A la luz de ese conjunto de ediciones, parece evidente que la Leyenda de los santos mantuvo una cierta vitalidad en las décadas centrales del Quinientos. En esos momentos, con todo, la obra muestra ya un diseño un tanto diverso al que ostentaba en la lejana impresión sevillana de 1520-1521. El signo más evidente de esa transformación es el adelanto de los cinco «relatos añadidos» y de uno de los capítulos de «extravagantes» (el dedicado a san Jerónimo) al interior de la «sección principal», donde aparecen distribuidos en función de su posición en el calendario cristiano. Pero no fue ese el único cambio. En contrapartida, catorce capítulos de esa sección central desaparecieron de la obra, y algunos otros fueron trasladados al propio apéndice de «extravagantes». Tal es el aspecto que muestran la edición toledana de 1554 y la llevada a cabo en Alcalá de Henares, por Sebastián Martínez, en 1567. Las dos últimas impresiones sevillanas asumirán esas modificaciones, sumando algún nuevo capítulo y omitiendo un número superior de ellos. Claro que la modificación más sorprendente de esas dos entregas es la supresión de una sección completa de la obra: la de los «Milagros de Nuestra Señora». No resulta sencillo adivinar el sentido de esa omisión, que algo dice de la pervivencia, en esas fechas tardías, de aquel mismo afán de adaptación y reescritura mostrado por los impresores del texto desde sus mismos orígenes, a finales de la centuria anterior.
Epílogo
Esa voluntad de actualización de la Leyenda de los santos ha de entenderse en el contexto de su convivencia —en las prensas y en las bibliotecas— con el otro gran legendario del período: el Flos Sanctorum renacentista. La trayectoria de ambas obras ofrece un elocuente paralelismo (no menos de quince ediciones jalonan el itinerario de este último santoral, entre 1516 y 1580) y algún notorio punto de encuentro.23 En Alcalá de Henares, Andrés Angulo asumiría en 1566 la impresión del Flos Sanctorum, para ofrecer, un año después, una nueva entrega de la Leyenda de los santos. Esta última obra vería la luz de nuevo en Sevilla, en 1568, en las mismas prensas —las de Juan Gutiérrez— donde lo haría en 1569 una enésima impresión del Flos Sanctorum. La revisión de este último santoral vendría firmada, además, por Gonzalo Millán, autor, a la sazón, de las censuras aprobatorias otorgadas tanto a uno como a otro legendario en esos años cruciales.
A esa luz, parece evidente que la supervivencia de ambos santorales en el panorama editorial del Quinientos tan solo podía sustentarse en su «diferencia», en la respectiva especialización de sus contenidos y, quizás ante todo, de su propio público. La Leyenda de los santos es una obra notablemente más modesta que el Flos Sanctorum renacentista. Lo era ya su antecedente medieval —una Compilación B mucho más parca y arcaica que aquella ambiciosa Compilación A diseñada por los jerónimos a mediados del Quinientos. Y la distancia entre ambos textos no haría sino acrecentarse con su llegada a las prensas. Si la «sección principal» de la Leyenda de los santos se mantuvo en general fiel a sus contenidos medievales, la «primera parte» del Flos Sanctorum renacentista —concebida como una extensísima vida de Cristo— fue sometida a un cuidado proceso de actualización y mejora, cuyo primer signo fue la sustitución de los pasajes procedentes de una de las fuentes esenciales de la Compilación A —la Vita Christi de Francesc Eiximenis— por los episodios correspondientes en la más actual traducción de la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, debida a Ambrosio Montesino. Frente a la indudable querencia de la Leyenda de los santos por la hagiografía de corte más popular o novelesco, las páginas del Flos Sanctorum se nutren, por lo demás, de no pocas digresiones teológicas y litúrgicas, superpuestas a aquellos viejos pasajes de la Legenda aurea de Varazze que constituían su fuente última, cada vez más remota. Todo ello merced a un cuidado proceso de revisión, reescritura y actualización del texto dado sucesivamente a las prensas, en una labor iniciada por un anónimo padre jerónimo en 1516, completada de forma brillante por Pedro de la Vega en 1521 y 1541, y sostenida hasta 1580 por toda una pléyade de revisores: Martín de Lilio, el citado Gonzalo Millán, Juan Sánchez y Pedro de Leguizamo y, finalmente, Francisco Pacheco. Los nombres de esos autores se irían así añadiendo a las correspondientes entregas del Flos Sanctorum renacentista, prestigiando sin duda ese santoral incesantemente corregido, pero alcanzando también para sus responsables la notoriedad derivada de su participación en tan magno proyecto hagiográfico. Frente a esa profusión de nombres, frente a esa inflación autorial, se hace todavía más elocuente el silencio sobre los responsables de las sucesivas modificaciones de nuestra Leyenda de los santos, apenas quebrado por la referencia a dos revisores —el Dr. Carrasco y el Dr. Majuelo—, cuya intervención exacta en el texto se nos escapa.24
La propia materialidad de ambos textos —la Leyenda de los santos ocupaba la mitad de las páginas que un Flos Sanctorum impreso, además, en folio prolongado— delata toda su distancia. Todo parece indicar que el lugar del Flos Sanctorum renacentista se hallaba en los anaqueles de la biblioteca conventual, como lectura de refectorio incluso, como declaraba el citado Pedro de la Vega en la epístola que encabezaba la edición de 1521. A cambio, la Leyenda de los santos parece destinada a un público más amplio y menos exigente, en muchos casos seglar, como aquel joven Íñigo de Loyola convaleciente en la casa familia de Azpeitia. A esa luz cobran un nuevo sentido numerosos detalles de ambos legendarios. Por ejemplo, la presencia de un par de leves «imposturas» en dos ediciones de la Leyenda de los santos de mediados del Quinientos. La impresión de la obra debida a Juan Ferrer en 1554, en efecto, aparecía encabezada por un paratexto que nada tenía que ver con ella: la epístola proemial que el insigne corrector del Flos Sanctorum renacentista, Pedro de la Vega, había ubicado al frente de este último texto en su edición de 1521. La siguiente Leyenda de los santos de la que tenemos noticia —la impresa por Sebastián Martínez, en Alcalá de Henares, en 1567— aparecerá también adornada con un prólogo usurpado al Flos Sanctorum: el preparado por el franciscano Martín de Lilio para su revisión de este último texto, en 1556. La presencia de esos paratextos impostados al frente de la Leyenda de los santos no aspiraba, seguramente, a engañar a ninguno de sus lectores. Pero quizá sí a diluir un tanto toda la distancia existente entre ambos proyectos hagiográficos, cobrando para sí algo del prestigio ganado por el Flos Sanctorum renacentista a lo largo del siglo.25 A la altura de 1578, la aparición en el horizonte editorial de un novedoso santoral —el debido al maestro toledano Alonso de Villegas— cerraría para siempre esa tensión entre ambos proyectos hagiográficos, por la vía de su desaparición. Con ello, se abriría una nueva era en la historia de nuestro legendario, curiosamente tejida también sobre la competencia entre dos textos: el