Los ángeles (incluidos los ángeles caídos) carecen de imaginación y de memoria porque no son creados para obtener conocimiento de los datos sensoriales. Son mensajeros que transmiten directamente la palabra de Dios, sin mediación mnemónica ni de phantasmatas (imágenes) (Certeau, 2013: 257-287). Los ángeles caídos no pueden transmitir la palabra de Dios puesto que, al haber interrumpido su conexión con la palabra divina, son medios sin un proveedor de sentido. Al estar desvinculados del Logos, el orden y el sentido divino transmiten lo terreno a través del sinsentido, la destrucción y el caos que pervierte el orden de la creación divina. Hay que entender la siguiente aseveración en todo su rigor: sin referencia sensorial, sin memoria e imaginación, el lenguaje diabólico funciona a partir de la mímesis —y de ahí que los diablos adopten distintas formas que imitan la realidad— para confundir —o que apuesten a la desarticulación del sentido— y de ahí los gestos, la conducta y la ininteligibilidad atribuida a los poseídos que los aproxima a ciertas formas de locura. Sin memoria y sin imaginación, excluidos de la fuente de sentido, los demonios no tienen tampoco la capacidad humana de “entender” lo que están “diciendo” por eso sólo transmiten caos (Maggi, 2001: 1-20).
En un pasaje central del Thesaurus Exorcismorum (1608) se afirma que existen tres formas de expresión lingüística. Así, mientras Dios habla “el lenguaje de las cosas” (lo que significa que se expresa a sí mismo a través del mundo creado), los humanos tan sólo podemos pronunciar “el lenguaje de las palabras” (que nunca se corresponden con la realidad, por más que lo pretendamos). El tercer idioma sería la no expresión, “el lenguaje de la mente”, territorio reservado por excelencia al diablo, que no habla activamente, sino mediante el desorden y la aniquilación en cualquiera de sus formas (Maggi, 2001: 2). Según el discurso teológico oficial, el diablo, al ser un ángel, carece de sentidos y, por lo tanto, de visiones y discurso propios, lo que lo obliga a utilizar los de los humanos, pero de forma totalmente perversa. Sometido al creador, el demonio no puede crear ni transformar realmente la realidad, no puede anular las leyes de la naturaleza; el dominio demoniaco no es el de lo sobrenatural, sino el de lo preternatural:4 el reino de los fenómenos desviados y prodigiosos que todavía están dentro de la naturaleza. Pero las ilusiones y los simulacros permiten al diablo desdibujar este límite fundamental, aparentar que sí se trata de una intervención divina, y hacerlo con bastante éxito.
Campos del saber enteros se ven comprometidos por esta aseveración, incluida la propia demonología, en la que, tal como cuenta Walter Stephens (2002), los autores del siglo xvi advierten que la apariencia ilusoria fabricada por el demonio es una prueba útil de su agencia, pero, en tanto apariencia ilusoria, paradójicamente es una seria amenaza para cualquier demostración empírica de los efectos demoniacos que pueden ser también ilusorios, incluidos los alegados en casos de brujería. Existen tentativas recurrentes para definir los criterios que separan los verdaderos milagros de sus copias demoniacas, pero, epistemológicamente al menos, la separación se vuelve radicalmente incierta. Tal como advierte Stuart Clark en Vanities of the Eye: Visions in Early Modern European Culture (2007) hay implicaciones escépticas obvias en estos argumentos, aunque sean exploradas por teólogos que discuten sobre demonología. La demonología constituye así “un importante capítulo en la historia de la epistemología moderna” (Clark, 2011: 20). A este tenor cabe señalar que la hipótesis cartesiana del demonio o genio maligno señala, en la primera de las Meditaciones metafísicas (1641), lo siguiente: “Cierto genio o espíritu maligno no menos astuto y burlador que poderoso ha puesto toda su industria en engañarme” (Descartes, 2006: 124). Si Descartes está llevando a cabo un “experimento mental”, lo cierto es que el genio maligno del que se sirve para pensar, y que aparece en las Meditaciones, es el demonio de los tratados de demonología que amenaza, en su caso, con transformar en ilusoria toda la experiencia humana.5 Escribe Ossa-Richardson:
La primera meditación cartesiana busca una base para el conocimiento, algo que no se pueda dudar […] nuestros sentidos nos engañan todos los días […] Además, muy a menudo pensamos que estamos despiertos, cuando en realidad estamos soñando. ¿Cómo podemos saber que no estamos soñando ahora? Incluso las verdades matemáticas no están a salvo de la duda: aunque Dios no nos engañaría para que las creamos, un espíritu maligno o demonio (genius aliquis malignus) podría. Pero, ¿cómo debemos discernir la verdadera creencia y la verdadera experiencia de los errores sensoriales o intelectuales amenazados por el demonio? Esta cuestión se asemeja a la cuestión del discernimiento de espíritus y se dirime en el mismo lenguaje: sólo que lo que había allí, un problema de experiencia espiritual, es aquí un problema de la experiencia en su conjunto [Ossa-Richardson, 2012: 235-236].
Descartes lleva su razonamiento hasta la idea de un cuerpo que ya no es confiable, al punto de negar incluso su existencia. Pero en realidad el verdadero reto reside en la fundación de una fiabilidad indiscutible. El jesuita Pierre Bourdin, uno de los objetores de las tesis a quien Descartes responde en la edición de las Meditaciones de 1642, utiliza así un término correspondiente a la demonología: “praestigium”. Praestigium deriva del verbo præstrĭngo, “engañar la vista”, que está en la base del significado de præstigiæ ~ præstigia, “fantasmagoría, delusión”, y, con un componente intencional, “engaño, falacia”. Posiblemente el término se refiere primeramente a las ilusiones visuales (Clark, 2011). La teología del discernimiento de espíritus se sitúa entonces entre una variedad de discusiones sobre la relación entre visión y conocimiento en los siglos xvi y xvii, que crean, en su mismo seno, un clima receptivo al escepticismo.6
La demonología tiene convicción precisamente en la medida en que se basa en el sistema cognitivo que puede ser trastornado y pervertido no sólo por causas naturales, sino por la condición perversa del diablo y su capacidad de alterar y perturbar. Según la psicología escolástica, el intelecto humano comprende tres funciones distintas y cada una se localiza en una parte diferente del cerebro: la imaginación, en el ventrículo frontal; la razón, en el cerebro medio, y la memoria, en el ventrículo posterior de la cabeza (Klibansky et al., 1991: 88; Maggi, 2001: 138-139). La memoria es un almacén físico de segmentos o memorias visuales cuyos fragmentos el demonio puede desplazar a la parte central del cerebro/mente, de modo que el sujeto no pueda distinguir entre las imágenes externas y las internas, síntoma inequívoco de la melancolía. La melancolía, cuando la bilis o el humor negro controla el cerebro y asedia la mente, produce que los pensamientos, las palabras y las acciones se vean distorsionados.7 Algunos melancólicos —leemos así en De praestigiis Daemonum (1568)—
piensan que son animales, e imitan sus sonidos y movimientos corporales. Otros suponen que son vasijas de arcilla húmeda y quebradiza y gritan cuando ven a alguien aproximarse hacia ellos porque temen desbaratarse. Algunos tienen miedo a la muerte y no obstante la eligen y cometen suicidio. Muchos piensan que son culpables de un crimen y tiemblan y sudan cuando alguien se acerca porque temen ser apresados y enviados al tribunal para ser juzgados [Weyer, 1991:183].
El diablo asimismo puede actuar sobre aquellos naturalmente dispuestos a la melancolía.8 Husserl advierte en la quinta de las Meditaciones cartesianas que hay una distinción entre “Leib” y “Körper” por la que mi cuerpo parece tener una doble naturaleza; por una parte, es un objeto más en el mundo, un cuerpo físico, biólogico, entre otros, pero, por otra, no es experimentado por mí como cualquier cuerpo. Leib es el cuerpo-vivido, el cuerpo sentido como propio (Husserl, 1996: 157). Habitualmente vivimos nuestro cuerpo como Leib y como Körper. El melancólico, sin embargo, percibe su cuerpo sólo como Körper, un recipiente precario e impuesto, de una materialidad ciega y ajena, desbordado de imágenes que lo asedian y lo atormentan y que amenazan con diluir cualquier sentido del yo. En Malinconia (1992), el psiquiatra italiano Eugenio Borgna analiza lo que él mismo llama “la experiencia demoniaca en psicopatología” y se detiene en una serie de casos basados en la presencia diabólica que los pacientes melancólicos alegan tener en su cuerpo. Los pacientes