Durante los años de la República y la guerra, la cultura y la educación fueron preocupaciones esenciales que estuvieron en el centro de la política de los republicanos. Uno y otro aspecto eran factores estratégicos para construir una ciudadanía republicana, laica (en los años republicanos) y además antifascista (en los años de la guerra). Elementos clave, pues, para politizar, la educación y la cultura no fueron solo de un color: expresaban la pluralidad social y, en consecuencia, su compromiso no estaba solo al servicio de una idea, sino de muchas, y entre los años 1931 y 1939 los creadores de la cultura y los docentes tuvieron muchas opciones donde mirar y a las que aportar. Muy distintas unas de otras, y en sus polos de izquierda y derecha, antitéticas: fascismo, catolicismo tradicional, liberalismo, democracia, socialismo, comunismo y anarquismo. La politización de la cultura se manifestó con más fuerza cuando se llegó a la guerra, también de ideas, formas, expresiones artísticas y gustos. Y entonces la pluralidad se polarizó como el país que estaba cortado por trincheras, fue imposible disociar lo cultural de lo político, no en vano la guerra civil española fue una guerra total, por cuanto afectó al conjunto de la sociedad.
De todo esto trata este libro. En su título, El desafío de la cultura moderna: música, educación y escena en la Valencia republicana (1931-1939), hemos pretendido sintetizar su contenido. En sus páginas no se abordan todos los campos de la cultura, pero sí los suficientes como para reconstruir lo que fue un mundo efervescente de ideas, novedades, iniciativas e ilusiones. Educación, política, música, teatro, cine, artes gráficas, pintura, escultura de la Valencia republicana son aspectos que se tratan aquí. Se ensamblan aspectos de la alta cultura (como la producción musical del Grup dels Joves) y de la cultura popular, como las bandas de música (tan importantes como «puerta de acceso a la cultura musical»), la pasión por el sainete o las Fallas y sus transformaciones en los años republicanos.
Se vislumbran en este libro las conexiones entre política, intelectuales y artistas. Se señalan algunas de las estrategias que se seguían entonces para crear identidades colectivas o para integrar a miles de «forasteros» que arribaban a la ciudad en guerra; se analiza el analfabetismo y la contumaz lucha –nada sencilla– para vencerlo; se muestran los esfuerzos que se hicieron, especialmente en la guerra, para abrir la enseñanza secundaria y la superior a las capas populares. Se muestran también los espacios donde se hacía la cultura y su importancia: espacios para el teatro amateur, el universitario o el profesional. Se aborda el primer cine sonoro (de hecho, hablado), que amplió la oferta de ocio de las capas populares, dio a conocer otras culturas y produjo la primera película en valenciano (El faba de Ramonet, 1933).
Se manifiesta en estas páginas lo importante que era para la izquierda la creación de una conciencia republicana desde los más diversos ámbitos: el aula, el escenario, el teatro o el cine, la plaza pública, el cartel, la imprenta, el dibujo, las placas del callejero, la postal, el pasquín, el abanico, la octavilla, la escultura, el taller del pintor, la radio, la música popular y la sinfónica, la educación musical y la artesana...
Esta nueva fuerza que tomaba la cultura en los años republicanos debía servir para consolidar la democracia y profundizar, de ese modo, en un cambio social soñado que se procuraba encarnar cada día. Evidentemente, para consolidar la democracia se requería un pueblo instruido y con capacidad crítica y libre, para lo que era esencial la escuela primaria y la misión pedagógica, pero también el estímulo constante de todos los recursos que ponía a su alcance la cultura moderna. Y como no podía ser de otro modo, también se manifiesta en este libro el contrapunto a la política cultural de la izquierda republicana: «la reacción política conservadora en la cultura», o si se quiere, la estrategia política educativa y cultural de la derecha católica, sus medios de difusión, sus plataformas o escenarios y los diversos recursos con los que contó.
Cuando llegó la guerra, esta política cultural y educativa de la España republicana, en todas sus manifestaciones, prosiguió su trayectoria y se modificó para adaptarse a la coyuntura y a las exigencias de la polarización política, lo que requería muchos cambios, como por ejemplo llevar la instrucción primaria a los soldados, abrir el instituto y la universidad a las capas populares, adaptar las funciones de la cultura para defenderse del fascismo, politizar en clave antifascista y a la vez ofrecer una necesaria cultura de evasión.
Se trata, en resumen, de mirar la actividad cultural valenciana en la etapa republicana, tanto la de antes de la guerra civil como la que se llevó a cabo durante esta, con los cambios inmensos que se produjeron en todos los campos de la cultura.
MARC BALDÓ LACOMBA
Universitat de València
LA CAPITAL INVEROSÍMIL
Valencia, sede del Gobierno republicano (1936-1937)
Javier Navarro Navarro
Universitat de València
UNA EXPERIENCIA HISTÓRICA SINGULAR
Valencia, «capital artificial e inverosímil». Así la caracterizó Ilyá Ehrenburg, el conocido escritor ruso y corresponsal de Izvestia, en los meses en los que la ciudad se convirtió en sede del Gobierno republicano durante la guerra civil española. Ehrenburg, por cierto, fue uno de los pocos, de entre los más conocidos personajes soviéticos que visitaron España durante la contienda, que sobreviviría finalmente a las purgas de Stalin durante aquellos años (no así, por ejemplo, Koltsov, corresponsal de Pravda, el embajador Rosenberg o el cónsul en Barcelona, Antónov-Ovséyenko, todos ellos ejecutados entre 1937 y 1940). Sin embargo, pudo plasmar sus recuerdos de la ciudad en sus memorias, escritas muchos años después: Gente, años, vida (Ehrenburg, 1996).
Artificialidad e inverosimilitud, en palabras de Ehrenburg, quizás un tanto exageradas y retóricas, pero que aludían por otro lado a un hecho cierto. La condición de capital de facto de la España republicana y sede del Gobierno legítimo le sobrevino a Valencia de un modo repentino y accidental, una decisión del presidente de su Consejo de Ministros, el socialista Francisco Largo Caballero y sobre cuya causa exacta todavía nos interrogamos.1 En todo caso, la situación del Madrid asediado por las tropas sublevadas a principios de noviembre de 1936 resultaba caótica y su destino incierto, y la percepción de su inminente caída estaba muy extendida. No podemos detenernos aquí en el contexto político, social y militar de aquellos días, pero lo cierto es que la medida no estuvo ni mucho menos exenta de polémica, no tanto por la elección de Valencia (frente a Barcelona, por ejemplo, que acabaría convirtiéndose de hecho en capital desde noviembre de 1937) como por la salida del Ejecutivo de Madrid. En todo caso, la noche del 6 al 7 de noviembre de 1936 se inició el traslado que convertiría a Valencia durante once meses (hasta finales de octubre de 1937) en sede del Gobierno y en capital en la práctica de la Segunda República española.
Resulta difícil describir todas las dimensiones de lo acontecido en la ciudad a lo largo de ese año, un periodo complejo, en medio, además, de una contienda. En las guerras, con la proximidad de la muerte, el tiempo histórico y el ritmo vital se aceleran y todo parece adquirir un aura de excepcionalidad. No se trataba, por otro lado, de un conflicto cualquiera: era una contienda civil (con las consiguientes repercusiones sociales en las retaguardias y en el conjunto de la población) y, al mismo tiempo, una guerra marcadamente ideológica, y que, como es sabido, adquirió una relevancia internacional extraordinaria en el periodo de entreguerras, en medio de la crisis de la democracia y el auge de los fascismos y el comunismo.
A analizar lo ocurrido en Valencia durante ese año nos hemos dedicado, de una u otra manera, desde hace ya algún tiempo. La historiografía valenciana ha abordado el estudio de las diferentes facetas políticas, sociales, económicas y culturales de este periodo.