Impaciente, mira a sus compañeros de viaje, que van saliendo mientras se despiden. El falangista la mira, ella sonríe y decide levantarse para despedirse de él, tratando de que salga ya.
—Encantada de conocerle. Que tenga una buena estancia en Madrid.
—Igualmente para usted, que todo le vaya bien —y sonríe amigablemente.
—Eso espero, claro que sí.
Segundos, apenas segundos se enmarañan en el tiempo. Él con su maletín en la mano la mira y no sale. Ella parada frente a él, sin hacer nada. Una imagen helada. Manoli se vuelve hacia su equipaje y levanta las manos para tomarlo. Él espera. ¿Qué espera? ¿En realidad él siempre ha estado acechando, es este su minuto final?
«Pero yo la ayudo a bajarlo, no se apure, espere». «Muchas gracias, no se preocupe». «No faltaba más, ya está. Sí es verdad que pesa lo suyo. ¿Ha venido alguien a buscarla?». «No, nadie, me iré en un taxi». «¿Usted sola…?».
Sola sí, vete ya para poder salir. Sola, sola.
—No se preocupe entonces, yo la acompaño hasta el taxi. Mire, coja usted mi maletín que yo llevo su saco de viaje.
—No, no, por favor… Déjelo.
—No se hable más. No hay problema. Yo también voy a un taxi. Vamos, vamos.
Lo sigue por el pasillo del vagón como abierta en canal. Con su bolso y el maletín de él en la mano. Un buen maletín, que casi no pesa. Se estira la falda mientras camina, como si la tela pudiera protegerla. No puede pensar mientras lo sigue hasta la puerta del vagón, y desciende tras él, que le sonríe desde el andén mientras le tiende una mano. «Gracias de nuevo». «Vamos, pasamos el control y la acompaño al taxi».
Avanzan mientras ella trata de hacerse cargo de los efectivos allí dispuestos. No puede contarlos, le parecen cientos, miles de policías, solo ve policías alrededor, y muchachos vestidos de militares hasta que llegan al embudo del control. Un hombre mayor de civil se dirige al falangista con un gesto de su cabeza. «Buenas tardes, ¿qué pasa, inspector? ¿Sirviendo a la patria a estas horas?». «Ya ve». «¿Algo especial?». «Pues parece que llega una mujer con algún paquete de propaganda desde el norte». «¿Y saben quién es?». «Parece que tenemos una descripción aproximada. El comisario está en el control, ya le dirá».
La cola se ha ido estrechando y ya están a pocos pasos del control. A un paso. Nada que pensar, nada que hacer. Busca palabras en su cabeza que la ayuden, porque las palabras pueden saber de nosotros más de lo que nosotros sabemos de ellas. Palabras que la expliquen mientras observa a los tres policías que abordan uno a uno a cada pasajero, su documentación, el equipaje abierto en la mesita allí dispuesta, el cacheo en algún caso. Sin discreción, al contrario, ostentando ese poder. El mundo en sus manos. Busca palabras mientras sonríe, o cree que sonríe al falangista colocado a su lado, que es apenas un poco más alto que ella, que es más alta que la mayoría de las personas de la cola. Se estira pensando que desde arriba lo ve todo mejor, mientras sigue buscando palabras. Como Alicia en el libro, mojada y desconcertada rodeada de miniaturas. Como su madre Alicia, absuelta de sí misma.
Ya llegan. Se piensa enrojecida, se imagina con la expresión de la cara que delata, con el gesto que anticipa la peor suerte. Se siente en el fin. Sin palabras. Mantener la dignidad: pero la dignidad es un sentimiento frágil e inseguro, necesita señales y garantías, y no las tiene ¿Quién la salvará ahora, quién? ¿Y cómo? ¿O no hay salvación?
MADRID, 2019
Mantengo el teléfono frente a mí sin decidirme. Observo la pantalla iluminada. Una boca dentada. Una cueva. Un túnel. Por fin poso el dedo en cada número. Espero la respuesta. La voz se abre ante mí. Sostengo mi historia. Entre el balbuceo y la convicción. Apunto la cita, esta misma tarde.
Llego media hora antes de la hora fijada. Paseo alrededor del edificio. Le doy vuelta. Apoyo mi mirada en el blanco de su fachada. Blanco crudo, cuidado, dando volumen a sus adornos y sus formas redondeadas. A los miradores. La cerrajería negra. La puerta de hierro abierta de par en par como entrada de carruajes. Un edificio noble de una calle noble. El mejor sitio para una empresa de prestigio.
Llegan los agentes inmobiliarios. Un joven delgado, con un traje barato comprado en una gran superficie. Un traje que le está grande. Unos zapatos de punta negra gastados. Un portafolio de plástico azul en la mano. Una mujer algo más mayor, con ropa anodina y tacones altos. Maquillada apresuradamente, con desgana. La prisa que da levantarse rápido y poner su casa en marcha en las afueras. Luego llegar al centro de Madrid y trabajar en una inmobiliaria. Lacónico, me presento. Les acompaño por el portal inmenso tratando de acumular cada detalle. Como si cada detalle tuviera voz. Veo el mural informativo. Todos son empresas, ya nadie vive aquí. ¿Desde cuándo? Me conducen hasta el ascensor. Les sugiero subir las escaleras andando. Asciendo paso a paso, mirando el mármol del suelo y el pasamanos. Sosteniendo una conversación insustancial, hasta llegar al segundo. La puerta de madera de doble hoja bajo un arco redondo. La llave da vueltas y vueltas. El espacio se abre. Penetro tras ellos y me quedo parado. Rígido. De repente, dejo de distinguir lo que me explican. Sus voces se convierten en una música de fondo. Una música macabra.
El vestíbulo es inmenso. Paredes blancas. Impolutas. Suelos de madera recién barnizados. Luego se abren pasillos y estancias. Muchas habitaciones, salones. Ventanas a la calle principal. También al otro lado del edificio, a la calle Monte Esquinza. Recorro las piezas en estado de trance. Arropado por las voces que no me dicen nada. Cada cuarto blanco, con ventanas a las calles. Los pasillos entrecruzados. La antigua zona de servicio. Los baños que fueron celdas de tortura. El agujero del agua. Agujero. Agua. El salón del fondo se asoma al patio interior. Un gran patio. Pido abrir la ventana. Se abre y miro hacia fuera. El patio cubierto, una pérgola en buen estado. Regreso a un tiempo que no existe, a julio de 1939. Presencio cómo el doctor González Recatero, aquel joven amigo de mi padre, les dice con desprecio a sus carceleros: «No vais a seguir jugando conmigo». Y se tira en un gesto lento por la ventana de ese patio que yo ahora contemplo. Aplasta su cuerpo. Rompe el techo de aquella pérgola. Muere. Manda su ser hasta la nada. ¿Quién lo salva? Él se salva.
Cierran la ventana. Cuando saco el móvil para hacer fotos me dicen que no. Fotos no. Que su inmobiliaria me enviará. Vuelvo a internarme por cada estancia, seguido constantemente por ellos. Van conmigo. No me acompañan, me hostigan. Saco un metro y un cuaderno de mi bolso. Con amabilidad les comento que quiero medir. Apuntar algunas cosas. Entienden. Se quedan en uno de los salones centrales. Yo me aventuro solo por el piso.
Busco en mi móvil el anuncio. Calle Almagro, 36. Edificio exclusivo de oficinas en zona noble. Oficina muy luminosa. Superficie recién acondicionada. Ascensores. Conserje. Agua caliente. Aseos. Vistas privilegiadas. Luz natural. Techos altos. Calefacción. Aire acondicionado frío/calor. Transporte público. Estación de metro. Parada de autobús.
Mastico cada palabra y observo alrededor en la encrucijada de un pasillo blanco. Veo al menos dos habitaciones abiertas a mi mirada. Un baño de azulejos blancos y suelos en damero blanco y negro. Todo bien conservado. Reformado. Lo viejo parece nuevo.
Veo los cuerpos. Cuerpos. Cuerpos. Veo los cuerpos amontonados en los tres salones y en el vestíbulo. Las habitaciones como calabozos. Las otras estancias como salas de interrogatorio. Veo las cadenas que cuelgan de los radiadores de hierro con las que sujetan a la gente. Los cubos dispuestos junto a los váteres.