¿UN «LEVANTE FELIZ»?
La llegada de estos refugiados a la nueva capital republicana desde el otoño de 1936 se explicaba lógicamente por la segura ubicación de Valencia en la retaguardia, con un frente no lejano, pero todavía estable y en buena medida inactivo (Teruel), así como el hecho de que a esas alturas la ciudad parecía vivir en buena medida al margen de la guerra: ni los bombardeos ni los problemas de abastecimiento se habían hecho visibles todavía, como sí lo serían a partir de 1937. El contraste con la situación de Madrid resultaba evidente, así como su condición de refugio, lo que permitió que la prensa madrileña hablara de un «Levante feliz»: una ciudad aparentemente a espaldas del conflicto, donde todavía se podía comer bien y divertirse mejor. Así, se señalaba a los «antifascistas que habían montado sus trincheras en los cafés de Valencia», mientras que José Luis Salado, director de La Voz de Madrid, se refería al «placer antifascista de ahorcar el seis doble». La construcción de la imagen de esa Valencia servía en realidad para reafirmar el mito de la resistente y heroica Madrid. La alusión a su hedonismo ayudaba por otra parte, de una manera más general, a criticar la falta de compromiso de la retaguardia en el esfuerzo bélico y defender el mantenimiento de una adecuada moral de guerra. Valencia era por entonces la ciudad de las paellas y los banquetes en los restaurantes de la playa de las Arenas o en el Hotel Victoria, donde no faltaba comida, la de los mercados llenos de víveres o la del «frente de la calle Ruzafa», con sus teatros, clubs y cabarets, símbolos de la vida nocturna y la frivolidad. La prensa valenciana, mientras y desde otra perspectiva, interpretaba la situación como producto de la nueva presencia de los «señoritos» madrileños, militares, burócratas o diplomáticos extranjeros, y en general vividores y ociosos –por no decir también emboscados y quintacolumnistas– que habían proliferado por la ciudad, algunos sorprendentemente bien relacionados o situados, que tomaban el baño en la playa y gastaban su dinero a espuertas en los restaurantes y locales de moda. A menudo se les hacía responsables del incremento de los precios, mientras la mayoría de la población comenzaba a experimentar crecientes privaciones.
Fuera por la presencia de estos, por el aumento en general de su población de acogida o por las necesidades de evasión propias de un contexto de guerra, la oferta de ocio en Valencia (y pese a las demandas moralizantes de sindicatos y partidos en pro de una ética de sacrificio adecuada a las circunstancias bélicas) se incrementaría especialmente en los primeros meses de estancia del Gobierno en la ciudad. Las demandas de restauración y de espectáculos como el teatro o el cine, y en menor medida de deportes o toros, aumentaron. Estos últimos, aunque no desaparecieron ni mucho menos en un principio, sí que se vieron más tempranamente afectados por el conflicto y su actividad fue disminuyendo progresivamente hasta casi desaparecer (no ocurriría lo mismo con el boxeo o la pelota, por ejemplo, que sí tuvieron cierta regularidad). Sin embargo, los teatros y cines mantuvieron sus salas abiertas diariamente y de forma ininterrumpida durante toda la guerra; la afluencia de público no se resintió, ni tampoco los ingresos en taquilla. Por supuesto, intervino en ello el ya comentado aumento de la población, y por tanto de público, así como la necesidad sindical de asegurar los puestos de trabajo y los salarios en este sector; también el hecho de que teatros y cines sufrieron en menor medida las disposiciones restrictivas en horarios y actividad que sí incidieron en cabarets, music-halls e incluso en bares y tabernas. En definitiva, los siete teatros y la treintena de cines de Valencia continuaron funcionando y ofrecieron una programación en la que, como regla general, cabe señalar que acabó imperando la diversión y los espectáculos de entretenimiento –tanto en el cine como en los distintos géneros teatrales– frente a la minoritaria presencia de obras o películas de contenido social, adaptado a las circunstancias o revolucionario. En cuanto al ocio nocturno, los music-halls, night clubs o cabarets y la prostitución clandestina (siempre presente) volvieron a dar un tono de dolce vita a la ciudad coincidiendo con el traslado del Gobierno. Se hizo popular el ya citado «frente de Ruzafa» –en esta calle y en las adyacentes, como la de Ribera, se concentraban buena parte de los teatros y cabarets más famosos de Valencia– en la prensa o entre aquellos que visitaban la ciudad. Estos locales, sin embargo, verían muy condicionada su existencia, como ya se ha dicho, por la restricción de horarios, los toques de queda nocturnos y las campañas moralizantes, y su actividad iría disminuyendo progresivamente.
La realidad bélica difuminaría poco a poco, a lo largo de 1937, esa imagen del «Levante feliz», a medida que los efectos de la guerra se hacían palpables también en Valencia. Por un lado, los bombardeos navales y aéreos, desde principios del año. Por otro, la carestía de alimentos y de subsistencias. El alza en los precios de productos de primera necesidad y la necesidad del racionamiento, con el corolario inevitable del acaparamiento y el auge del mercado negro, se acabarían haciendo familiares entre la mayoría de la población, así como las colas para la compra. Si en los primeros meses del conflicto Valencia vivió por lo general bien abastecida, desde principios de 1937 fue haciéndose poco a poco palpable la carestía, que iría afectando progresivamente a artículos como la carne, los huevos, el azúcar, el aceite, las patatas, las legumbres, el arroz o el pan. Desde marzo de 1937 se hizo obligatoria la cartilla de racionamiento. Estrategias de supervivencia habituales fueron a partir de entonces, por ejemplo, los viajes fuera de la ciudad, a la huerta y pueblos cercanos, para hacerse con alimentos, o la cría de pollos, palomas o conejos en balcones y terrazas, que las ordenanzas municipales trataron de prohibir. Pronto la carencia de alimentos se convertiría –junto con los bombardeos– en la preocupación fundamental en la vida cotidiana de los valencianos. El mercado negro y las críticas a las políticas de abastecimiento que no consiguieron hacerlo desaparecer se sumaron a un panorama agravado por el incremento demográfico y las demandas de alimentos o servicios sanitarios, educativos o asistenciales por parte de una creciente población de refugiados llegados a la ciudad. Hacia otoño de 1937 la prensa reconocía en general que el tono frívolo de Valencia había desaparecido casi del todo, un panorama sombrío en el que la guerra se hacía progresivamente más presente y cercana y que fue alejando así cada vez más a Valencia del estereotipo del «Levante feliz».6
UNA CIUDAD INTENSAMENTE POLITIZADA
Aunque la intensa politización de la ciudad había comenzado ya tras el estallido de la sublevación militar y las transformaciones revolucionarias que lo siguieron, el dinamismo de Valencia en este sentido se incrementó notablemente con su nueva condición de sede del Gobierno a partir de noviembre de 1936, con la presencia de este y de las cúpulas de partidos, sindicatos y organizaciones republicanas de todo signo.7 Esta intensificación fue visible en primer lugar en las calles y plazas, llenas de carteles, pancartas y murales colocados por los ministerios,