista ya no resultaban ni tan atractivas ni tan funcionales en tiempos de democracia emergente. Al mismo tiempo, el aumento de las tensiones entre los distintos sectores de la izquierda era una «señal de que la progresía, fuertemente unida hasta entonces, se deshacía», como había advertido Pedro Altares al Consejo de Administración de Edicusa en junio de 1975.37
Los lectores demandaban más información que doctrina política, la militancia mediática daba paso a una relación más desapasionada con la nueva prensa diaria y lo que había sido en los últimos años de la dictadura un signo público de distinción, llevar bajo el brazo la revista Triunfo, ahora lo era llevar consigo el diario El País. Jóvenes profesionales de clases medias urbanas se incorporaban en masa a la democracia desde una nueva condición que no era ya la de ser de izquierdas, sino algo tan vago y difuso como ser «progresista». Y fue con ese sentimiento con el que conectó el diario El País desde que salió a la calle en mayo de 1976 como «un periódico sin pasado, que no tiene que arrepentirse de nada, porque de nada se siente responsable» (Seoane y Sueiro, 2004: 17).
Las viejas lealtades culturales y militancias políticas empezaban a sufrir una profunda crisis y la deserción de lectores en las emblemáticas revistas del antifranquismo corría en paralelo con el descenso de la cifra de afiliación a las formaciones políticas situadas a la izquierda del PSOE, particularmente del PCE (Treglia, 2011: 37). El marxismo, que había dado sentido durante décadas a la resistencia antifranquista, dejaba de resultar funcional en medio de un contexto de repliegue comunista en la Europa occidental y de desmovilización de las clases urbanas más politizadas durante la dictadura y que ahora optaban por alternativas más pragmáticas (Mayayo, 2018). La apertura del proceso de negociación salarial de los Pactos de la Moncloa en el otoño de 1977 acabaría por determinar la fractura política entre los que decidieron mantenerse firmes en sus posiciones ideológicas de izquierda marxista y los que viraron hacia posiciones más posibilistas. La redacción de Triunfo acabó convirtiéndose en un microcosmos donde la fractura entre los periodistas se hizo evidente.
La participación del PCE en los pactos con el Gobierno de Adolfo Suárez resultó controvertida para no pocos de sus afines. La contención salarial y la desmovilización social derivadas de esos acuerdos fueron interpretadas por muchos como una traición a la clase trabajadora y por otros como el precio necesario que había que soportar en beneficio de la estabilidad económica y la contención de las cifras de desempleo (Molinero e Ysàs, 2017: 237). En la redacción de Triunfo quien marcó la línea argumental sobre este tema fue Eduardo Haro Tecglen desde su artículo semanal, donde, a modo de editorial, denunciaba que «la mesa de negociación está usurpando a las Cortes su función legisladora porque, en la práctica, los partidos allí reunidos actúan como un Gobierno de concentración sin legitimidad democrática». Añadía que, para el PCE, firmar estos acuerdos significaba «acudir a la salvación del Gobierno Suárez».38 Y ni siquiera las declaraciones exculpatorias a Le Monde del secretario general del PCE, Santiago Carrillo, asegurando que la unidad de las fuerzas políticas era lo único que podría disipar el riesgo de un golpe de estado al estilo del de Pinochet en Chile, suavizaron en Triunfo su frontal oposición a los Pactos.39 Apenas faltaban unas semanas para que finalizara 1977 y para que algunos de los redactores y colaboradores más emblemáticos de Triunfo y más vinculados con el Partido Comunista abandonaran el semanario para emprender un nuevo proyecto, la revista La Calle.
EL LANZAMIENTO DE LA CALLE
El 15 de marzo de 1978,