sienten cómo gotean las nieves del invierno
y cómo pasa el siglo, sin amigos ni familia
que cambien los jirones que cuelgan de su reja.
Leí y releí aquel poema sin título, arropado entre cojines y bajo un edredón mullido mientras, en el exterior, la lluvia tocaba con insistencia los cristales de las ventanas y el viento soplaba tímido pero constante. Por un instante, imaginé lo desolador que sería estar muerto. Muerto en un ataúd. En un ataúd alojado en un nicho. A solas y a oscuras, saturados los sentidos por la humedad, el frío y el crepitar de las cuadrillas de la muerte, esos insectos que acuden en orden para convertir diligentemente la carne en polvo y transformar el recuerdo en olvido.
¿Cuánto hacía que no llevaba flores a la tumba de mi padre? Con el libro aún abierto entre mis manos, intenté echar cuentas. ¿Un año? ¿Dos? Un profundo sentimiento de tristeza se agarró a mi garganta como si de un estrangulador se tratara, e hizo aflorar unas lágrimas contenidas que brotaron con dolor. Un dolor que había sido enterrado hacía tiempo, mucho antes incluso de que el viejo falleciera. Una ráfaga repentina de viento mandó la lluvia contra el cristal de la ventana. Las gotas se estrellaron en el vidrio con violencia. Una miríada de frías acumulaciones de agua que parecían mirarme con reproche para, inmediatamente después, deshacerse y desaparecer vidrio abajo formando una red de caminos tortuosos en un viaje a ninguna parte. Sobresaltado, decidí cerrar el libro y apagar la luz, resuelto a ir mañana al cementerio a llevarle flores a mi padre.
Pero esa noche el descanso me fue negado. Los remordimientos y el horror se lanzaron sobre mis sueños como una jauría de lobos negros sobre un cordero abandonado, sumiéndome en una vorágine de oscuras alucinaciones de las que no fui capaz de despertar. Asistí con pavor al proceso de descomposición del cuerpo de mi padre. Le vi hincharse como un sapo en celo. La expresión de su cara se deformó hasta el límite de sus tejidos y, a continuación, se abrió en canal y soltó una marabunta de gusanos y larvas de insectos variados que se retorcieron unos sobre otros mientras luchaban por un pedazo de carne muerta de mi padre. La arcada ascendió hasta mi garganta sin náusea previa, una contracción espasmódica del estómago producida por aquella nauseabunda visión. Notaba cómo el azufre se combinaba con el hidrógeno y saturaba mi centro olfativo de un olor putrefacto y vomitivo. Acto seguido, el viejo fue licuándose. Tomó un aspecto húmedo, ambarino, absolutamente repulsivo. Sus labios aparecían inflados y retraídos, mostraban una sonrisa siniestra a través de la cual asomaban lombrices blancas y voraces. El pelo se le caía de mechón en mechón. A través de sus fosas nasales, el cerebro escapaba disuelto y formaba un riachuelo de masa encefálica grumosa e inservible. Los ojos se hundían por momentos, los pómulos resaltaban formando ángulos quebrados que daban la bienvenida a la reducción esquelética del cadáver. Un ejército de polillas y escarabajos trabajaba sin descanso. Los insectos me atravesaban en sueños y llegaban hasta el cuerpo de mi padre, que poco a poco tomaba el aspecto del destino de todo ser humano. Las articulaciones se descoyuntaron una tras otra hasta que nada quedó de él más que una sonrisa desquiciada en su cráneo, a medio camino entre el dolor y la locura. Por un instante, me pareció que una lágrima se derramaba desde una de las cuencas orbitales vacías. Una lágrima de tristeza. De dolor. De soledad. Quién sabe. Una suave brisa de viento, fría como la propia ausencia, fue llevándose el polvo en que se había convertido mi padre, y yo sentí que me iba con él.
Al despertar, húmeda la cara por mi propio llanto y húmedo mi cuerpo por la intensidad de la pesadilla, vi que el vendaval y la lluvia habían vencido los pestillos de la ventana, y entraban en la habitación el invierno y quizá las partículas vitales a las que había sido reducido mi progenitor.
Llegué a las puertas del cementerio municipal antes de que abriera. Esperé en el coche con la calefacción puesta: intentaba en vano sacar de dentro de mi cuerpo un frío que iba más allá de la baja temperatura ambiental. Por fin, un funcionario del Ayuntamiento procedió a la apertura de las puertas del camposanto, pero fui incapaz de salir del coche.
¿Qué pretendía hacer?
¿Por qué estaba allí?
Fue entonces cuando me di cuenta de que si quería llevar flores a la tumba de mi padre primero tendría que comprarlas. Mientras esperaba a que los puestos ambulantes de venta de flores estuvieran operativos, decidí hacer tiempo en la capilla que estaba justo a la entrada del cementerio. Salí del vehículo arrebujado en mi abrigo. Subí las solapas de la chaqueta en un vano intento por protegerme del viento, que, implacable e incansable, soplaba frío y cruel.
Crucé el aparcamiento a grandes zancadas. Pasé bajo una serie de altas columnas y llegué a la puerta enrejada que había justo detrás. Una escalera breve como la existencia daba acceso a la entrada y, sobre ella, a gran altura, una inscripción en una placa de mármol anunciaba lo siguiente: «Templo de la verdad es el que miras. No desoigas la voz con que te advierte de que todo es ilusión menos la muerte».
Reflexionando acerca de la autoría y el profundo significado de aquellas palabras a la entrada de un cementerio, accedí a la pequeña capilla evitando mirar la extensión de tumbas y nichos que se desplegaba ante mí.
Una última ráfaga de viento pareció querer tirar de la solapa de mi abrigo justo en el momento en el que, a mi espalda, se cerraba la puerta de madera del adoratorio. Un silencio hueco y un fuerte olor a incienso y maderas viejas me dieron la bienvenida. El receptáculo estaba iluminado a medias por luz artificial y algunas velas, cuyas llamas habían abandonado su quietud al son de la ventisca y creaban sombras animadas que danzaban delante del Cristo como lo hacían las prostitutas en Babilonia. Dos pequeños ventanucos dejaban entrar la poca luz diurna que procedía de un sol censurado por las nubes de invierno. El lugar era pequeño. Contenía los elementos imprescindibles de la imaginería cristiana: un pequeño altar con un cirio encendido; una cruz con un Jesucristo doliente, ojos implorantes al cielo, muñecas sangrantes y corona de castigo; una imagen de santa Rita con un clavo incrustado en la frente y un hábito negro como el carbón de un horno crematorio; un sagrario; un ambón de madera; y una silla destinada al sacerdote durante el tiempo de reflexión tras la comunión, ese momento en el que el Creador toma el alma de los creyentes y se reafirma en la promesa de la salvación eterna de persistir en su fe. El espacio se completaba con dos hileras de asientos de madera con una capacidad para albergar a no más de medio centenar de feligreses. Avancé por el pasillo que quedaba en medio de los bancos y me senté. La madera se quejó bajo mi peso, como si quisiera alertar al mismísimo Dios de que el traidor había llegado y solicitaba audiencia. No supe qué hacer. Encaré al Cristo crucificado sin entender aquel sacrificio del que hablaba la leyenda. «Tanto dolor, ¿para qué?», murmuré. Hacía tiempo que transitaba el sendero de la mano izquierda, tan pedregoso y angosto como el otro. «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo». Poco importaba continuar el salmo con «tu vara y tu cayado me sosiegan», que hacerlo con «la luz de la estrella de la mañana me guía». Si Caín le daba significado a Abel, y Goliat se lo daba a David, Lucifer era el complemento perfecto de Dios. A lo que no estaba dispuesto es a que se me negara comer del árbol prohibido, a que se me ocultaran las respuestas a las grandes preguntas y a que me amenazaran con un castigo eterno por querer vivir en libertad. Noté la soberbia y el orgullo ascender caliente por mis venas. Pugné contra la luz blanca que emanaba de aquella figura torturada. Apreté los dientes y proyecté unos cuernos de fuego que salieron de mi frente para derretir las cadenas de la sumisión. Aquel era un lugar de dolor. En la capilla solo se habrían celebrado misas de difuntos. Nadie había sido feliz y pleno bajo aquel techo.
«Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá, y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás».
—Mentiroso —dije en voz alta. Y salí en busca de las flores.
Una mezcla de sentimientos perforaba mi espíritu, que oscilaba entre la aflicción y la ira como un péndulo que se mueve de forma perpetua en el vacío de una existencia que había perdido todo su sentido.
Por mucho menos de lo que me imaginaba, compré un ramo de crisantemos blancos y, armándome de fuerza, volví a franquear el conjunto