Lenin y el partido totalitario
El paso de la idea de la sociedad total de Marx a su realización bajo Lenin, Stalin, Mao y tantos otros dictadores comunistas requirió siempre de un paso intermedio de importancia vital: la creación del partido totalitario, plasmación anticipada de la utopía de la sociedad total, con su hombre-colectivo u hombre-partido ya realizado. Ese fue el gran aporte de Lenin al marxismo revolucionario, crear una organización de revolucionarios profesionales, cuadros bien formados, probados y entregados en plenitud a la causa, es decir, al partido. Ya en el primer número de su periódico Iskra (“La Chispa”), publicado el 1 de diciembre de 1900, decía Lenin: “Hay que preparar hombres que no consagren a la revolución sus tardes libres, sino toda su vida” (Lenin 1981: 396).
Los principios organizativos del partido revolucionario fueron desarrollados por Lenin en el ¿Qué hacer? (1902), obra clave de aquella ortodoxia marxista-leninista a la que con el tiempo se plegará el Partido Comunista chileno. Recordemos por ello algo de ese texto célebre10.
El principio fundamental que define la lógica de la organización comunista bajo las condiciones rusas, pero que luego se transformará en el principio organizativo general de los movimientos comunistas, es definido por Lenin de la siguiente manera:
“El único principio de organización serio a que deben atenerse los dirigentes de nuestro movimiento ha de ser el siguiente: la más severa discreción conspirativa, la más rigurosa selección de afiliados y la preparación de revolucionarios profesionales. Si se cuenta con estas cualidades, está asegurado algo mucho más importante que la “democracia”, a saber: la plena confianza mutua, propia de camaradas, entre los revolucionarios (...) ¡y la “democracia”, la verdadera democracia, no la de juguete, va implícita, como la parte en el todo, en este concepto de camaradería!” (Lenin 1981b: 148-149)
Esta concepción de la camaradería como forma superior y verdadera de la democracia partidaria es característica de todos los movimientos totalitarios, con independencia de su raigambre ideológica. El fascismo y el nazismo desarrollarán un verdadero culto a la camaradería, que no será inferior al que caracterizará al movimiento comunista. Esta idea exaltada de la camaradería denota, a su vez, la esencia más profunda de la aspiración totalitaria: el deseo de pertenencia absoluta a algo superior, la entrega completa del individuo al colectivo, a la única familia, lealtad y amor que puede dar un sentido total de pertenencia e identidad frente al cual todo lo demás deja de tener valor.
Cuando las condiciones lo permiten, como ha ocurrido durante largos períodos en el caso del Partido Comunista chileno, se agrega al núcleo del partido, es decir, a sus cuadros o revolucionarios profesionales, una periferia de activistas y miembros comunes del partido, así como un entorno de organizaciones dependientes o aliadas. Pero es clave señalar que esto no modifica, ni debe modificar, la esencia misma del partido leninista: el núcleo de profesionales de la revolución que le da estabilidad y forma la espina dorsal del mismo.
Bajo situaciones más democráticas, la solidez del núcleo de profesionales de la revolución es, según Lenin, aún más importante, puesto que entonces se amplía la organización revolucionaria pudiendo llegar a incluir “elementos” de poca solidez ideológica y no tan confiables como los militantes profesionales fogueados por largas luchas revolucionarias y seleccionados por la misma dureza de la lucha clandestina:
“Pues bien, yo afirmo: 1) que no puede haber un movimiento revolucionario sólido sin una organización de dirigentes estable que asegure la continuidad; 2) que cuanto más extensa sea la masa que se incorpore espontáneamente a la lucha “y que constituye la base del movimiento y participa en él”, tanto más imperiosa será la necesidad de semejante organización y tanto más sólida deberá ser ésta; 3) que dicha organización debe estar formada por hombres que hagan de las actividades revolucionarias su profesión.” (Lenin 1981b: 131)
Ahora bien, la pieza clave de todo el plan organizativo de Lenin es “el revolucionario profesional”. Ese es el eslabón del cual depende la fuerza de la cadena partidaria. Al respecto, Lenin no deja duda alguna sobre su propósito:
“La organización de los revolucionarios debe agrupar, ante todo y sobre todo, a personas cuya profesión sea la actividad revolucionaria (...) hombres dedicados de manera especial y por entero a la acción socialdemócrata.” (Lenin 1981b: 118 y 133)
Esta entrega total del individuo al colectivo fue realizada de manera voluntaria y apasionada por el militante del partido leninista, el hombre-partido que vive por y para el partido, que encuentra su identidad e incluso su sustento material a través de él. Uno de los teóricos leninistas más brillantes, el filósofo húngaro György Lukács, afirmó ya en 1922, en uno de los ensayos que componen su célebre obra Historia y conciencia de clase, que “la absorción incondicional de la personalidad total de cada miembro en la práctica del movimiento es el único camino viable hacia la realización de la libertad auténtica” (Lukács 1969: 334). Estas son palabras dignas de ser meditadas un par de veces: la “libertad auténtica” es, tal como Marx había dicho en sus escritos de juventud, la negación del individuo como tal.
Eso era lo esencial para Lenin y lo que de él aprenderán sus herederos políticos: poder contar con la completa dedicación de “hombres-partido”, personas que llegan a ser, como lo expresaría Jan Valtin (2008: 583) en su célebre autobiografía, “un pedazo del partido”. Esos hombres para los cuales “el partido se transforma en familia, escuela, iglesia, albergue”, para expresarlo con las palabras del escritor italiano y ex militante comunista Ignazio Silone (Koestler 2001: 99). Creyentes selectos que se sienten parte de lo que Stalin en su momento definiría como “una especie de orden militar-religiosa” (Montefiore 2003: 88). Militantes, en fin, que puedan decir del partido, con el Neruda del Canto General: “Me has hecho indestructible porque contigo no termino en mí mismo”.
Para imponerle este ideal de ser humano colectivizado al conjunto de la sociedad se ha requerido, independientemente del país de que se trate y de las condiciones imperantes, de una coacción y un control inauditos. Esto es lo que ha hecho de la utopía misma de Marx la fuerza motriz y la esencia de los totalitarismos que se desarrollarán en el futuro invocando su nombre. En Rusia, y en tantos otros sitios, los hombres fueron “totalizados” contra su voluntad, se arrasó a sangre y fuego toda existencia fuera del colectivo definido y controlado por el Partido-Estado. Se creó así aquello que Hannah Arendt (2006) definía como el fundamento mismo del totalitarismo: una sociedad de individuos aislados y sin relaciones sociales normales, que se ven enfrentados a un poder que los envuelve y les confiere la única vida social e identidad que se les permite tener. Se harán así realidad las palabras ya antes citadas de Hegel y los seres humanos terminarán debiéndole todo cuanto son al Estado.
Formas de lucha y moral comunista
La herencia leninista tiene, además, un componente central en lo referente a las formas de lucha legítimas para los comunistas y a la moral que debe caracterizar su praxis política. Se trata de aspectos clave para entender las formas de actuar de los comunistas marxista-leninistas, ya sean estos rusos, chinos, cubanos o chilenos, de ayer o de hoy.
La visión de Lenin acerca de la acción revolucionaria y las formas adecuadas de lucha está profundamente influenciada por la experiencia de las organizaciones de los así llamados “populistas”, que eran jóvenes de familias por lo general acomodadas absolutamente entregados a la revolución que desplegaron sus acciones más espectaculares en la Rusia de los años 1870 y 188011. Para muchas organizaciones populistas la violencia, incluidos los atentados terroristas que las harían célebres, era un arma no solo plenamente justificada sino de uso habitual. Su momento culminante fue el asesinato del zar Alejandro II en marzo de 1881 en la capital del imperio ruso, San Petersburgo, en el lugar donde hoy se levanta la imponente Iglesia del Salvador sobre la Sangre Derramada. En otros términos, todas las formas de lucha eran consideradas