Pero al mismo tiempo algo en nosotros escapa (y resiste), de manera más o menos radical según los individuos y las épocas, a la subordinación. Oscilamos entre la condición del vasallo totalmente devoto y la del rebelde. En medio de ambos, la condición de ciudadano establece un modus vivendi entre el ser societal de tercer tipo y el ciudadano reconocido en sus derechos, pero que supera su egocentrismo en el ejercicio de sus deberes cívicos.
[…]
*- Edgar Morin. Fragmento tomado de La méthode, 2, La vie de la vie, Éditions du Seuil, París, 1980, pp. 248–250. Traducción de Gilberto Giménez.
1- Pido se me disculpe por esbozar tan sumariamente en las líneas siguientes el problema de la nación, cuando se trata, en realidad, de la mayor mancha y ceguera del pensamiento sociológico (que habla siempre de sociedad pero nunca de nación); del pensamiento histórico (que constata la nación pero no inquiere su principio), del pensamiento político (que reconoce la nación sin conocerla) y del pensamiento marxista (que primero desconoce pero luego reconoce la nación sin conocerla). Volveré necesariamente a este problema en el momento de tratar directamente el problema antroposocial, y no en el movimiento en espiral de esta reflexión sobre el tercer tipo de ser viviente.
COMUNIDADES IMAGINADAS (*)
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Desde la Segunda Guerra Mundial, toda revolución exitosa se ha definido a sí misma en términos nacionales —la República Popular de China, la República Socialista de Vietnam, etcétera— y de esta manera se ha cimentado firmemente en un espacio territorial y social heredado del pasado prerrevolucionario. A la inversa, el hecho de que la Unión Soviética comparta con el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte la rara distinción de eludir la nacionalidad en su propia denominación, sugiere que esto puede ser tanto el legado del Estado dinástico prenacional del siglo XIX como el signo precursor del orden internacional del siglo XXI. (1)
Eric Hobsbawm está en lo cierto cuando declara: “Los movimientos y estados marxistas han tendido a convertirse en nacionales, no sólo en cuanto a la forma sino también en cuanto a la sustancia, es decir, en nacionalistas. No hay nada que indique que esta tendencia no vaya a continuar”. (2)
Esta tendencia tampoco se limita al mundo socialista. Casi cada año las Naciones Unidas admiten nuevos miembros. Y muchas “viejas naciones”, ya totalmente consolidadas, se encuentran amenazadas dentro de sus propias fronteras por subnacionalismos que, naturalmente, sueñan con desprenderse algún día feliz de ese “sub”. La realidad es bastante simple: el “fin de la era del nacionalismo” por tanto tiempo profetizado, no está ni remotamente a la vista. En efecto, la nacionalidad (nation–ness) es el valor más universalmente legitimado en la vida política de nuestros días.
Pero si bien los hechos están claros, su explicación todavía sigue siendo objeto de una larga disputa. Nación, nacionalidad, nacionalismo: todos se han mostrado como conceptos difíciles de definir y, más aún, de analizar. En contraste con la inmensa influencia ejercida por el nacionalismo en el mundo moderno, es evidente que no existe una teoría suficientemente plausible acerca del mismo. Hugh Seton–Watson, autor del mejor y más completo texto escrito en inglés sobre el nacionalismo, y heredero de una vasta tradición de historiografía y ciencia social liberal, observa tristemente: “De esta manera he llegado a la conclusión de que no se puede divisar ninguna “definición científica” de nación; sin embargo, el fenómeno ha existido y existe”. (3)
Tom Nairn, autor de The Breakup of Britain (La desintegración de Gran Bretaña), y heredero de la seguramente menos vasta tradición de la historiografía y ciencia social marxista, observa cándidamente: “La teoría del nacionalismo representa el gran fracaso histórico del marxismo”. (4)
Pero incluso esta confesión es de alguna manera engañosa, en la medida en que puede interpretarse como si diera a entender el lamentable resultado de una larga y concienzuda búsqueda de claridad teórica. Sería más exacto afirmar que el nacionalismo ha resultado ser una incómoda anomalía para la teoría marxista y, precisamente por eso, ha sido generalmente eludido más que confrontado. ¿Se puede explicar de otra manera el fracaso del propio Marx en explicar el crucial pronombre posesivo en su memorable formulación de 1848: “Por supuesto, el proletariado de cada país debe ajustar cuentas ante todo con su propia burguesía nacional”? (5)
¿Se puede explicar de otro modo el uso por más de un siglo del concepto “burguesía nacional” sin serios intentos de justificar teóricamente la importancia del adjetivo “nacional”? ¿Por qué es teóricamente significativa esta calificación de la burguesía, siendo así que constituye una clase mundial en cuanto definida en términos de relaciones de producción?
El objetivo de este libro es ofrecer algunas sugerencias tentativas para una interpretación más satisfactoria de la “anomalía” del nacionalismo. Mi idea es que en lo concerniente a este tópico, tanto la teoría marxista como la liberal se han degastado en un tardío esfuerzo ptolemaico por “salvar las apariencias”, y se requiere urgentemente una reorientación de la perspectiva en un sentido, por así decirlo, copernicano. Mi punto de partida es que la nacionalidad o, si se prefiere, en vista de los múltiples significados de esta palabra, la nacion–alidad (nation–ness), lo mismo que el nacionalismo, son artefactos culturales de un tipo particular. Para entender esto adecuadamente, necesitamos considerar cuidadosamente cómo han llegado a la existencia histórica, en qué formas han cambiado sus significados a lo largo del tiempo y por qué provocan en nuestros días tan profunda legitimidad emocional.
Intentaré argumentar que la creación de estos artefactos hacia fines del siglo XVIII (6) fue resultado de la destilación espontánea de un complejo entrecruzamiento de fuerzas históricas discretas, pero que, una vez creados, se tornaron “modulares”, es decir, capaces de ser trasplantados, con diversos grados de autoconciencia, en una variedad de terrenos sociales para combinarse y ser combinados con una igualmente amplia variedad de constelaciones políticas e ideológicas. También intentaré demostrar por qué estos peculiares artefactos culturales han despertado adhesiones tan profundas.
Conceptos y definiciones
Antes de abordar las preguntas planteadas anteriormente, parece aconsejable considerar brevemente el concepto de “nación” y ofrecer una definición operativa. Los teóricos del nacionalismo se han sentido perplejos, por no decir irritados, frente a estas tres paradojas: 1) la modernidad objetiva de las naciones desde el punto de vista de los historiadores, versus su antigüedad subjetiva a los ojos de los nacionalistas; 2) la universalidad formal de la nacionalidad como concepto sociocultural —en el mundo moderno todos pueden, deben o habrán de “tener” una nacionalidad, del mismo modo que todos tienen un sexo—, versus la irremediable particularidad de sus manifestaciones concretas, de tal modo que la nacionalidad “griega”, por ejemplo, es sui generis por definición; 3) el poder “político” del nacionalismo versus su pobreza filosófica, e incluso su incoherencia. En otras palabras, a diferencia de otros “ismos”, el nacionalismo nunca ha generado sus propios grandes pensadores: ningún Hobbes, Tocqueville, Marx o Weber. Este “vacío” da lugar fácilmente a cierta condescendencia entre los intelectuales cosmopolitas y multilingües. Como Gertrude Stein frente a Oakland, se puede concluir rápidamente que no hay “ningún allá, allá”. Resulta característico que incluso un estudioso tan simpatizante del nacionalismo como Tom Nairn no pueda menos que escribir lo que sigue: “El ‘nacionalismo’ es la patología del desarrollo moderno de la historia, tan inevitable como la ‘neurosis’ en el individuo, que lleva anexa la misma ambigüedad esencial, con una capacidad incorporada similar de convertirse en demencia, arraigada en los dilemas que produce la incapacidad de enfrentarse al mundo (el equivalente del infantilismo para las sociedades) y en gran parte incurable”. (7)
Una parte de la dificultad radica