UNA NUEVA MIRADA A LA OPERACIÓN X: STALIN Y LA REPÚBLICA ESPAÑOLA, 1936-1939
Daniel Kowalsky
Queen’s University, Belfast
Para la asediada República española, en guerra contra un levantamiento rebelde desde el 18 de julio de 1936, el último día de septiembre de ese mismo año se abrió un breve respiro de tristeza y pesimismo. Marcelino Pascua, de treinta y ocho años, estaba en el andén de la estación de Atocha de Madrid con destino a Moscú. El recién nombrado embajador español en la Unión Soviética fue acompañado al tren por casi todos sus vecinos de la calle Velázquez, así como por un conjunto formidable de simpatizantes y de representantes del gobierno de Madrid, incluido un representante personal del presidente Largo Caballero y miembros de la recientemente instalada embajada soviética.1 La misión de Pascua a Moscú fue una de las más abrumadoras en los anales de la diplomacia moderna: tenía que tratar de restablecer las relaciones con el Kremlin de Stalin y asegurar la ayuda militar para la República.
Los acontecimientos de julio en España habían comenzado como una rebelión de oficiales y los primeros éxitos de los rebeldes habían sido pocos. Si no hubiera sido por la inmediata y comprometida intervención de Hitler y Mussolini, la República habría triunfado rápidamente. Si el lado rebelde había ganado sin gran esfuerzo ayuda internacional –incluido el decisivo apoyo militar, económico y diplomático de los estados fascistas–, la República se encontró de inmediato aislada e incapaz de obtener ayuda extranjera. Aunque legalmente autorizada para adquirir armamento del exterior para sofocar la rebelión interna, la República española fue abandonada incluso por sus aliados tradicionales, Francia y Gran Bretaña. De hecho, tan firmes eran las democracias occidentales en no involucrarse en el embrollo español que se estableció un comité especial en agosto de 1936 para hacer cumplir un embargo internacional sobre la venta de armas a ambos lados de la guerra civil. El Comité de No Intervención, con sede en Londres, impidió que la República adquiriera legalmente la ayuda, pero demostró ser impotente para evitar que italianos y alemanes prestaran apoyo a los nacionalistas.2 Para compensar la desventaja de la República, se produjeron dos acontecimientos entre septiembre y octubre de 1936. En primer lugar, la Internacional Comunista (Comintern) comenzó a organizar un ejército internacional de voluntarios para luchar del lado de la República; en segundo, la Unión Soviética acordó suministrarle tanques, aviones y técnicos militares. Así, con la llegada de las Brigadas Internacionales y los hombres y equipos de Moscú, la internacionalización de la guerra española se lograría por completo.
La entrada de la Unión Soviética en la guerra civil española fue uno de los momentos decisivos de la larga lucha ibérica, pero en términos de relaciones internacionales, alianzas y diplomacia, fue una bomba que pocos hubiesen predicho. El tema de la participación soviética en España fue, durante muchos años, uno de los más polémicos y poco comprendidos de toda la historia contemporánea. Los nacionalistas y sus aliados alegaron que el levantamiento rebelde había sido una respuesta a la creciente influencia comunista en España. El bando republicano, por su parte, demonizó a los soviéticos por supuestamente adoptar severas políticas estalinistas durante la guerra y por jugar un papel clave en la destrucción de la izquierda revolucionaria española, cuyo desafiante espíritu de resistencia era la mejor esperanza de la República para la victoria. En resumen: la derecha usó el comunismo como su casus belli, mientras que la izquierda culpó a Stalin por la derrota de los fieles a la República.3
Hasta hace poco, el tema estaba embrollado por la controversia de la Guerra Fría y la inaccesibilidad de archivos, pero las últimas dos décadas han transformado las posibilidades de desarrollar un análisis más profundo de la participación soviética en la guerra, ahora basado en evidencias empíricas. El autor de este artículo trabajó en archivos españoles y de la Rusia postsoviética a partir de mediados de la década de los noventa y produjo la primera historia completa utilizando documentación oficial no publicada.4 Simultáneamente, el coronel ruso Dr. Yuri Rybalkin completó su disertación doctoral, en gran medida basada en fuentes desclasificadas del Archivo Militar, y continuó publicando su investigación en el cambio de milenio.5 A estos primeros estudios se agregaron pronto los de los historiadores continentales Antonio Elorza, Marta Bizcarrondo, Remi Skoutelsky y Frank Schauff.6 Sin embargo, el estudio más importante y profundo que se ha producido hasta ahora es la trilogía de Ángel Viñas, publicada entre 2006 y 2008, una obra de imponente erudición.7 Esta oleada de actividad académica que ha profundizado en fuentes hasta ahora no disponibles nos indica una transformación de este ámbito de estudio, que ahora se ha convertido en uno de los más meticulosamente investigados en la rica y multilingüe historiografía sobre la guerra española.
La Guerra Civil Española, que comenzó el 18 y 19 de julio de 1936, presentó a Moscú un dilema. Desde 1917, los bolcheviques habían fomentado la revolución y la guerra civil entre los fieles comunistas. Ahora había estallado la revolución y la guerra civil en España, pero, para el partido, 1936 no era 1917. La estrategia oficial soviética desde 1935 era la cooperación con partidos no revolucionarios en Europa contra la amenaza común del fascismo.8 En la República, el inicio de las hostilidades condujo a un vacío de poder, rápidamente llenado por los partidos revolucionarios. La revolución popular, centrada en las grandes ciudades aún bajo control republicano, llevó a cabo una redistribución de la propiedad y la colectivización generalizada. De forma decisiva, ese fervor revolucionario también proporcionó mano de obra y entusiasmo en los primeros enfrentamientos sin cuartel con los nacionalistas.
Para el Kremlin nunca estuvo claro cómo la ayuda soviética a la República no parecería un apoyo a la revolución en España y, por ello, Stalin respondió con extrema precaución. Documentos recientemente desclasificados del Archivo Presidencial sugieren que el Kremlin se sintió atraído por la movilización de julio, pero que no tenía ninguna prisa por mostrar sus intenciones. Ya el 21 de julio de 1936, el miembro de la Comintern Dimitri Manuelskii había enviado a Stalin la primera actualización desde el terreno.9 Al día siguiente, los soviéticos acordaron vender combustible con descuento a Madrid.10 Después, el 23 de julio, el jefe del Comintern, Georgii Dmitrov, imploró a Stalin, en una nota escrita a mano, que diera nuevas órdenes en respuesta a la evolución de la situación en la Península Ibérica.11
Para Stalin, la guerra se presentaba como una posible oportunidad, pero con la superposición de diferentes elementos. Hubo presión por parte del comunismo y la izquierda internacionales, que, desde los primeros días de la guerra, se movilizaron a favor de la República. Ignorar a España sería renunciar a la oportunidad de defender una causa muy popular y arriesgarse a alienar a la izquierda global. Esta justificación ideológica para la participación se vería complementada, si no reemplazada, por el imperativo geoestratégico.
Hacia el verano de 1936, cuando el ascenso de los poderes fascistas suponía un desafío a la seguridad soviética, ya no estaba en duda, España proporcionaba a Moscú una oportunidad no sólo para enfrentarse al fascismo, sino también para comprobar la viabilidad de una seguridad colectiva con los poderes occidentales.
Si Stalin intervino en España fundamentalmente por razones ideológicas y de