Los santorales de la primera de esas etapas, por su parte, corresponden a dos familias netamente diferenciadas, nacidas de dos traducciones independientes de la citada Legenda aurea. La más conocida de esas familias es, seguramente, la representada por los manuscritos cuatrocentistas de la llamada Compilación A y por sus derivados impresos (las numerosas ediciones del Flos Sanctorum renacentista). De origen algo anterior —y, sin duda, más modesto— es la familia de legendarios conformada por los códices de la Compilación B y su doble herencia en las prensas: el incunable conocido como Flos Sanctorum con sus ethimologías y las sucesivas impresiones de la Leyenda de los santos.2 Merece la pena ver, con algún mayor detalle, la trayectoria de estos tres últimos textos.
Del manuscrito a la imprenta
La Compilación B constituye una traducción, notablemente abreviada, de la Legenda aurea. Siete manuscritos transmiten sus contenidos, testimoniando la existencia de dos estados de redacción diversos. El primero de esos estados —conocido como versión B1— se halla representado por tres manuscritos escurialenses (K-II-12, h-I-14 y M-II-6), un manuscrito de la Biblioteca de la Fundación Casa de Alba (31) y la sección final de un códice correspondiente a la Biblioteca Lázaro Galdiano (15001). La primera parte de este último manuscrito, sin embargo, corresponde a la versión B2, a la que se adscriben también dos testimonios ubicados en la Biblioteca de Menéndez Pelayo (8 y 9), los más tempranos de entre los conservados (ambos podrían haber sido copiados a finales del siglo XIV, o en los inicios del XV). La diferencia esencial entre la versión B1 y la versión B2 radica en el elenco de fiestas y vidas de santos asumido en una y otra, notablemente más copioso en el caso de la primera. Aunque existe un importante núcleo de capítulos comunes, son relativamente frecuentes las rúbricas presentes en B1 que no tienen su reflejo en B2 (frente a un escasísimo número de vidas abordadas en esta última rama y omitidas en aquella). Con todo, la versión B2 muestra una redacción algo más extensa en los capítulos comunes, fruto de la interpolación de algunos materiales ajenos a la Legenda aurea de Varazze y de la aclaración y glosa de otros pasajes. Todo parece indicar que, al tiempo que ofrecía una redacción más cuidada del texto, la versión B2 operó una selección en la nómina de sus capítulos, consolidando así su doble diferencia con respecto al primer estado de la obra.3
Sea como fuere, sería ese primer estado —la versión B1— la fuente esencial del impreso más temprano de la familia: el Flos Sanctorum con sus ethimologías. El incunable, custodiado en la Biblioteca del Congreso de Washington, se halla rodeado de numerosas incertidumbres, no solo en lo que se refiere a su fecha y lugar de composición, sino incluso en lo que respecta a su conformación textual. La obra transparenta, en efecto, un notable esfuerzo de lima, ampliación y mejora de aquellos contenidos aportados por la Compilación B, labor llevada a cabo sin duda a partir de una cuidada relectura del propio texto latino de la Legenda aurea. Pero es verdad que, en su estado final, aquel impreso se muestra lleno de erratas y errores, quién sabe si ocasionados en un hipotético proceso de copia, previo a su llegada a las prensas, o debidos a los propios avatares de su estampación. Quizá por ello, lo más oportuno sería establecer la distancia entre ese deturpado texto final del incunable y el que hubo de ser su punto de partida: un manuscrito mucho más correcto, fruto de una detenida labor de revisión textual, que aquí conoceremos como Proto-W.4
Ante la soledad de ese incunable temprano, la trayectoria editorial del otro texto impreso de la familia —la mencionada Leyenda de los santos— se muestra especialmente exitosa. Y no fue menos compleja, desde luego, su génesis. El análisis de la obra revela la existencia de al menos cinco impulsos diversos en su composición inicial, quizá no coincidentes en el tiempo ni debidos a una sola mano. La Leyenda de los santos es el fruto de la combinación de materiales procedentes de la versión B1 con algunos otros derivados de B2, a los que se unieron numerosos pasajes procedentes del Flos Sanctorum con sus ethimologías (aunque sin los errores propios de ese incunable, algo que invita a pensar en un influjo, inmediato o indirecto, del mencionado Proto-W). Todos esos materiales fueron revisados a partir de una nueva mirada a la fuente de toda la familia — la Legenda aurea de Varazze—, dando lugar a un conjunto aumentado además con algunos capítulos hagiográficos ajenos a ese legendario latino. Tan solo la lectura combinada de esos cinco tipos de materiales permite descifrar el origen de una obra que tiene algo de palimpsesto. Por las páginas de la Leyenda de los santos, en efecto, el discurso original de Varazze, rescatado a última hora en ese afán de restauración textual, se superpone a lo que no pasaban de ser sus «ecos»: la primitiva traducción ofrecida por B1, la glosa de esta última servida por B2, y la mejora de esa misma traducción con una primera relectura de la propia Legenda aurea aportada por el Flos Sanctorum con sus ethimologías. Todas esas voces concurren en la letra de la Leyenda de los santos, o, por mejor decir, en su «sección principal», dao que las sucesivas ediciones del texto irían añadiendo al conjunto nuevos apartados y materiales.5
El itinerario editorial
Conocemos seis ejemplares de la Leyenda de los santos, correspondientes a otras tantas ediciones de la obra. El más temprano de todos ellos es el debido a las prensas de Juan de Burgos, datado en ocasiones en 1499 o 1500, pero que quizá debamos retrotraer al menos hasta 1497.6 El ejemplar, custodiado en la British Library de Londres, se ha beneficiado de un permanente interés crítico. A su condición de incunable se une el hecho de transmitir el único estado de la Leyenda de los santos anterior a 1513, fecha en la que apareció la versión portuguesa de nuestra obra: Ho Flos Sanctorum em lingoagem portugues. Todo ello ha generado una interesante bibliografía del lado lusitano —inaugurada por un par de trabajos de Mário Martins y continuada, en fechas más próximas, por Harvey L. Sharrer y Cristina Sobral—, a la que se han sumado algunos estudios de propósito más general.7 La notable atención dispensada a un segundo ejemplar de la Leyenda de los santos —el impreso en Sevilla, por Juan Varela, en 1520-1521— guarda también relación con su condición de post-incunable, aunque parece deber algo más a la circunstancia de su actual ubicación: el Archivo del Santuario de Loyola. Conviene no olvidar, en efecto, que en ese mismo espacio —entonces, residencia familiar— tuvo lugar la famosa convalecencia de quien había de ser fundador de la Compañía de Jesús, y que una de las lecturas decisivas en la «conversión» del joven Íñigo fue un «libro de las vidas de los santos en romance», que, a buen seguro, hemos de identificar con nuestra Leyenda de los santos. Nada nos obliga a pensar que ese libro fuera exactamente el ejemplar custodiado hoy en Loyola (su llegada allí parece, de hecho, muy tardía), u otro correspondiente a la misma edición, pero esa feliz coincidencia explica, en buena medida, el interés despertado desde antiguo por el volumen, culminado en fechas recientes con una excelente edición debida al Padre Cabasés.8
Una menor fortuna crítica ha acompañado a los otros cuatro ejemplares conocidos de la Leyenda de los santos. El primero de ellos, custodiado en Munich, corresponde a una edición toledana culminada por Juan Ferrer en 1554. Otro ejemplar, ubicado en Praga, vio la luz en Alcalá de Henares, en las prensas de Sebastián Martínez, en 1567. Un año posterior fue la edición sevillana de Juan Gutiérrez, representada por un volumen conservado