A Alejandro Araujo y Ángeles Eraña, amigos entrañables, por ser mis primeros lectores y por leerme con atención, inteligencia y generosidad.
A Marisela López, Alejandra Ramírez, Juana Castañeda, Marielotzin Oliva, Cuitláhuac Moreno, Alejandra Ocaña, Gustavo García, Javier Hernández (Chamuco), Javier Camargo y Víctor Márquez que, cerca o lejos, queriéndolo o sin querer, acompañaron la escritura de estas páginas.
A Fernanda Vázquez Vela, Luis Hernández y Sandra Rozental por la ayuda invaluable en el proceso editorial. A Luis le agradezco, además, el compromiso y la disposición a atender siempre cada obstáculo y contratiempo.
Este libro pudo escribirse gracias a los recursos otorgados por el Fondo de Ciencia Básica Conacyt 2014 que hizo posible diversas estancias en archivo y adquisiciones bibliográficas. Agradezco a la Biblioteca de la uam Cuajimalpa su colaboración y eficiencia. A los interlocutores que, a lo largo de los años y de manera insospechada, este proyecto encontró en el Tec de Monterrey; el Instituto de Investigaciones Históricas, el Instituto de Investigaciones Filosóficas y el Instituto de Investigaciones Filológicas de la unam. A las complicidades surgidas en el Instituto Nacional de Psiquiatría, el ciesas, el Colegio de Michoacán, el Instituto Nacional de Neurología y las aulas universitarias. A la exigencia y la inspiración que marcaron la existencia de los colectivos de humanidades Quadrivium y Cardumen para la universidad pública.
A todos ustedes y a los que no alcanzo a nombrar, pero llevo en mi corazón, gracias por ser la red que me sostiene cada vez que salto al vacío en un nuevo proyecto o aventura.
Gracias porque, cuando todo amenaza con volverse gris, hacen que el mundo cambie de piel y que aparezcan los colores de la serpiente emplumada.
INTRODUCCIÓN
Siguiendo a Victor Turner sugerí que, para los muedan, el brujo que se transforma en león no sólo simboliza al depredador peligroso y al protector real sino también una profunda ambivalencia acerca del funcionamiento del poder en el mundo social. El brujo león, como símbolo, expresa simultáneamente la idea de que el poder es necesario para producir y asegurar el bien común y ese poder constituye, sin embargo, una amenaza siempre presente para los miembros de la comunidad. Con esta conclusión turneriana terminé mi charla […] Siguió un largo silencio […] Finalmente Lázaro Mmala […] veterano de la guerrilla mozambiqueña […] se aclaró la garganta y dijo simplemente: “Andiliki, creo que no estás entendiendo”. “¿Cómo es eso?”, pregunté, tratando de ocultar mi ansiedad. “Los leones de los que hablas… —hizo una pausa, mirándome con seguridad—: Esos leones no son símbolos, son reales.”
Harry G. West, Ethnographic Sorcery
Según Robert Orsi, la modernidad se define por la ausencia:1 la ausencia de la presencia de lo divino, la ausencia de la fe en la presencia divina, la ausencia de realidades religiosas ontológicas independientes de los sujetos. La ausencia condiciona la forma en que interpretamos académicamente las visiones místicas y religiosas.2 Para Orsi los investigadores se acercan a ellas contemplándolas como recursos simbólicos que expresan necesidades sociales (como lo hace Harry G. West con la visión de los brujos leones en el epígrafe que abre este ensayo) o bien como supervivencias,3 es decir, como evidencia anacrónica de creencias ahora descartadas. Es cierto que los investigadores a menudo conceden que la visión mística o divina es real para quien la vive y señalan que sus sujetos de estudio consideran que lo que la produce (la Virgen, Dios, los demonios o los santos) es irreductible al conocimiento o a la imaginación humana. Sin embargo, no pueden plantearse la pregunta de qué significaría, para los supuestos metodológicos modernos que sustentan sus investigaciones, atribuir una fuerza ontológica independiente a esas entidades.
Las apariciones marianas […] deberían haber provocado una confrontación con los límites del conocimiento moderno. En cambio […] han sido efectivamente posicionadas, de manera que no supongan ningún riesgo […] dentro del marco de la historiografía moderna […] La modernidad occidental existe bajo el signo de la ausencia. El tiempo y el espacio se han vaciado de presencia. La ausencia se refuerza en el lenguaje […] y por un sensorium normativo […] en el que los dioses no pueden ser tocados, gustados, oídos o vistos. Drenada de experiencia, la experiencia religiosa se rehace en conformidad con las modernas nociones liberales de lo que “la religión” es: autónoma, un dominio distinto aparte de otras áreas de la vida, privado, en conformidad con las leyes causales de la naturaleza, razonable, interior —todas las cosas que las apariciones marianas […] no son. La historiografía sigue su ejemplo. Los historiadores han heredado una ontología en la que todos los eventos derivan su significado de lo social y están dirigidos por los privilegios modernos de la ausencia [Orsi, 2008: 13].
El problema para mí no es teológico, sino político y ético desde que se trata de si podemos dejarnos atravesar (intelectual y afectivamente) por las aseveraciones de nuestros sujetos de estudio que más nos alejan de nosotros mismos. El dejarse atravesar significa tomar en cuenta cómo afecto a mis sujetos con mi indagación “ilustrada”, cómo éstos me afectan, más allá o más acá de cualquier epojé,4 y qué sucede en esa interacción. A Orsi, asimismo, le interesa pensar “cómo lo real llega a serlo” y más allá de reivindicar que la visión religiosa es real para quien la vive y de preguntarse cómo estas presencias se vuelven “tan reales como las armas, las piedras y el pan, y cómo esto real actúa por sí mismo como un agente histórico en el mundo” (Orsi, 2007: 45) Orsi llama a resistirse a la interpretación moderna de la historia que favorece la genealogía de la secularización y la ausencia de lo divino, para acercarse a una comprensión ontológica de la presencia de lo sagrado5 que suponga la emergencia de su historia.
En las páginas que siguen presto particular atención al cristianismo moderno de los siglos xvi y xvii, y a textos en los que las personas afirman que ellos u otros a su alrededor pueden ver espíritus, santos, ángeles, demonios y, por supuesto, a Dios. El vínculo de la religión con las experiencias (revelaciones místicas, visiones, apariciones) que, desde la historia de la ausencia a la que se refiere Orsi, estamos acostumbrados a asociar con la alucinación, es un tópico recurrente en la clínica y en la historia de la psiquiatría: “Estas experiencias estuvieron integradas culturalmente y estaban semántica [y religiosamente] preñadas […] Que esta faceta de las alucinaciones se haya casi perdido es una consecuencia de su medicalización durante el siglo xviii” (Berrios, 2008: 63).
Étienne Esquirol (1772-1840), uno de los padres del alienismo, distingue “alucinación” de “ilusión”, presumiendo que todas las alucinaciones, independientemente de su modalidad sensorial, son simétricas y uniformes. Las ilusiones son para Esquirol errores de los sentidos, mientras que las alucinaciones son percepciones falsas, “en ausencia de objeto”, construidas íntegramente por la mente. En su observación sobre la alucinación, “si un hombre tiene la convicción de percibir realmente una sensación en la que no hay un objeto externo, se encuentra en estado alucinado: es un visionario” (Esquirol, 1838: 159). Vemos en la identificación esquiroliana entre el visionario y el alucinado la medicalización de una experiencia y la tesis de la ausencia a la que se refiere Orsi.
De acuerdo con esta tesis, la forma de contemplar la experiencia visionaria sin medicalizarla prácticamente ha desaparecido, algo que, como veremos, el mismo Orsi discute. Las investigaciones que han querido poner de manifiesto la integración cultural en contextos religiosos del “ver visiones”, bien se centran en la premodernidad (Kroll y Bachrach, 2005) o en el estudio antropológico en las sociedades contemporáneas de ciertos grupos religiosos minoritarios y marginales (Luhrmann, 2012), o investigan sociedades consideradas primitivas (West, 2007).
En mi exploración de sitios de manifestación de presencia en las ruinas de y en la agonía de una cultura, la obra de Michel de Certeau ha sido una constante fuente de inspiración. Quizá porque escribo no sobre, pero sí desde, un horizonte de desarraigo contemporáneo. En su investigación sobre los siglos xvi y xvii, Certeau traza caligrafías orales de invención en una época de crisis política y cultural y explora la posibilidad de transmisión, sobre