PRÓLOGO
La sexualidad ha sido algo de lo que, durante siglos, se habló ocultamente o en instancias chabacanas, con numerosas alusiones de diverso tipo a los órganos sexuales o a la función fisiológica. Hasta hace pocos años, la asignatura Anatomía no incluía ningún capítulo centrado en el aparato reproductor. Menos era esperable que la sexualidad fuera encarada de una manera global, no meramente genital, ni tampoco vinculada con el amor.
Tan sólo en la segunda mitad del siglo XX, ante la aparición de movimientos dedicados al matrimonio y la familia, el tema comenzó a ser tratado más abierta y seriamente. Sobre todo, cuando la píldora anticonceptiva cambió notoriamente la conducta sexual dentro y fuera del matrimonio.
Lamentablemente, como ocurre en muchos temas sociales, los vaivenes suelen llevar de un extremo a otro y en este aspecto no se ha logrado todavía el equilibrio. Ahora se habla mucho más del tema, pero no siempre con conocimiento, no siempre con intención educativa ni formativa ni siquiera con seriedad. El tema se bastardea en la radio, en la televisión, en el cine, en el teatro y también en los programas escolares que se imponen.
Por eso es tan importante la aparición de un trabajo como el presente, en el que su autor encara la cuestión con seriedad, con conocimiento y con intención formativa.
Ya su título vincula la sexualidad con el amor y con la educación. No es fácil que se conciba la genitalidad como parte de una sexualidad más amplia y justificada en el amor. Por ello se parte del amor como camino de redención, como vocación primordial, como donación y comunión que se hacen concretas en la unión conyugal y que requieren de un autodominio que libere del egoísmo, del hedonismo, de la agresividad. El autor va desgranando la necesidad de ese cultivo del autodominio, del pudor, la modestia, para adentrarse en el camino pedagógico que requiere, un camino gradual que lleve a crecer en el conocimiento y en la voluntad. Obviamente, con la orientación de la Madre y Maestra, son los padres los primeros educadores, mientras que la comunidad eclesial ejerce un papel subsidiario. Los padres y la comunidad necesitan una formación que dé lugar a un ‘catecumenado’ para el matrimonio y la familia, que ha de hacerse –como decía hace ya décadas el P. Pedro Richards– de manera remota, mediata e inmediata. Pero debe haber para ello instancias de asistencia –servicios de orientación familiar, escuelas con programas adecuados, grupos comunitarios de mutuo apoyo y formación, prevenciones respecto de los medios de comunicación.
Muy bien advierte, pues, el autor que para que esta educación sea posible deben darse ciertas condiciones: buena preparación de los agentes, métodos adecuados, respeto de ciertos principios en la intervención educativa y actuación en las diversas etapas del crecimiento y desarrollo personales.
No menos rica es la reflexión sobre los métodos para la educación, tanto para la vocación al matrimonio como para la vocación a la virginidad: el ejemplo de la propia vida conyugal de los padres, la enseñanza de caminos científico-filosóficos como la NAPRO tecnología, la atención a ciertos principios operativos, el diálogo constante y la necesidad de incorporar esta educación en la cultura general.
La experiencia del autor como sacerdote, consejero y docente enriquece el conocimiento teológico-psicológico-pastoral que forma parte del contenido de esta obra. La lectura atenta y detenida de ella será iluminadora y orientadora para la labor de padres, docentes, teóricos de la educación, instituciones eclesiales. Y hoy más que nunca, pues la situación social y los intereses que se mueven en ella atentan gravosamente contra estos sanos principios.
Pablo y Marcela CAVALLERO
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SÓLO EL AMOR REDIME AL HOMBRE1
El gran desafío que en todas las épocas de la historia tanto la Iglesia como la Humanidad en su conjunto tienen que afrontar es el de la educación de las nuevas generaciones, ya que, nunca se debe dar por supuesto que los niños, los adolescentes y los jóvenes se incorporan automáticamente al proceso de humanización de las generaciones precedentes.
A su vez, el proceso de humanización de los hombres y de la humanidad es una realidad viva llamada a crecer y a desarrollarse por medio del ejercicio de la libertad lúcida de cada nueva generación.
En este sentido, la educación de las nuevas generaciones no consiste simplemente en la transmisión de lo humano por parte de la generación precedente, sino también y además, en la recepción lúcida y creativa por parte de los niños, adolescentes y jóvenes quienes están llamados a profundizar y a enriquecer lo recibido.
“La relación educativa es un encuentro de libertades y (…) la misma educación cristiana es formación en la auténtica libertad. De hecho, no hay verdadera propuesta educativa que no conduzca, de modo respetuoso y amoroso, a una decisión, y precisamente la propuesta cristiana interpela a fondo la libertad, invitándola a la fe y a la conversión.”2
Si la educación de las nuevas generaciones es el gran desafío que toda generación humana tiene que afrontar en el proceso continuo y permanente de humanización del hombre en cuanto hombre, surge el interrogante esencial: ¿cuál es la realidad humana fundamental que permite al ser humano desarrollarse en cuanto hombre? ¿qué es aquello, sin lo cual, el hombre no podría tener un desarrollo propiamente humano, encontrar el sentido de su existencia y de su vida, encaminarse a una vida dichosa, bienaventurada, feliz?
“El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente”.3
La realidad humana fundamental gracias a la cual cada hombre y todos los hombres pueden crecer en su auto-comprensión y encontrar y realizar el sentido de sus vidas es el amor. El hombre no puede vivir sin amor.
De aquí se sigue que toda la obra educativa o formativa de las nuevas generaciones tiene que estar centrada en el amor: educar es enseñar a amar.
Esto no quita valor a todas las demás realidades humanas que forman parte de la existencia y de la vida de los hombres −las ciencias, las artes, la técnica− y que pertenecen al gran proceso de humanización del hombre y de la educación de las nuevas generaciones, ni es una visión reduccionista o romántica de la educación como camino y proceso de humanización.
Muy por el contrario, es descubrir el alma, el núcleo fundamental, aquello que es lo esencial, sin lo cual todo lo demás se suele constituir en instrumentos de deshumanización y de sinsentido en las manos de hombres que no saben amar y ser amados.
“Aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y de los ángeles, si no tengo amor, soy como una campana que resuena o un platillo que retiñe. Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada. Aunque repartiera todos mis bienes para alimentar a los pobres y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, no me sirve para nada.” (1Cor 13, 1-3)
Si bien Pablo no menciona las distintas realidades humanas que son bienes para los hombres, como las ciencias, las artes y la técnica, afirma claramente la centralidad del amor en la existencia humana.
El fundamento de esta centralidad se encuentra en la realidad que “el hombre es creado a imagen de Dios, y Dios mismo es Amor. Por eso, la vocación al amor es lo que hace que el hombre sea la auténtica imagen de Dios: es semejante a Dios en la medida en que ama.”4
¿Dónde y cómo podemos ser educados y educar para amar? Sin duda que no es en los libros ni en un curso académico. Solo podemos ser educados y educar para amar en las relaciones