Las revistas habían ocupado una parte del enorme vacío dejado por los diarios, controlados por el Estado o por los grandes grupos católicos y monárquicos integrados en el bloque de poder franquista. Su precariedad, paradójicamente, las hacía más fuertes para ejercer las funciones informativas y críticas propias de la prensa, aunque muchas sucumbieran en el empeño por los embates de la censura, las sanciones administrativas y las causas penales que se mantuvieron tras la nueva Ley de Prensa de 1966. Ello las convirtió en algo más, en señas de identidad de los jóvenes de orientación izquierdista, que conectaron con las inquietudes y las luchas de sus contemporáneos europeos y americanos. La España franquista se abría cada vez más al exterior por los intercambios económicos y culturales, por la emigración, el turismo y la dificultad cada vez mayor de impedir los flujos de información a través de los medios de comunicación modernos.
En esto coincidían con la multitud de revistas políticas que inundaban Europa por esos mismos años alentadas por el crecimiento económico y que, de manera algo contradictoria, servían de altavoz a una izquierda intelectual lacónicamente revolucionaria. La principal diferencia es que, mientras esa izquierda europea debatía sobre cómo superar la democracia burguesa impuesta tras la Segunda Guerra Mundial, Triunfo y Cuadernos para el Diálogo trataban de incorporar a sus lectores a una corriente de modernidad incompatible en la práctica con la dictadura aún vigente en España. Por ello, la historia de ambas revistas desde la década de 1960 también fue la de una generación de españoles que despertaron al pensamiento crítico y al compromiso político en compañía de sus páginas. Solo desde esta perspectiva puede entenderse el papel que jugó en Triunfo, especialmente, pero también en Cuadernos a través de su colección Los Suplementos y su editorial Edicusa, la cultura en todas sus expresiones –literatura, música, arquitectura, cine, teatro, arte, cómic− como una forma más de politización.
Como en otras situaciones de transición a la democracia desde un régimen autoritario, en España las revistas progresistas sirvieron de cauce de expresión a los sectores sociales más concienciados políticamente –las minorías «ruidosas» que coexisten con las mayorías «silenciosas»– para liberar espacios públicos de la hegemonía impuesta por un régimen de lejanos orígenes totalitarios. Una conquista cultural de espacios libres que precedió al cambio político y lo hizo posible (Guillamet y Salgado, 2014; Smith, 1980; Filgueira y Nohlen, 1994; Renaudet, 2003). Desde enero de 1976 hasta las elecciones de junio de 1977, la movilización social, y con ella el conflicto, ya fuera en su variante más política o laboral, marcó la agenda periodística de Triunfo y Cuadernos para el Diálogo. El amplio despliegue dedicado en sus páginas a cualquier forma de conflicto fortalecía la imagen pública de los movilizados y legitimaba la causa de su protesta, al tiempo que daba cuerpo a eso que se ha venido designando como «presión desde abajo» (Maravall, 1985: 199). Fue así con el movimiento obrero, eje primordial de la contestación, pero también con el estudiantil o el vecinal (Alonso, 1991: 85).
No puede decirse que estas revistas desarrollasen hacia las manifestaciones una simple labor de mediación informativa porque también desempeñaron un eficaz papel de reactivación social. Para los movimientos sociales, su afirmación y la garantía de su propia supervivencia dependían en una parte significativa del apoyo que les pudieran brindar los medios de comunicación, pues solo desde las páginas de papel impreso podían mantenerse la tensión necesaria y el interés público por sus actividades entre una acción colectiva y la siguiente. En este sentido, las revistas posibilitaron la continuidad de algunos movimientos sociales manteniendo vivo el interés por ellos mediante reportajes, artículos de opinión, entrevistas o mesas redondas, y ejerciendo una forma de participación pública no formalizada. Contribuyeron así a proyectar la actividad cívica de la contestación, en un verdadero ciclo de protesta que comenzó a dar sus primeras muestras de debilidad tras la aprobación de la Ley para la Reforma Política en diciembre de 1976, y de clara disolución en vísperas de las primeras elecciones democráticas de junio de 1977 (Tarrow, 2012). Las dos revistas se encontrarán entre las primeras víctimas de ese cambio de ciclo hacia la desmovilización.
Junto a altavoces de la movilización social, Triunfo y Cuadernos para el Diálogo se convirtieron en plataformas de diálogo y articulación de grupos y organizaciones políticas de cara al nuevo escenario abierto inevitablemente con la muerte de Franco, pese a la continuidad de las instituciones y aparatos de la dictadura. En sus páginas, las distintas alternativas ideológicas, presentadas ya al lector en forma de partidos o candidaturas políticas, debatieron las vías posibles de acceso a la democracia, así como las características y los requisitos que esta debería cumplir. Un debate que se representó en una dualidad política, pero también discursiva y simbólica: ruptura frente a reforma. Fueron medios de expresión semitolerados, pero fueron mucho más: medios de participación política, de recuperación pacífica del espacio público y de construcción de ciudadanía sin los cuales el final de la dictadura podía no equivaler al nacimiento de la democracia.
CUADERNOS PARA EL DIÁLOGO, ENTRE LA RUPTURA Y LA REFORMA
Cuadernos para el Diálogo tenía la edición lista para su distribución cuando falleció Franco, aunque en el último momento pudieron añadirse cuatro páginas en el número correspondiente a ese mes. Un editorial comentaba «que una página del pasado de Europa se cierra con su muerte», la que iba de su ascenso al poder en una fase de guerra y totalitarismos a la presente de democratización y unidad europea. Muchas viejas heridas de la Guerra Civil estaban aún sin cicatrizar, pero la sociedad de 1975 no era la de 1936 gracias a las grandes transformaciones socioeconómicas de las décadas anteriores y «ahora es el pueblo español el que ha de pasar a primer plano como única fuente de legitimación posible». El balance de casi cuarenta años sería tarea de los historiadores, pero también de todos los españoles que «necesitan, como cualquier otro pueblo, analizar su pasado. Sobre todo, cuando éste pretende erigirse en piedra angular del futuro». Junto a ese editorial, un artículo de Ruiz-Giménez titulado «Los deberes del tránsito» señalaba la inaplazable tarea de promover la seguridad jurídica y la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley, los derechos de expresión, reunión y asociación, la soberanía popular y la «solución de los problemas reales», que en la terminología del momento equivalía a profundas reformas económicas.3
La portada del número de diciembre traía la foto de un cabo rompiéndose, en alusión a la frase de Franco sobre su legado «atado y bien atado», con un gran titular: «España quiere democracia». Asumiendo el papel de portavoz semitolerado de la oposición que se le atribuía, la revista publicaba una de sus habituales encuestas a varios representantes de las organizaciones todavía clandestinas. El acuerdo sobre los objetivos democráticos y sobre la prioridad de conceder una amnistía no ocultaba las diferentes actitudes ante la posibilidad de un cambio «desde arriba» o «desde abajo». Sin embargo, las llamadas del PSOE y del PCE al pragmatismo y a no desechar de antemano ninguna opción situaban el debate, en realidad, entre la credibilidad democratizadora concedida a un eventual proyecto reformista guiado por el rey y el escepticismo por parte de la izquierda marxista de que este pudiera ir más allá de una «democracia limitada». Hasta la izquierda radical, con Francisca Sauquillo en representación de la Organización Revolucionaria de Trabajadores (ORT), consideraba que la cuestión no estaba en democracia «desde arriba» o «desde abajo», sino en «un compromiso organizado y sin exclusiones sobre unas bases claras». Como siempre, era la solución del problema regional-nacional la que planteaba mayores divergencias.4
En ese mismo número de diciembre un editorial titulado «El pueblo pide voz y voto» analizaba el primer discurso del Rey, que si bien «no amplió el margen de expectativa, tampoco lo disminuyó». El reformismo de Arias era ya insuficiente «para las aspiraciones de la sociedad española» y la muy parcial amnistía, que dejaba fuera desde los exiliados hasta los militares de la Unión Militar Democrática (UMD), constituía «la primera oportunidad desaprovechada».5