Hablar de la “cultura de la violación” implica hablar de un conjunto de creencias que promueven y legitiman la violencia sexual contra las mujeres10. Poner el foco en la cultura supone encuadrar la violencia sexual como una cuestión estructural, por lo tanto, colectiva y no como un problema individual y privado. Al mismo tiempo, implica examinar cuáles son los imaginarios culturales que nutren esa legitimación cultural y social de la violencia. Nos referimos aquí a las representaciones culturales (textos escritos, imágenes en pinturas, teatro, etc.) que exponen y reproducen los valores sociales patriarcales y los legitiman al presentarlos como creaciones culturales. Resulta especialmente relevante observar cómo la violencia sexual aparece en significativas manifestaciones culturales con respecto a la fundación de la comunidad política, mostrándonos el significado plena y radicalmente político de dicha violencia (Lara, 2021, p. 99-102). Esto se evidencia, por ejemplo, en el mito grecolatino del rapto de las Sabinas. Rómulo y sus hombres, ante la escasez de mujeres en la recién fundada Roma, raptaron a las mujeres de los Sabinos para la reproducción de la ciudad11. La violación colectiva juega un papel político fundamental, condición sine qua non, de la misma fundación política. En otro contexto de fundación patriarcal, María Pía Lara señala —siguiendo a Octavio Paz— cómo la figura de La Malinche12 representa la conquista de México a través de la violación (2021, p. 115). En ambos casos, el dominio violento sobre las mujeres se muestra como parte del pacto entre varones para crear y mantener el poder político. En este sentido, Celia Amorós habla de los “pactos patriarcales juramentados” como un componente fundamental del patriarcado, donde se expresa la violencia. Las mujeres, como objeto transaccional de los pactos entre varones, cumplen aquí una función especial en los rituales de confraternización de los pares, al tiempo que se exacerba la misoginia patriarcal como violencia (1990, p. 12).
C. LA POLÍTICA SEXUAL REVISITADA
Como venimos apuntando, las violencias contra las mujeres se han entendido tradicionalmente como un asunto “privado”, no como una cuestión política. Incluso cuando esta violencia es una violencia masiva, como es el caso del feminicidio o de la violencia en las guerras, sigue pesando la interpretación de “violencia privada”, no como un fenómeno político. Tan solo desde hace unas pocas décadas la violencia sexual se ha considerado jurídicamente un crimen contra la humanidad, en los Tribunales Penales Internacionales de Ruanda y Yugoslavia (Sánchez, 2021). En consecuencia, es pertinente identificar cuáles son las posibles causas, de modo que nos permitan explicar las dificultades a la hora de hacer visibles las violencias políticas contra las mujeres. En primer lugar, la idea de la “privatización” de la violencia se ha extendido a todo tipo de violencia contra las mujeres, invisibilizando el carácter político de estas. El único uso aceptado de “violencia política” relacionado con el género, de una “violencia política contra las mujeres”, tiene lugar en el caso de mujeres que ostentan cargos políticos —diputadas, altos cargos, etc.— que son acosadas o violentadas en razón al cargo que ocupan. Dicho en otros términos, se trata de la violencia que sufren como representantes políticas (Bardall, Bjarnegård y Piscopo, 2019).
Sin embargo, nos podemos hacer la pregunta sobre si, entonces, las violencias masivas contra las mujeres que no entran dentro de ese supuesto no son políticas. Si reservamos el adjetivo “político” al espacio formal de la política (parlamentos, gobiernos, alcaldías, etc.), como hace la literatura académica, volvemos a “privatizar” las violencias contra las mujeres restándoles su significado de dominio violento. En la terminología académica sobre la violencia política (Braud, 2006), se califica como “política” aquella violencia ejercida por el Estado o los gobiernos, o bien aquella que tiene un motivo político. Los ejemplos al uso de violencia política son la revolución, el golpe de estado, la guerrilla, la tortura, el genocidio o la guerra. También se entiende en función de quién la ejerce: agentes estatales o paraestatales. En gran medida, se identifica con una violencia colectiva: “[…] según dicha definición, excluye la acción puramente individual, los daños no materiales, los accidentes y los efectos indirectos o a largo plazo de procesos dañinos como el vertido de desechos tóxicos, aunque incluye una amplia gama de interacciones sociales” (Tilly, 2003, p. 4). Sin embargo, entre esas interacciones sociales, las relaciones entre los sexos no suelen contemplarse. De este modo, debemos acudir a otros marcos explicativos para analizar el relevante componente de violencia (política), que se da en las relaciones entre hombres y mujeres, amparados en la impunidad de los imaginarios culturales aceptados.
En el debate feminista de los años 70 y 80, acerca del carácter de la violación, se insistió en el carácter político de la misma. De esa manera, para Susan Brownmiller, la violación es un fenómeno político, basado en una motivación política de dominación. Las funciones de la violación se insertan en el mantenimiento del sistema patriarcal, asegurar la necesidad de la protección de las mujeres por parte de los varones y ser piezas de un intercambio entre ellos. La violación es “un acto de degradación y posesión violento, deliberado y hostil, con el propósito de intimidar e inspirar miedo” (Brownmiller, 1975, p. 376). Con ello, se afianza la idea de la violencia como un factor determinante en el ejercicio del poder patriarcal.
Sin embargo, esa identificación de la violencia sexual con el poder estaba lejos de ser un terreno no disputado dentro de la teoría feminista. Si mantenemos que la violencia sexual es un acto —performativo— de poder patriarcal, entonces ¿qué papel ocupa el sexo en ello?, ¿por qué se produce una sexualización de la violencia masiva contra las mujeres en escenarios de conflicto armado? Merece la pena que nos detengamos en las distintas respuestas, por su significado relevante para el tema que nos ocupa, analizando distintas posturas dentro de un debate que sigue estando presente en la teoría feminista contemporánea.
Aunque autoras como Brownmiller y otras, mantienen esa identificación de la violencia sexual con lo político, Rita Segato es una de las autoras más relevantes en la actualidad que afirman el carácter político y no sexual de este tipo de violencia13. Podríamos resumir su postura diciendo “no es sexo, es política, es dominación”. Con ello, se marca un claro intento por sustraer la violencia del terreno de la privacidad, de la consideración del sexo como algo que pertenece a la esfera íntima y, por lo tanto, despojado de un sentido político o sistémico. “Mi explicación no es libidinal, es política”, afirma Segato (2018a, p. 76). No hay una motivación sexual en ello, en las “nuevas guerras” se persigue “la destrucción moral del enemigo mediante la profanación del cuerpo de las mujeres” (Segato, 2018b, p. 224). Como señala Joanna Bourke en su estudio sobre la violación, es comprensible la insistencia en esta tesis, toda vez que rechaza los argumentos individualistas y sicopatológicos que refuerzan los estereotipos de género que, precisamente, se pretendían desechar (Bourke, 2007). Adicionalmente, insistir en el carácter sexual comportaría poner la violación del lado de las emociones, de las pasiones y, por consiguiente, del “crimen pasional”, volviendo a situar la violencia sexual en el terreno de la privacidad del cual se había pretendido sacar.
No obstante, otras autoras como Catherine MacKinnon o Joanna Bourke resaltan precisamente el carácter sexual de la violación. MacKinnon, especialmente, defiende esta tesis y plantea varios aspectos. En primer lugar, no tener en cuenta la sexualidad en la violación —entendida como sexualidad violenta— desdibuja el mismo acto. Así, en oposición a Brownmiller, señala lo siguiente:
La violación en circunstancias normales, en la vida diaria, en las relaciones corrientes, cometidas por los hombres sólo como hombres, apenas se menciona. Las mujeres son violadas por las armas, la edad, la supremacía blanca, el Estado y sólo derivativamente, por el pene. (1995, p. 309).
En segundo lugar, cabe preguntarse: si la violación en conflictos armados tiene un propósito estratégico de destrucción del enemigo, ¿por qué no recurrir directamente a la masacre de este?, ¿por qué utilizar la violencia sexual? La respuesta aquí nos conduce ineludiblemente a la misma semántica de la violencia sexual: porque es un acto cargado de significado patriarcal, un mensaje de varón a varón (o de grupo de varones a otro grupo de varones), transmitido a través del cuerpo de las mujeres. Ese