Según Certeau, la mística designa la invención de un espacio que desea manifestar la presencia de lo que, en tiempos de relativización y proliferación de narrativas alternas, ya no se manifiesta ni en la institución eclesial ni en la Escritura. Ese lugar de manifestación, habremos de verlo, será el sujeto (Certeau, 1993b: 11-40). Certeau escribe sobre las comunidades espirituales reunidas en torno a “modos de hablar ‘y’ estilos de hacer” en la noche de los cuerpos que ya no pueden encontrar orientación en los significantes de una tradición cultural establecida (Certeau, 1993b: 16). No se trata, como en la teología escolástica del Logos, de construir un conjunto coherente de enunciados sino de la emergencia de una ciencia experimental, instauración de un espacio en el que la presencia sagrada pueda aparecer. La mística de los siglos xvi y xvii porta la marca de violentos conflictos puesto que nos llega a través del canal de los procesos inquisitoriales, disciplinarios y judiciales. En el siglo xvii se agudiza la contradicción entre los principios sobrenaturales que postulan su funcionamiento y las normas epistemológicas en las que ella misma se bate y enuncia. Desde fuera, en el espacio público, la mística sigue siendo peligrosa o sólo ininteligible, pero en cualquier caso opaca. Si nada del exterior garantiza su verdad y su legitimidad, paradójicamente, la locura y la censura del exterior constituirán la garantía de su verdad. Hay que liberarse de la disyuntiva entre devoción y patología y formular la cuestión de un modo enteramente nuevo para dar con la pregunta acerca de cómo se vuelven reales las presencias visionarias.
Efectivamente, cualquier intento de aproximación inmediatamente se abre a preguntas ontológicas y epistemológicas, aunque elijamos ignorarlas. ¿Qué significa ver cuando ver parece complejizarse y se distingue entre visión corpórea, imaginaria e intelectual?7 ¿Qué significa decir que el objeto de cada una de estas visiones sea o no sea real? Hay que señalar que, tal como advierte Amy Hollywood, la distinción entre lo real y lo verdadero, entre aquello que un individuo ve realmente y lo que por lo tanto inexorablemente suele tomar como verdad, y lo que es verdad desde el punto de vista de un tercero, es una distinción que opera antes de la modernidad (Hollywood, 2016: 3). No todas las visiones se entendieron como una visión de Dios o de los demonios; a veces los autores consideraban que las personas inventaban historias para entretener y asombrar a los demás, y que, por supuesto, mentían, entonces podían contemplar al visionario como enfermo, engañado o loco.8
Como he señalado con anterioridad, el propósito que guía estas páginas es político y ético desde que se trata de si podemos dejarnos atravesar (intelectual y afectivamente) por las aseveraciones de nuestros sujetos de estudio que más nos alejan de nosotros mismos. ¿Es posible pensar seriamente en un mundo en el quepan muchos mundos? Esto importa no sólo porque, como señala Orsi, la presencia de los dioses, a pesar de la narrativa hegemónica de la modernidad, persiste en el mundo contemporáneo, sino porque vuelve ineludible voltear la mirada a las historias que nos contamos acerca de nosotros y de nosotros frente a otros. La mística de los siglos xvi y xvii nos proporciona un locus que permite contemplar simultáneamente el disciplinamiento que va a transformar la experiencia visionaria en alucinación y la producción de nuevas formas de manifestación de la presencia que ponen en entredicho la tesis de la ausencia. El archivo visionario que exploro privilegia así a los místicos que en el siglo xix servirán a los alienistas para clasificar las alucinaciones.9 Leerlos me permite atisbar cómo en su experiencia coexiste una interpretación psicológica que los hace sujetos modernos tout court y cómo, sin embargo, esa interpretación psicologizante, asumida por ellos, no los dirige a la tesis secular de la ausencia propia del alienismo o de la investigación académica.
Al elegir como subtítulo “Para una prehistoria de la alucinación”, sigo a Terence Cave (1999). Por “prehistoria” Cave entiende una práctica que atiende a la oscuridad de la historia. Mientras que la práctica tradicional de la disciplina tiende a construir grandes narrativas o mutaciones epistemológicas dramáticas, la prehistoria opta por permanecer más tiempo en la oscuridad, abandonar los relatos canónicos (“la historia”) y observar de cerca las señales pequeñas, distintas e inquietantes dentro de los textos: indicaciones de que algo está cambiando. Así, abre espacio a la contradicción y a los cabos sueltos. Esta “prehistoria”, entonces, no se ofrece como un relato de los orígenes de la alucinación (término que ni siquiera aparece en los textos que indagaremos), no es un relato de la sucesión visión-alucinación, sino, más bien, indica la coexistencia, y con ella las posibilidades, entre la presencia y la ausencia; entre la eclosión del fenómeno visionario como un fenómeno moderno y su creciente reducción, asimismo moderna, a lo marginal y lo patológico. A pesar de que Cave se distancia de Foucault y de que sólo sigo a Cave en lo que acabo de señalar, entiendo su prehistoria como lo que Foucault describe como problematización:
Para que un campo de acción, un comportamiento, entre en el campo del pensamiento, es necesario que cierto número de factores lo haya vuelto incierto […] pero éstos sólo juegan el papel de incitación. Pueden existir y ejercer una acción durante mucho tiempo antes de que haya problematización efectiva […] y ésta cuando interviene no toma una forma única que será el resultado directo o la expresión necesaria de estas dificultades; es una respuesta original y específica, a menudo multiforme, a veces incluso contradictoria en sus diferentes aspectos. [La problematización es] una respuesta a esas dificultades que son definidas mediante una situación o un contexto que valen como cuestión posible [Foucault,1999c: 360].
Creo que todo ensayo comienza con una pregunta que le sirve como faro e hilo, como marco de referencia y principio rector. Por vaga y absurda que pueda parecer, mi pregunta se dirige a cuestionar, cómo he señalado con anterioridad, qué significaría para los supuestos metodológicos modernos de nuestras investigaciones detenernos a considerar la fuerza ontológica de las presencias visionarias de las que hablan los sujetos de nuestras indagaciones académicas. Lo que sigue a continuación sólo es un ensayo de respuesta.
1Véase, por ejemplo, Orsi (2003, 2004, 2007, 2008, 2011 y 2012). Sobre los debates que la obra de Orsi ha suscitado puede consultarse: Amy Hollywood (2016), Thomas Kselman (2008), Stephen Prothero (2004) y Elizabeth A. Pritchard (2010). Mientras no se indique lo contrario las cursivas a lo largo del texto son mías.
2Se puede consultar al respecto: Charles Taylor (2014 y 2015) y Marcel Gauchet (2005); también Judith Butler, Jürgen Habermas, Charles Taylor y Cornell West (2011). Para un recuento muy distinto del secularismo que disputa algunas de las aseveraciones de Taylor o Gauchet, véase Talal Asad (2003) y Talal Asad, Wendy Brown y Judith Butler (2013).
3Supervivencia es un término acuñado por E. B. Tylor, padre de la antropología social, quien, en su obra de 1871, Primitive Culture, la definió así: “Se trata de procesos, costumbres, opiniones, etc., que la fuerza de la costumbre ha transportado a una situación de la sociedad distinta a aquella en que tuvieron hogar original y, de este modo, se mantienen como pruebas y ejemplos de la antigua situación cultural a partir de la cual ha evolucionado la nueva”. Para un uso poderoso de la noción de la supervivencia a partir de la obra de Aby Warburg, puede verse Georges Didi-Huberman (2009).