En segundo lugar, los fenómenos psicosomáticos de la mística, con los que se busca en la modernidad ofrecer una legibilidad a las miradas descreídas, fueron sometidos a escrutinio por la mirada científica y los investigadores heredamos, en el mejor de los casos implícitamente, esa mirada. En el siglo xix el ejemplo de la mirada dirigida por el alienista sobre un conjunto de casos y hechos “místicos” es la del doctor Jean-Martin Charcot (1825-1893) que los diagnosticaba como casos de histeria. Así, en La foi qui guerit (1897), argumenta que Francisco de Asís y Teresa de Ávila son “histéricos innegables” con la capacidad de curar la histeria de otros. Charcot estaba absolutamente fascinado y perplejo por estas habilidades curativas. En otro texto, escrito junto con Paul Richer, Les demoniaques dans l’art (1887), Charcot y Richer diagnostican, retroactivamente, la posesión demoniaca como histeria. La asociación del misticismo con la histeria, particularmente el visionario y el de formas más somáticas (y más relacionadas con mujeres), se utilizó a principios del siglo xx (y más allá) para excluir la alteridad de una experiencia.3 La histérica, para Freud, es aquella que sufre síntomas corporales que no conoce y que el analista debe identificar. Lo que nos vuelve a llevar al problema del investigador capaz de develar la verdad naturalizada del investigado que sin embargo se empeña en sobrenaturalizarla y atribuir su agencia a dioses o demonios. El léxico corporal de la mística de los siglos xvi y xvii se produce cuando la frontera ya no se halla entre la naturaleza y la gracia, sino entre lo ordinario y lo extraordinario. Recordemos brevemente un itinerario. Naturaleza y gracia eran consideradas dos órdenes distintivos de la realidad, uno natural y otro sobrenatural. El régimen de lo ordinario sin embargo sólo conoce un orden de realidad que es el que se ve interrumpido por lo extraordinario. Lo ordinario se transforma en lo normal —en una genealogía que han rastreado cuidadosamente tanto Canguilhem como Foucault— en el periodo en que surgen la estadística y las políticas públicas de regularización de la población. Ahora bien, lo normal precisa de lo anormal frente a lo cual erigirse como tal. Lo anormal se disciplina y deviene así, lo patológico:4 “Ligada con su lenguaje corporal, la mística bordea o atraviesa la enfermedad, y tanto más cuanto en el siglo xix el carácter ‘extraordinario’ de la percepción se traduce, cada vez más por la ‘anormalidad’ de los fenómenos psicosomáticos” (Certeau, 2007: 353). La mística entra en el hospital psiquiátrico o en el museo etnográfico de lo maravilloso de esos otros (exóticos, ignorantes o supersticiosos) que no son como nosotros. El investigador opera en esta genealogía que no hace sino repetir, a través de la diferencia naturaleza/gracia, ordinario/extraordinario, normal/anormal, la cuestión espinosa de la alteridad. Lo que importa finalmente no es entonces “la evolución histórica” sino su vacilante e incesante reelaboración.
1Véase, sólo como ejemplo ilustrativo, Caroline Walker Bynum (1986: 399-439). Bynum confronta la lectura que Leo Steinberg hace de la sexualidad y la genitalidad de Cristo en el Renacimiento. Véase Leo Steinberg (1997), quien sostiene que la costumbre en las pinturas renacentistas de retratar los genitales del Niño Jesús tiene un serio propósito teológico que la modernidad ha consignado al olvido. Volveremos a la obra de Bynum posteriormente.
2La obra de referencia en este sentido es Henri de Lubac (2010).
3 Sobre la asociación entre la histeria y el misticismo femenino, véase Christina Mazzoni (1996). También Georges Didi-Huberman (2007).
4Puede consultarse Georges Canguilhem (1978), Michel Foucault (2006, 2001 y 2003). Para una lectura cuidadosa y ponderada de la relación Canguilhem-Foucault en relación con la norma y la normalización que problematiza y matiza la lectura de una hipótesis sólo constrictiva del segundo, véase Luca Paltrinieri (2012).
EL EQUÍVOCO
Nuestro enemigo está siempre con nosotros.
Orígenes, In Lucam Homilia
Las reflexiones sistemáticas modernas sobre los modos de definir la verdad y la legitimación de medios particulares para alcanzarla comienzan a mediados del siglo xvi con las polémicas que rodean los juicios por brujería.1 Los juicios de brujas, durante mucho tiempo competencia de los historiadores sociales, pueden parecer al principio alejados de la investigación filosófica de los siglos xvi y xvii que asociamos con el nombre de la “nueva epistemología”. Sin embargo, la distancia se pone en entredicho si contemplamos en la obsesión por la demonología una cuestión de intenso interés para la teoría política, médica y para la teología (tanto católica como protestante), en la que se dirimen asuntos de relevancia filosófica. Stuart Clark (2007 y 2011) advierte así que calibrar el poder de la ilusión ejercida por los demonios significa para muchos autores cuestionar la validez de la percepción humana. A lo largo del siglo xvi la vista es considerada el más noble de los sentidos, pero también el más vulnerable al error inducido por demonios. Cuando Descartes, en sus Meditationes de prima philosophia (1641), sienta las bases de la nueva epistemología, a pesar de las posibles distorsiones provocadas por una imaginación melancólica, o un demonio maligno, está evocando un problema que surge en la literatura demonológica: ¿cómo se puede estar seguro de que lo que vemos está, realmente, fuera de nosotros? La atención que Descartes presta a la óptica en su física mecanicista, particularmente su rechazo de la doctrina aristotélica de las formas sensibles o species, revela, aún más, cuán importante se vuelve este problema, a principios del siglo xvii, para determinar la confiabilidad de la percepción visual. La crisis escéptica del Renacimiento tardío, anunciada por la traducción de Charles Étienne de 1562 de Sextus Empiricus del griego al latín, se alimenta de una duda generalizada en la veracidad de la percepción visual; una duda que atisbamos expuesta en los mismos tratados de demonología. Éste es el aspecto que me interesa destacar. La relación entre la fe religiosa y el escepticismo, lejos de ser antitética, implica una complejidad que hay que dilucidar.
Efectivamente, en la teología tomista vigente entre los siglos xvi y xvii existe lo que Stuart Clark llama “una extraordinaria concesión epistemológica (y, de hecho, fisiológica)” (Clark, 2011: 3).La palabra griega διάβολος (diablo) está formada de διά (dia = a través de) y βάλλειν (ballein = tirar, arrojar) y expresa la idea de “arrojar mentiras”; el diablo es el “padre de la mentira” (Juan 8: 44). Satanás puede no ser capaz de hacer muchas cosas, pero al ser simulador, puede hacer parecer que las hace todas, incluso las visiones aparentemente divinas y los milagros.2 Tal es su control sobre el mundo natural, incluidos los procesos naturales de percepción y cognición humana, que puede crear “una apariencia” de la realidad o presentarse como imagen de Dios o “ángel de luz” (2 Corintios: 11-14). El diablo puede, por ejemplo, rodear a un hombre con un cuerpo hecho de aire para darle la apariencia de un lobo; sin embargo, falsa e ilusoria, esta apariencia fantasmal de una bestia tiene suficiente existencia material, suficiente realidad, por así decirlo, para ser percibida. O puede, como un malabarista que juega un truco de cartas, sustituir a un lobo por un hombre en un abrir y cerrar de ojos. En este caso, el efecto logrado por el juego de manos del diablo es el mismo: la ilusión de la metamorfosis. Cuando los seres angelicales se hacen visibles (y el demonio es un ser angelical, aunque caído) condensan grandes masas de aire para crear la forma de un cuerpo. Los cuerpos de los espíritus no son muy diferentes de las nubes en el cielo. Cuando miramos al cielo a menudo pensamos que algunas nubes parecen objetos, animales o caras. En otras palabras, las formas de las nubes nos recuerdan algo que ya conocemos (una cara o un perro, por ejemplo).