A la luz de la vocación al amor, tenemos que hablar y proponer una educación sexual integral, es decir, que incluya todos los diversos elementos que deben intervenir en la acción educativa, a saber: los elementos fisiológicos, psicológicos, pedagógicos, sociológicos, jurídicos, antropológicos, morales y religiosos.
Esta educación sexual integral tiene que evitar todo tipo de reduccionismo: el reduccionismo fisiológico, psicológico, moralizante, anticonceptivo y técnico-placentero.
El reduccionismo fisiológico consiste en creer que la educación sexual se agota en una clase de anatomía en la cual se traten solamente las cuestiones biológicas que hacen a la reproducción humana. El reduccionismo psicológico es el que mira la sexualidad exclusivamente desde el componente psíquico que termina por dar una visión del sexo meramente impulsiva y emotiva. El reduccionismo moralizante es aquel que cree que educa sexualmente dando normas que solamente indican lo que es moralmente incorrecto en el orden de la actuación sexual. El reduccionismo anticonceptivo es el que se les da a los adolescentes y jóvenes en orden a prevenir embarazos no deseados. El reduccionismo técnico-placentero consiste en enseñar una serie de técnicas sofisticadas para que cada uno pueda obtener, en la unión sexual, el máximo posible de placer para sí.
Pero, evitar todo tipo de reduccionismo en la educación sexual es insuficiente. Se hace necesario, sobre todo, dar una educación sexual integradora de todas las dimensiones que constituyen la sexualidad humana en la tarea de responder consciente y libremente a la vocación al amor.
Es decir, mostrar cómo se aprende a amar auténticamente cuando, en la misma tarea de amar, se van integrando paulatina y ordenadamente las dimensiones fisiológica-instintiva, afectiva, moral y espiritual de la sexualidad humana personal.
La vocación al amor exige que la educación sexual no sólo sea integral, sino que también sea gradual, es decir, adaptada a las diversas etapas y circunstancias de cada uno de los hijos, dando aquellas explicaciones y orientaciones que sean requeridas por el sujeto y transmitiéndolas según su real capacidad de comprensión y de asimilación. En esto se deberán evitar tanto un silencio pernicioso como una excesiva intervención que pretenda agotar el tema de una vez para siempre.
Por último, la vocación al amor tiene que llevar a distinguir cuidadosamente entre vergüenza y pudor. La sexualidad humana jamás puede ser motivo de vergüenza, ya que esto implicaría que sea una realidad en sí misma mala. La sexualidad humana es siempre una realidad personal en sí misma buena, que no es lo mismo que hacer de ella un uso malo del cual puedo y debo avergonzarme.
Pero la sexualidad humana exige el pudor, el cual protege aquello que es en sí mismo muy valioso y que puede ser despreciado y manoseado. El pudor consiste en proteger la propia intimidad espiritual y corporal, que sólo se entrega y confía cuando se tiene la garantía de que será tomada como objeto de amor y no de usufructo egoísta y agresivo. En este sentido, nuestra sexualidad y nuestros genitales no son objeto de vergüenza pero sí de pudor.
30 Juan Pablo II, Christifideles laici 34.
31 Familiaris consortio 11; el remarcado es mío.
32 Juan Pablo ii, Audiencia general, 16 de enero de 1980, L’Osservatore Romano, Edición Española, 20/1/1980, nº 1, pág. 3; el remarcado es mío.
33 Evangelium vitae 92.
34 Juan Pablo ii, Audiencia general, 9 de enero de 1980, L’Osservatore Romano, Edición Española, 13/1/1980, nº 2, pág. 3.
35 Gaudium et spes 50.
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