La noche avanzaba entre juegos en silencio, bajo la atenta mirada de la luna que, allá arriba en el firmamento, cuidaba de las almas atribuladas. Hasta que los pájaros despertaban y los patos graznaban al alba reclamando su dosis de comida. Entonces, los niños se disolvían en el viento. Poco a poco. De uno en uno. Como pompas de jabón que explotan al azar. Y para cuando el parque abría sus puertas, ni los árboles cantaban ya.
Y así pasaban los días. El sol salía y el parque abría de nuevo sus puertas para recibir a los empleados de mantenimiento. Al cuidador de las aves. A los jardineros que cortaban el césped. Al personal de limpieza de los baños y al que barría las hojas secas. Aquellas que quedaron agotadas en el pavimento tras una larga noche de cantos funerarios.
Pronto llegan los primeros usuarios. Jubilados que hacen sus estiramientos y grupos de practicantes de yoga que extienden sus esterillas sobre la hierba y gestionan sus centros de energía. A media mañana, cuando el sol recorta la sombra de los árboles, llegan los primeros niños, a bordo de sus carros o sobre sus bicicletas de plástico con ruedas anchas. Los más pequeños son siempre los más madrugadores, algo que se ve en la expresión resignada de sus padres. Y el parque infantil se llena otra vez de vida. De gritos y de juegos. Los niños corretean entre las atracciones sin saber que en ellas han estado jugando ellos. O los otros. El enfermo. El ahogado. El ahorcado y el atropellado. El que murió de forma súbita y solo gateaba. Y el otro que se cayó, con tan mala suerte que su cabeza se estrelló en una esquina. El que falleció de meningitis y el que salió volando del coche en una de las vueltas de campana por no llevar el cinturón de seguridad.
Así, el parque se llena a medida que pasan las horas y la actividad infantil va en aumento, como pasa con el agua que se pone al fuego y empieza a calentarse, hasta que aparecen unas pequeñas burbujas que anuncian que pronto comenzará la ebullición. Tal y como ocurre con la hormiga que encuentra una mosca muerta y corre a anunciar al resto que hay trabajo que hacer, y pronto el número de insectos es tal que cargan con los restos del díptero como si de una procesión profana se tratase.
Ahora no es la luna quien custodia a los infantes, sino sus padres y madres y abuelas y tíos y hermanos mayores. Vigilan a los niños sin darse cuenta de que más allá de las vallas de colores, por detrás del respaldo de los bancos de madera, hay una presencia fantasmagórica de hombres y mujeres adultos. Siempre a la sombra de los árboles, discretos, observando con tristeza cómo juegan sus hijos. Aquellos que se quedaron sin progenitor y que crecerán sin el recuerdo real de papá o de mamá. Allí está, bajo la luz dorada del sol, aquel que bebió demasiado antes de coger el coche. Aquella que, deprimida, saltó del noveno piso. Y el que, sin razón aparente, fue reclamado de improviso por las fuerzas cósmicas. Acuden cada día a ver a sus hijos. En sus caras, esa media sonrisa triste de payaso, amarga como un trago de decepciones. Los ven crecer. Se alegran de sus pequeños logros y gozan escuchando sus risas, sabiendo que tarde o temprano cambiarán el parque por otro tipo de entretenimientos, y ya no habrá razón para volver.
Para cuando el guarda comienza a avisar del cierre de las instalaciones, los fantasmas adultos se disuelven en el aire, como el vapor de azufre en los confines del averno. Y la luna vuelve a estar alta y las farolas se apagan. Entonces, los fantasmas infantiles regresan y se alegran de ver que en el suelo alguien hizo dibujos con tiza.
Evangelio según Judas Iscariote
El olor continuaba adherido a su glándula pituitaria como un parásito chupasangre a la piel de un perro callejero. Por más que el ritual incluyera una ducha caliente y una exfoliación de restos orgánicos ajenos, el olor permanecía y le hacía compañía en los más íntimos quehaceres de su rutina.
Cada noche, antes de meterse entre sábanas, después de otra jornada más sin tocar fondo, se sentaba a solas en el borde de la cama, con la luz tenue de la mesilla de noche como única guía de su alma. Un faro sin farero. Un barco sin capitán. Un mar embravecido en una noche sin luna. Y lloraba. En silencio.
Lloraba a solas y en silencio. Derramando lágrimas que no recibirían consuelo. Unas lágrimas que brotaban de un corazón roto sin remedio. Roto hacía demasiado tiempo. Y recordaba lo que una vez tuvo. Y lamentaba lo poco con lo que se conformaba. Mientras las lágrimas caían estériles en una inmensidad de oscuridad y silencio. Un terreno baldío donde los sentimientos alienantes florecían igual que la mala hierba en un campo infantil descuidado. Así hasta que el llanto iba dejando paso a una calma extraña, como la arena de una playa azotada por una pleamar violenta.
Antes de apagar la luz se preguntaba si conseguiría algo arrepintiéndose ante Dios por todo aquello que, un día más, había hecho. Devolver las treinta monedas de plata, llevar un escapulario con la imagen de la Virgen del Rosario o purgar el cuerpo portando un cilicio. Pero hacía tiempo que Dios se había jubilado.
Cada noche, el sueño llegaba a través de un camino largo y ventoso. Y por ese camino transitaba, llevando a la espalda la leña obtenida en los bosques de la autoestima y la dignidad. Y justo antes de dormirse, prendía la madera. Y el fuego lamía su espíritu. Pero el olor a quemado nunca llegaba. Y aquel otro olor permanecía adherido a su ser. Restos orgánicos ajenos. El fuego purificador le mortificaba en sueños. Crepitaba violento azuzado por la conciencia.
Todas las noches transcurrían de igual forma. Hasta que la oscuridad de la madrugada ganaba la batalla y extinguía el fuego redentor, convirtiendo los remordimientos en cenizas y los malos pensamientos en sueño.
Y así, día tras día, en una espiral difuminada hacia el vacío más absoluto de una existencia fallida.
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