El liberalismo preso en la urdimbre tejida por sus propias paradojas, por un lado, marginaba de la vida política efectiva a amplios sectores de la población y definía nítidamente sus cometidos en la vida social; pero por otro lado, concibiendo a los individuos a distancia de la esfera pública, los liberaba de los vínculos y las dependencias tradicionales de la comunidad, permitiéndoles conquistar en el ámbito de la privacidad el derecho a tener una vida personal autónoma.
Porque si antes de las sociedades estatalizadas (liberales-burguesas) las normas de comportamiento se habían justificado por un argumento social –es decir, por la presencia de seres exteriores que observaban y juzgaban las conductas–, los nuevos códigos de relaciones sociales desarrollaron paulatinamente métodos que marcaron el tránsito desde el heterocontrol al autocontrol.
Los sujetos modernos, en el camino hacia la individualización, interiorizaron las reglas que debían regir sus conductas, y el desarrollo personal aportó a los individuos claves autónomas de razonamiento radicadas en su particular discernimiento que se fueron convirtiendo en un ámbito de crítica potencial a ese dominio público liberal profundamente desigualitario.32
La esfera pública –concebida como el ámbito donde se desvanecía toda dominación y donde el poder mismo podía ser objeto de discusión abierta por los particulares– permitía a los nuevos individuos interpelar al Estado, exigiendo que ese ámbito público constituido en beneficio de unos pocos aplicara realmente sus principios teóricos y ampliara los derechos de los sujetos marginados por el sistema. De este modo, el ámbito privado, que en el imaginario liberal había ido marcando las diferencias sociales con mayor nitidez,33 recuperaba sus interdependencias con la vida pública y se convertía en un instrumento político que contribuía a la democratización de la vida social.
En este proceso, a finales del siglo XIX en España, como igualmente sucedió en otros países de Europa, se desarrollaron diferentes movimientos sociales, como fue el caso del movimiento que se agrupó en torno al republicanismo blasquista, que a través de críticas y demandas morales, fueron conformando un nuevo estado de opinión: se reclamaban prácticas políticas más democráticas y derechos sociales más igualitarios para los sujetos excluidos de ese poder liberal en el fondo enormemente restrictivo.
Como otros radicalismos populares, en España, el republicanismo había surgido de la contestación a los procesos de exclusión política del orden liberal, pero durante el período de la Restauración no mostró su influencia como fuerza política nacional, sino sobre todo como movimiento cultural y social que
desbordando los límites de la acción política estricta, adquiría todo su significado en el marco más amplio de interpretación de la vida humana, de la sociedad y de las diversas relaciones que el individuo –como ser social– establece con los diversos órdenes de la vida.34
Así, mientras que para los sectores más conservadores de las clases dominantes la Restauración borbónica había sido la forma más adecuada de recuperar la supremacía sobre las clases populares y ejercer una democracia parlamentaria formal en la que las oligarquías locales apoyadas en el poder de la Iglesia y del Ejército gobernaban en su propio beneficio,35 el éxito de Unión Republicana en Valencia estribaba en la nueva forma de hacer política y en el contenido de su proyecto de transformación social.
En el año 1895 Blasco Ibáñez, líder del republicanismo valenciano, se había separado de Pi i Margall y había fundado el periódico El Pueblo buscando su propia identidad política. Tras la crisis de 1898, el movimiento blasquista irrumpió en el escenario político de Valencia con una notable fuerza, logrando unir a diversos sectores republicanos en un bloque social de carácter urbano y progresista donde convergían: el proletariado –el sector más fiel y numeroso–, la pequeña burguesía radical y algunos intelectuales con aspiraciones modernizantes. De forma inusual a lo que sucedía en el resto de España, el partido fundado por Blasco ejerció una notable influencia en la ciudad y, a partir de 1901 y hasta 1910, el bloque social que se reunía en su entorno fue suficientemente estable como para permitirle gobernar en la corporación municipal.36
El partido era moderno y democrático, distinto al de los partidos dinásticos y de notables de la época. Funcionaba en contacto con el electorado y mantenía un sistema organizativo capaz de movilizar a las masas. Sus propuestas tendentes a democratizar las prácticas de gobierno suponían tanto la reforma política, social y educativa como la defensa de las libertades básicas. Los blasquistas estaban convencidos también de que a través de la política era posible modernizar la mentalidad social y acabar con una serie de valores que hacían referencia a una sociedad de súbditos dominada por monárquicos y clericales, y sustituirlos por los valores propios de una nación de ciudadanos.
Porque a la vez que propugnaban reformas encaminadas a democratizar las prácticas del gobierno y se aplicaban en defender las ideas ilustradas (que cifraban el progreso de la humanidad en la instauración de la educación, de la ciencia y la razón), utilizaron significativamente la privacidad y las reclamaciones de libertad personal como un arma también de apelación política.
Apoyándose en los sectores más avanzados del movimiento obrero –que comenzaban a constituir organizaciones de clase–, el blasquismo cargó de significado, a través de sus propios medios de difusión, la imagen del varón de clases populares, instruido y comprometido con el republicanismo, como el agente y protagonista de los cambios sociales democráticos. En el contexto de la época, el ejercicio de la soberanía nacional era patrimonio de los hombres, que eran quienes podían votar. Por ello, el acceso de una mayoría de hombres al ejercicio práctico de la política exigía a los republicanos arbitrar mecanismos de cohesión e identificación que hicieran referencia también a un nuevo modelo de identidad masculina.
En este proceso de autorrepresentación, las conductas masculinas se proyectaron como una nueva forma de ser que –en concordancia con los ideales republicanos– debía materializarse también en las conductas personales y en la vida cotidiana. Motivo de crítica fueron, por tanto, toda una serie de comportamientos habituales en los varones de clases populares que las autoridades fomentaban y toleraban. Las corridas de toros, los juegos de azar y la asistencia de los hombres a las tabernas en el tiempo que el trabajo les dejaba libre, se contraponían a la militancia política y al ocio culto e instructivo que proponían los casinos, ateneos y otros centros republicanos, donde las charlas se complementaban con veladas musicales y teatrales, bailes y fiestas, a los que se invitaba a que participara también la propia familia del simpatizante o afiliado. De este modo, los blasquistas mostraban en público una identidad social que representaba a ambos sexos compartiendo (en cierto modo) espacios y preocupaciones; y convertía así los papeles masculinos y femeninos en más cercanos y equivalentes.
El ideario republicano, que mayoritariamente difundieron los hombres, consideraba asimismo que las relaciones afectivas de las parejas debían basarse en la libre elección