La lista es muy larga y comienza con una temprana identificación con la dictadura soviética implantada por Lenin en Rusia, que representará, por más de siete décadas, un ideal de sociedad para los comunistas chilenos. Esa identificación los llevará a una dilatada complicidad con un régimen de terror que hará de la falta absoluta de libertad y la violación sistemática de los derechos humanos una práctica cotidiana. Las víctimas, entre las cuales también se cuentan decenas de miles de comunistas disidentes o simplemente sindicados como tales por la paranoia criminal de Stalin, sumarán millones. Esta complicidad se extenderá también a hechos tan gravosos como el pacto de la vergüenza firmado en agosto de 1939 entre la Unión Soviética y la Alemania nazi; las invasiones fraternales de Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968 por las tropas soviéticas; la invasión de Afganistán a finales de los años 70, que conduciría a una de las guerras imperialistas más siniestras que se conocen; y el golpe militar del general Jaruzelski en Polonia en 1981 a fin de reprimir a los trabajadores que se alzaban contra la dictadura comunista que los gobernaba.
Todo ello y mucho más fue aplaudido entusiastamente por los comunistas chilenos que, además y sin la menor ambigüedad, se pusieron del lado de las dictaduras que impuso la Unión Soviética en Europa del Este. Y cuando cayó el Muro de Berlín y se hundió el régimen soviético, siguieron apoyando a las pocas dictaduras amigas que les quedaban, como las de Cuba, Corea del Norte, Vietnam, Venezuela y Nicaragua.
Por eso es que resulta tan chocante leer declaraciones como las formuladas por el actual secretario general del PCCh, Lautaro Carmona, afirmando que desde su fundación en 1912 “la política del Partido Comunista se consagra en la lucha por las causas democráticas más nobles y libertarias" (Carmona 2020). Nada podría estar más lejos de la verdad.
Frente a un historial de complicidades tan poco edificante, los comunistas acostumbran a replicar que en Chile el partido siempre ha actuado ciñéndose a las reglas democráticas y que, por lo tanto, cualquier juicio sobre su credibilidad democrática debe atenerse a esa evidencia. Sin embargo, esta respuesta, más allá del dudoso grado de veracidad histórica de la misma, elude lo principal. La cuestión decisiva, en especial considerando la posibilidad de que uno de sus militantes llegue a ser presidente, no es lo que el partido hizo o dejó de hacer mientras no detentaba el poder, sino lo que hubiese hecho de haberlo conquistado y haber tenido la posibilidad de realizar sus ideales en plenitud.
Es evidente que se requeriría una dosis extremadamente alta de hipocresía para negar que en ese caso se hubiese implantado una sociedad al estilo soviético, es decir, similar a la de aquel país que el partido consideraba un ejemplo luminoso de progreso en todos los ámbitos de la experiencia humana. Se trata, por tanto, no solo de una complicidad, sino de una identidad de ideales y objetivos que subyace y fundamenta la solidaridad de los comunistas chilenos con las dictaduras de partido único instauradas ya sea en Rusia, el este europeo, el sudeste asiático o el Caribe. Esta complicidad e identidad de ideales aún perdura, como es notorio, en el caso de Cuba, el “faro que ilumina día a día nuestros empeños y esfuerzos colectivos”, como lo planteó el XXIII Congreso Nacional del Partido Comunista de Chile (PCCh 2006).
Esta es la historia que se recorre en este libro, donde también se analizan las repercusiones que esta complicidad e identidad de ideales con regímenes totalitarios tuvo para el accionar del partido en Chile, en especial cuando ello condujo a violentos enfrentamientos y hechos de sangre. De todo ello surge una pregunta obvia sobre la credibilidad democrática de un partido que no solo cuenta con semejante pasado, sino que lo reivindica y se siente orgulloso del mismo.
El Partido Comunista de Chile sigue identificándose con el comunismo fundamentado en el marxismo-leninismo1, la doctrina que durante los últimos cien años ha sido una de las que más crímenes políticos ha inspirado. Solamente el nazismo puede medirse con el comunismo de raigambre marxista en cuanto al nivel de barbarie que ha desencadenado sobre los pueblos que ha sometido.
Todo eso está hoy muy bien documentado gracias a la apertura, al menos parcial, de los archivos de la ex Unión Soviética y los países que formaron parte de su órbita de poder. Hacia finales de los años 90 aparecieron los primeros balances globales sobre el costo humano de la experiencia comunista. El libro negro del comunismo, publicado en 1997, fue un ejemplo notable de ello, estableciendo una cifra de alrededor de cien millones de muertos como consecuencia de la política de regímenes que, “a fin de sustentarse en el poder, erigieron el crimen en masa en un verdadero sistema de gobierno" (Courtois 2010: 16). El 30 de octubre de ese mismo año, el diario Izvestia de Moscú redondeaba en 110 millones el total de víctimas fatales, en tiempos de paz, atribuibles a los 23 países que hasta 1987 habían estado sometidos a regímenes comunistas (Jiménez 2018). Estas y otras cifras similares pueden, sin duda, discutirse, pero de lo que hoy no cabe duda alguna es de que estamos ante una tragedia de proporciones extraordinarias. La ideología que prometió construir un paraíso terrenal terminó creando verdaderos infiernos de opresión y crimen.
Esta es la terrible “cosecha de tristeza”2 del comunismo internacional. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido con el nazismo, nunca se ha realizado algo parecido a un juicio de Nuremberg que juzgue y condene a los principales culpables de semejantes crímenes de lesa humanidad3. El silencio, la impunidad y el negacionismo han sido la regla. Por cierto que existen importantes condenas internacionales del comunismo, como la célebre declaración del Parlamento de la Unión Europea del 19 de septiembre de 2019 que nos recuerda que “los regímenes nazi y comunista cometieron asesinatos en masa, genocidios y deportaciones y fueron los causantes de una pérdida de vidas humanas y de libertad en el siglo XX a una escala hasta entonces nunca vista en la historia de la humanidad” (Parlamento Europeo 2019). Pero aún queda muchísimo por hacer en la tarea de clarificar plenamente lo ocurrido y, no menos, establecer las responsabilidades por estos hechos luctuosos. Ello se refiere, obviamente, a sus responsables directos, pero también a todos aquellos que aplaudieron a los regímenes criminales y negaron, acallaron, justificaron o incluso se solidarizaron con los crímenes cometidos. Fueron sus cómplices y su culpabilidad es ineludible. Este es el caso del Partido Comunista de Chile (PCCh). Nunca se escuchó de su parte una condena y ni siquiera una crítica de hechos extremadamente brutales cuyos siniestros entretelones empezaron a ser conocidos ya desde comienzos de la era soviética4. Esa ha sido su conducta inmutable con las dictaduras amigas de ayer y de hoy.
La elección decisiva que tenemos por delante no trata de un programa de gobierno o de lo que el candidato y su partido puedan decir. En política, las palabras se las lleva el viento con extraordinaria rapidez. Lo que queda son los hechos, la imborrable huella de cómo se ha actuado. En este caso, se trata de una historia centenaria que nos permite juzgar, con una base sólida, la credibilidad democrática del Partido Comunista.
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El presente libro se inicia con una exposición de los fundamentos de la ideología que ha inspirado y aún inspira al PCCh, el marxismo-leninismo, a fin de poder comprender las raíces conceptuales de los totalitarismos que se han construido en su nombre. Luego se revisa la formación y características del régimen que será la gran fuente de inspiración y guía de los comunistas chilenos, la Unión Soviética. El partido nace, como sección de la Internacional Comunista, del impulso de la revolución bolchevique de 1917 y es imposible comprender su matriz ideológica y su conformación orgánica sin darle una mirada al modelo de partido de Lenin y a la forma en que se ejercerá el poder en los territorios de lo que alguna vez fue el vasto Imperio Ruso.
A continuación se estudia lo que se define como el pecado original del comunismo chileno, es decir, su identificación con el régimen totalitario instaurado en la Unión Soviética que será visto como modelo de sociedad y realización de la democracia verdadera. La recepción de la revolución bolchevique por parte del gran líder del comunismo chileno, Luis Emilio Recabarren, es clave a este respecto. A partir de él se establecerá el eje central de la historia del partido: su admiración ilimitada, su seguidismo perruno y su complicidad a toda prueba con el régimen soviético.