Por último, la violencia sexual conlleva una securitización al interior de las comunidades que implica una merma de los derechos de las mujeres, en términos de movilidad, educación o empleo, bajo el argumento de su protección y salvaguarda frente a la violencia. Esto conduce al desarrollo de “mecanismos de supervivencia negativos y perjudiciales, como el matrimonio infantil” (S/2018/250, p. 6).
El informe del 2020, coincidente con la pandemia mundial sanitaria creada por la covid-19, señala importantes retrocesos, ya que ha supuesto un aumento de la violencia de género en todo el mundo:
La pandemia actual es una crisis que tiene género […]. El Consejo de seguridad de Naciones Unidas reconoció en su resolución 2532, del 2020, que el conflicto podía exacerbar los efectos de la pandemia, y pidió medidas concretas para reducir al mínimo el desproporcionado efecto negativo que la pandemia tenía en las mujeres y las niñas. (S/2021/312, p. 2).
Los confinamientos en los hogares, los toques de queda y el cierre de fronteras se han traducido en muchos contextos en un aumento de la militarización de las calles, en detenciones arbitrarias y en un mayor acoso y violencia contra las mujeres por parte de las fuerzas armadas, bajo un manto de impunidad provocado por la pandemia. Igualmente, los confinamientos han dificultado la posibilidad de denuncias, de transporte y de acceso a los servicios de salud sexual y reproductiva, así como de acompañamiento a las víctimas en general. La impunidad de las agresiones ha aumentado ante la ausencia de control por un lado y de priorización de la pandemia, por otro, produciéndose un retroceso en medidas que se habían logrado. De otro lado, por parte de las víctimas, ante la disminución de recursos y las dificultades económicas, se ha producido un aumento en la activación de mecanismos de supervivencia, los cuales las conducen a la prostitución y al matrimonio infantil.
Como hemos expuesto, la violencia sexual se inscribe dentro de un marco político, dentro de una política sexual. Sin embargo, sería erróneo pensar que esa política sexual se produce únicamente en escenarios de conflicto. Del mismo modo que, como vimos, la tesis del continuum de la violencia es central en la explicación de la conexión entre sus distintas manifestaciones en la vida cotidiana y las experiencias de las mujeres; la teoría feminista ha puesto también de manifiesto el continuum entre la guerra y la paz en términos de violencia contra las mujeres. Así, la violencia contra estas no es algo que irrumpa o se muestre exclusivamente en el momento del conflicto. Se debe comprender como un proceso donde intervienen diversos factores como la progresiva militarización del territorio, las desigualdades económicas, sociales y de género, y la escasa participación de las mujeres en la vida política del país (Cockburn, 2004). En el complejo proceso que transcurre desde el preconflicto al conflicto y, finalmente, al posconflicto, nos encontramos con la aparición de violaciones oportunistas, violencia sexual como arma de guerra o violencia sexual cometida por fuerzas de paz, entre otras manifestaciones20. No se trata, por lo tanto, de una erupción inesperada de la violencia sexual en escenarios de conflicto, sino que esta, entendida como proceso, se ha ido fraguando en momentos anteriores. La idea de proceso también está muy presente en los estudios sobre genocidios cuando se señala que no surgen de la noche a la mañana, sino que se inscriben en imaginarios violentos previos los cuales pavimentan la senda de la violencia21. En consecuencia, podemos decir, teniendo en mente a Galtung, que la violencia masiva contra las mujeres implica previamente unos estereotipos y una “cultura de la violación”, los cuales allanan el camino hacia la violencia física.
La violencia contra las mujeres no termina con el fin declarado del conflicto, con la firma de los tratados de paz. Los marcos culturales que posibilitan esa violencia siguen vigentes y, al mismo tiempo, en el posconflicto, persiste la existencia de armas en las calles, de excombatientes, la militarización de la vida cotidiana, la supervivencia económica extrema y los altos niveles de letalidad (Cohn, 2013, p. 21). Todo ello, sin duda, no facilita la implantación de un régimen político y social de igualdad entre hombres y mujeres. Para autoras como Catherine MacKinnon, ese continuum nos habla de “la guerra diaria que sufren las mujeres” (2006, p. 144), donde en realidad no hay tal paz, sino, en el mejor de los casos, lo que podríamos denominar un permanente estado interbellum.
Cynthia Cockburn sostiene la necesidad de analizar el funcionamiento del género como una relación de poder que crea distintas dinámicas de poder y, en ese sentido, esas dinámicas están presentes tanto en la guerra como en la paz:
[…] el género vincula la violencia en diferentes puntos en una escala que va desde lo personal a lo internacional, desde el hogar y los callejones hasta las maniobras de la columna de tanques y la salida del bombardero furtivo: palizas y violación conyugal, confinamiento, asesinatos por honor y mutilación genital en tiempos de paz; violación militar, secuestro, prostitución y tortura sexualizada en la guerra. (2004, p. 43).
El género —entendido como relaciones de poder— constituye ese hilo conductor en el cual transcurre la violencia. Esta tesis, muy seguida en los análisis de la teoría feminista (MacKinnon, 2014 y 2006; Cockburn, 2004; y Davies y True, 2015), ofrece la ventaja de comprender la violencia como un proceso, y por lo tanto, permite establecer indicadores previos de “alerta temprana”, dada la continuidad de la violencia22.
Por otro lado, el continuum de la violencia también sustenta la idea de que en la guerra (igual que en la paz) la esfera pública y la privada no son vistas como mundos separados, sino como áreas de influencia entrecruzadas, donde, muy especialmente, lo personal se muestra como violento. En este último aspecto, es significativamente relevante el análisis de Rita Segato sobre la territorialización de los cuerpos en las nuevas guerras. Los cuerpos son ahora los nuevos territorios que conquistar mediante la violación, la tortura, el desplazamiento o la muerte. Bajo esta concepción se produce una especial significación territorial de la corporalidad femenina (Segato, 2018b).
El continuum entre la guerra y la paz efectivamente pone el acento en la causa sustentadora común de las violencias contra las mujeres: el dominio, en términos de una política sexual, como hemos visto. No obstante, tanto las manifestaciones de esa violencia —en toda su diversidad— como el propósito concreto presentan variaciones que no podemos dejar de atender. De esta manera, nos encontramos con violaciones genocidas con un propósito instrumental claro, pero también con violaciones oportunistas más próximas a la violencia sexual en tiempos de paz. Por otra parte, si bien se subraya que, en muchas ocasiones, la violencia sexual en las guerras se presenta como una violencia colectiva, perpetrada como gang rape; no es menos cierto que también, en escenarios de paz, hay un aumento de las violaciones colectivas, cometidas por “manadas”23. Podríamos incluso decir que hay una cierta “contaminación” de las características de la violencia sexual en guerras con “un aumento de la crueldad” (Segato, 2018a), en la violencia sexual cometida en escenarios pacíficos24. Es ese espacio “entre” la guerra y la paz, como espacio intersticial, donde podemos observar cómo confluyen dinámicas de género muy similares que conllevan el dominio violento del cuerpo de las mujeres.
Sin embargo, si bien la tesis del continuum de la violencia explica su sustrato común, también requiere matices, tal y como señalan algunas autoras. En este sentido, resulta imprescindible acudir a los testimonios de las víctimas y analizar qué supone para ellas la violencia, pues el impacto sobre la vida de las mujeres puede diferenciarse:
Lo que la teoría reconstruye conceptualmente como un continuo puede no corresponder a las impactantes y traumáticas experiencias de violencia de las víctimas en los conflictos y en situaciones de represión. Ésta es la experiencia contrastada de muchas víctimas de violaciones masivas, esclavitud sexual o mutilación sexual, incluso cuando las vidas ordinarias de estas mujeres incorporaban componentes significativos de duro control masculino, crueldad física, coerción, agresión sexual y silenciamiento.