Era la renovatio mundi, la reinvención mesiánica del mundo y la instauración de un reino de armonía, abundancia y perfección tan esperada desde los tiempos de las primeras comunidades cristianas y que jugó un papel tan importante en la historia de esa fe hasta el advenimiento de la modernidad. Ahora, en los tiempos modernos y cada vez más secularizados, reapareció con fuerza la expectativa de la instauración de un reino paradisíaco sobre la Tierra, pero cada vez más despojada de sus atributos religiosos explícitos, para culminar en un relato que negaba a Dios y no esperaba ya la parusía o Segunda Venida de Cristo al final de los tiempos, sino la de un Mesías terrenal que, en la visión de Marx, sería encarnado por el proletariado, “una clase con cadenas radicales” a la que “su sufrimiento universal le confiere carácter universal” y que por ello no podría emanciparse sin emancipar también al resto de la humanidad (Marx 1978: 222).
De esta manera concluiría aquella parte de la historia de la humanidad que, como se dice en la frase inicial del primer capítulo del Manifiesto Comunista, no habría sido más que “la historia de las luchas de clases” (Marx y Engels 1955: 19). Ese era el largo “valle de lágrimas” que mediaba entre la comunidad originaria o comunismo primigenio (esa especie de Jardín del Edén del marxismo que sus fundadores llamaron “Urkommunismus”) y el paraíso terrenal futuro. Esta era una larga y dolorosa peregrinación que la humanidad debía necesariamente atravesar para crear las condiciones de existencia del comunismo venidero.
Esta poderosa trasposición del mensaje bíblico bajo ropajes propios de un mundo que perdía la fe religiosa y adoraba a la ciencia le dio al marxismo su potente caja de resonancia: casi dos milenios de expectativas de redención que ahora, al fin, podían cumplirse y liberarnos de las miserias y tribulaciones que siempre han sido el pan de cada día de la existencia humana. Y la bisagra entre la explotación burguesa, capítulo culminante y final de la historia de las luchas de clases, y el mundo redimido del comunismo venidero era el Apocalipsis revolucionario que con su violencia redentora cerraba la puerta del pasado y abría la del esplendoroso futuro.
Este momento supremo de la transformación revolucionaria del mundo no trataba solamente del derrocamiento de los explotadores y la toma del poder por los explotados. En ese dramático momento-bisagra debía nacer, además, el hombre nuevo, el hombre comunista, el redentor de la humanidad redimido por su propia acción revolucionaria. Esto lo estableció Marx un par de años antes de la redacción del Manifiesto Comunista en La ideología alemana (obra escrita, tal como el Manifiesto, en colaboración con Friedrich Engels), donde por vez primera expone el conjunto de su concepción “materialista” de la historia. Estas son sus palabras (los énfasis son de Marx):
“Tanto para engendrar en masa esta conciencia comunista como para llevar adelante la cosa misma, es necesaria una transformación masiva del hombre, que solo podrá conseguirse mediante un movimiento práctico, mediante una revolución, y que, por consiguiente, la revolución no sólo es necesaria porque la clase dominante no puede ser derrocada de otro modo, sino también porque únicamente por medio de una revolución logrará la clase que derriba salir del cieno en que está hundida y volverse capaz de fundar la sociedad sobre nuevas bases.” (Marx y Engels 1970: 82)
La dictadura del proletariado
Este salto revolucionario, este momento-bisagra entre lo viejo y lo radicalmente nuevo, será luego elaborado por Marx y transformado en una concepción que extenderá el ejercicio de la violencia revolucionaria, de que hablaba el Manifiesto Comunista, a todo un período transicional entre la época burguesa y el comunismo que será denominado “dictadura del proletariado”. Este concepto es clave para entender el subsiguiente desarrollo del marxismo en marxismo-leninismo y fundamento teórico de los regímenes dictatoriales comunistas.
En una célebre carta dirigida a Joseph Weydemeyer fechada el 5 de marzo de 1852, Marx establece lo siguiente (los énfasis son del propio Marx):
“Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar: 1) que la existencia de las clases solo va unida a determinadas fases históricas de desarrollo de la producción; 2) que la lucha de clases conduce, necesariamente, a la dictadura del proletariado; 3) que esta misma dictadura no es de por sí más que el tránsito hacia la abolición de todas las clases y hacia una sociedad sin clases.” (Marx y Engels 1955a: 453)
Esta concepción de la violencia revolucionaria no como un hecho puntual, sino como toda una fase transicional será reafirmada posteriormente por Marx, en particular a partir de la sangrienta experiencia fracasada de la Comuna de París de 1871. En su Crítica del Programa de Gotha de 18757; Marx habla de “un largo y doloroso alumbramiento” de la nueva sociedad y luego explica:
“Entre la sociedad capitalista y la sociedad comunista media el período de la transformación revolucionaria de la primera en la segunda. A este período corresponde también un período político de transición, cuyo Estado no puede ser otro que la dictadura revolucionaria del proletariado.” (Ibid.: 24)
La necesidad de esta fase dictatorial no está condicionada por las formas concretas que asuma la dominación burguesa, sino que las abarca a todas, incluyendo las formas democráticas. Para Marx, la “república democrática” no era ninguna panacea, nada que debía ser defendido o conservado, sino simplemente la “última forma de Estado de la sociedad burguesa, donde se va a ventilar definitivamente por la fuerza de las armas la lucha de clases” (Ibid.: 25).
Marx y la sociedad total
La característica esencial de aquella sociedad-paraíso que Marx llama comunismo8 es la unidad inmediata y absoluta del ser humano con su especie, es decir, del individuo con el colectivo. Se propone, pues, el surgimiento de una sociedad total, totalizante y totalitaria en el sentido estricto de la palabra. Esta idea de una sociedad en la que desaparece el individuo como tal, es decir, el individuo con derecho a una esfera propia de libertad separada de lo colectivo y lo político, fue elaborada extensamente por Marx en sus escritos de 1843-1844, en particular en Sobre la cuestión judía de fines de 1843.
En esa obra, conocida por su virulento antisemitismo9, se critica la idea misma de los derechos humanos, aquellos proclamados en Francia por la célebre Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, por representar una mera expresión del individualismo egoísta, propio de un individuo “disociado de la comunidad”:
“Ninguno de los llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad civil, es decir, del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad.” (Marx y Engels 1978: 143)
Para Marx, los únicos derechos importantes son los derechos políticos. En su visión, el individuo queda reducido a su calidad de miembro de un colectivo político y sus derechos no deben ser otros que aquellos que este le reconozca. Esta es, exactamente, la esencia de la definición de los conceptos de Estado totalitario y totalitarismo que Mussolini acuñaría en los años veinte del siglo pasado: “Todo dentro del Estado, nada fuera del Estado, nada contra el Estado”. Se trata, además, de la misma forma de concebir los derechos y las “libertades” de Hegel, el gran maestro intelectual de Marx, que en este sentido es el primer gran pensador totalitario avant la lettre. Conocida es su afirmación, contenida en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, acerca de que “el hombre debe cuanto es al Estado. Solo en este tiene su esencia. Todo el valor que el hombre tiene, toda su realidad espiritual, la tiene mediante el Estado” (Hegel 1980: 101).
La visión mesiánica de Marx y su sueño de una futura sociedad idílica implantada con ayuda de la violencia revolucionaria encontrará con el tiempo seguidores entusiastas en todos los rincones del mundo. La promesa era deslumbrante e invitaba a realizar un esfuerzo supremo para realizarla, pero también a no escatimar los medios para ello, por más despiadados que fuesen.
A ello entregarían sus vidas sus fieles discípulos, los herederos legítimos del gran profeta del totalitarismo moderno. Entre ellos, los revolucionarios rusos encabezados por un noble hereditario ruso llamado Vladímir Ilich Ulianov, alias Lenin, serían los primeros en disponer