Paraguas rotos. Luis Alberto Henríquez Hernández. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Alberto Henríquez Hernández
Издательство: Bookwire
Серия: Danzas de Aranfaybo
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412401325
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tumbas lucían lustrosas, limpias y adornadas. Otras, sin embargo, aparecían descuidadas y olvidadas. «Voló al cielo». En aquel mural donde lucía sincera la injusticia, y la crueldad de la vida se llevaba sin piedad a los seres más inocentes; en aquel dique de huecos rellenos de pureza y candidez; en aquel bloque de tumbas destinadas a los niños, había un nicho que era diferente a todos, por su tristeza y su desdicha. Ni lápida ni cemento que sellara el hueco. Únicamente una montaña de escombros caídos tras la que había un ataúd blanco, de pequeño tamaño, raída la pintura, desamparado. Desolado. A la vista de todos. Sin peluche, sin chupete, sin flores blancas.

      Se me rompió el corazón. Las lágrimas brotaron de mis ojos enrabietadas ante aquella ofensa, ante un olvido imperdonable. Un silencio sepulcral envolvió de pronto la escena y supe, de inmediato, que los niños que jugaban ya no estaban allí. El llanto rabioso dio paso a un llanto triste y, posteriormente, a un gimoteo de consuelo para aquella criatura abandonada y olvidada en su nicho derruido.

      Tomé uno de los crisantemos blancos que llevaba en el ramo y lo deposité sobre la montaña de escombros.

      —Vuela al cielo.

      El viento frío azotaba mi piel, secando las lágrimas. Poco a poco, la calma pareció volver a mi espíritu, que se sentía derrotado y abatido ante tantas emociones intensas.

      Noté que algo tiraba de la pernera del pantalón. Al mirar, un chiquillo de ojos enormes y manos regordetas señalaba insistentemente un bloque de nichos situado más abajo. De inmediato, reconocí el lugar. Allí estaba enterrado mi padre. Sin duda, aquel era el lugar. Cuando fui a darle las gracias al chiquillo, este ya no estaba. Me arrebujé dentro del abrigo y seguí la dirección dada, como una polilla que se dirigiera hacia la luz de una vela, donde, sin saberlo, moriría como Ícaro cuando intentó alcanzar el sol.

      No había tenido la oportunidad de despedirme de él. Todo había sucedido de forma repentina; de una manera tan inesperada que había dejado una herida en mi alma que todavía supuraba resentimiento, rabia y soledad. El viento soplaba helado y el día se oscurecía por momentos, lo que creaba una sensación opresiva a mi alrededor. Los pasos resonaban huecos contra el suelo de cemento, un sonido que rebotaba en las lápidas para después ser arrastrado por el ventarrón y diluirse camino al firmamento, como el espíritu de los creyentes.

      A medida que me acercaba, el estómago se encogía y la boca se me secaba. ¿Nervios? ¿Ansiedad? ¿Qué buscaba, en realidad? ¿Qué haría si el viejo se me aparecía? ¿Qué le diría? ¿Lo siento? ¿Siento no haber venido antes a visitarte? ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué no me abrazaste más a menudo? ¿Por qué no recuerdo un «te quiero» tuyo? La garganta se me anudó y el llanto amenazó con regresar de nuevo.

      Y de repente, allí estaba yo, delante de la tumba de mi padre, con un ramo de crisantemos blancos en una mano y el corazón roto en la otra. Por un instante me sentí ridículo. No supe qué hacer. Hacía mucho que había olvidado cualquier plegaria y se me antojaba ridículo hablarle al vacío. Si al menos estuviera allí, conmigo, como lo estuvieron los críos o el hombre de patillas anchas. Los segundos caían uno tras otro, haciéndome viejo, tiñéndome el pelo de blanco, arrugándome la piel y dejando opacos mis ojos.

      —Papá —dije en un murmullo quedo—. Papá, ¿dónde estás?

      El mármol negro lucía sucio. Los dos pequeños floreros destinados a mantener vivo el recuerdo aparecían vacíos y descuidados. Fui absolutamente consciente de que era demasiado tarde. Demasiado tarde para un abrazo. Demasiado tarde para una mirada de amor. Demasiado tarde para un «te quiero». Demasiado tarde para nada.

      Caí de rodillas, derrotado, sobre el cemento, tan frío como el hielo, y empecé a llorar sin consuelo.

      —Papá —dije gritando—. Papá, ¿dónde estás?

      Notaba cómo mil pares de ojos me miraban, salidos de los nichos, de debajo de la tierra, desde arriba, en las alturas, más allá de las nubes.

      Me incorporé, decidido a cerrar la herida de una vez para siempre. Toqué la lápida. Helada y húmeda, y recordé los versos del poeta.

      Los muertos, los pobres muertos, sufren grandes dolores,

      y cuando octubre, podador de viejos árboles, lanza

      su viento melancólico en torno a sus mármoles,

      seguro que debe considerar muy ingratos a los vivos […]

      Tiré del mármol hacia mí, resquebrajando la lápida como Jesucristo había resquebrajado al morir el velo del templo de Jerusalén. Trozos de piedra negra y cemento se desprendieron, abriendo el nicho tal y como hiciera el ángel del Señor con el sepulcro del Mesías. El fuerte olor que salió de la oquedad no me impidió seguir con la tarea. Contemplé el ataúd de mi padre, madera rústica quebrada por el paso inexorable de la eternidad. Me encaramé al hueco escalando a duras penas sobre las lápidas que quedaban debajo. Empujando el féretro a un lado, busqué y encontré la manera de meterme allí dentro.

      El sonido del viento se escuchaba ahora lejano y, sin esperarlo, me sentí en casa. El olor de los crisantemos perfumaba la estancia. Abajo, los niños reconstruían la lápida como si fuera un rompecabezas sencillo mientras el señor que vestía de forma elegante un traje bastante pasado de moda, con corbata ancha del tamaño de sus patillas y figura rocosa y espigada recolocaba la losa en su lugar.

      Fuera empezaba a llover.

      Y yo sentía ya a las cuadrillas de la muerte relamiéndose por el inminente festín.1

      Juegos en silencio

      A aquella hora de la noche el guardián terminaba la ronda, asegurándose de que ninguna pareja de enamorados o ningún deportista de mediana edad, de esos que corren con camisetas promocionales de algodón, se quedaban a propósito o por despiste en el interior del parque.

      El lugar gozaba de bastante fama entre los habitantes de la ciudad, que acudían a diario a pasear, a hacer algo de ejercicio o, sencillamente, a disfrutar del tiempo libre. Contaba con amplias extensiones de césped, un rocódromo, un circuito para hacer deporte e incluso un pequeño lago con una cascada de agua donde vivían media docena de patos y cisnes que parecían no aburrirse nunca de su anodina vida. Las familias acudían a merendar, y los bancos de madera se ocupaban con gente que miraba pasar a otra gente. Aunque diversos carteles alertaban de la prohibición de alimentar a los animales, estos acudían al encuentro de las personas porque sabían que era la única forma de variar la dieta.

      A pesar de toda la oferta de actividades al aire libre, la principal atracción del parque era la zona infantil. Dividida en dos áreas —una para niños menores de cinco años y otra para los mayores—, recibía cada día la visita de muchos chiquillos, que llenaban el lugar de alegría, carreras y experiencias divertidas. Columpios, toboganes y diversos conjuntos modulares de juegos equipados con puentes, pasarelas y escaleras. Balancines y remos para uno o varios críos, casetas de pequeño tamaño y un suelo acolchado capaz de amortiguar las más aparatosas caídas y que, muy a menudo, aparecía pintado con tiza, listo para jugar al tejo. Una valla con tablones de colores delimitaba el perímetro de la zona de juegos, que contaba, además, con varios carteles que advertían a los adultos de las medidas de seguridad y las normas de uso. Nada de pelotas. Nada de carreras. Nada de patines. Nada que no se pudiera incumplir.

      A aquella hora de la noche, el viento mecía las ramas de los árboles que, de día, ofrecían sombra a los bancos repartidos por el parque y que, por la noche, entonaban su lamento a las almas tristes. Un cántico dedicado a las ánimas que no encontraron nunca consuelo. Las farolas, repartidas aquí y allá como si de un acto de caridad se tratara, emitían una luz tenue y tímida, más propia de los jardines de un sanatorio. El guardián del parque acababa cada noche el turno cerrando la verja principal de entrada al recinto, dos puertas enrejadas cuyos goznes chirriaban tan agudos como el grito de los cerdos en el matadero justo antes de cortarles el cuello de oreja a oreja. Las puertas chocaban una sobre la otra y quedaban definitivamente atrancadas al pasar el cerrojo, tal y como se hace con las puertas del cementerio.

      A medianoche,