Pero allí nada de eso importaba. No importaba el sueldo que ganaras, el número de seguidores que tuvieras en las redes sociales o esas reuniones insoportables que tenías los lunes a primera hora. Allí no había lunes. Allí no había clases sociales ni jefes ni rebajas perpetuas ni horarios laborales draconianos. Lo único perpetuo que allí había era la quietud de la inexistencia. Allí no había que sonreír al vecino ni acudir a la cena de Nochebuena. Allí solo había muertos y silencio. Muertos en distintos estados de descomposición que, de alguna manera —se me ocurrió—, quizá establecería una especie de jerarquía entre los miles de restos humanos que yacían en el cementerio. Allí solo había muertos y silencio. Un silencio roto por el viento frío que soplaba y arrastraba las hojas caídas de los árboles y, como decía el poema: «se lanzaba melancólico en torno a las lápidas» y los nichos.
Avancé a través de una especie de paseo flanqueado por una hilera de cipreses descuidados. A derecha e izquierda, se extendían porciones de terreno que albergaban las tumbas más antiguas, aquellas que alojaban ataúdes en las entrañas de la tierra. Aquí y allá se alzaban algunos panteones propiedad de familias adineradas que pensaron que las apariencias sociales debían mantenerse más allá de la vida, sin saber que los gusanos, las polillas y los escarabajos se comerían la cara de sus difuntos igual que comían la cara de los mendigos. Allí no había clases sociales.
El paseo avanzaba cuesta abajo, de manera sutil parecía querer llevarme a las entrañas del cementerio sin que fuera consciente de que hacía esfuerzo físico alguno. Me arrastraba sin yo saberlo al corazón de la ciudad de los muertos. Pronto, los bloques de nichos se adueñaron del paisaje; se alzaban como rascacielos silenciosos en una ciudad sin alma. El viento movía las flores que adornaban las lápidas más altas y arrastraba por el suelo restos de una corona funeraria de algún entierro reciente. Una cinta ancha de color violeta y letras doradas se arremolinaba, perdida, en busca de su dueño muerto.
«Tus enemigos no te olvidan», me pareció leer, posiblemente, de forma errónea.
Giraba a derecha e izquierda entre los bloques de nichos. Ciudad de calles sin nombre. Sin detenerme, leía algunas inscripciones en las lápidas y contemplaba el diseño de las losas.
«Cuánto católico apostólico romano —pensé al ver una cruz en todas y cada una de las tumbas—. Cuánto seguidor de Cristo junto —reflexioné al ver un grabado de la cara del Mesías en un importante número de mármoles—. Cuánta hipocresía eterna» —me dije, vacío mi espíritu de toda empatía.
«Tu familia no te olvida».
«Vives en el recuerdo».
«No es morir el vivir en los corazones que dejamos tras nosotros».
«Siempre estarás en nuestros corazones».
Se me antojaban frases sin emoción, propias de un catálogo funerario de tres al cuarto. Otras inscripciones, sin embargo, eran algo más poéticas y elaboradas, aunque seguían pareciéndome frases indignas de estar escritas a perpetuidad en una lápida a modo de epitafio.
«Aunque el mundo no note tu ausencia, para nosotros ya no será lo mismo sin ti».
«Aunque se vayan de aquí, siempre estarán en mi mente. Nunca serán mi pasado, siempre serán mi presente».
«Me disteis tanto, me quisisteis tanto, que la vida sin vosotros ya no tiene sentido. Os amo».
«Quererlos fue fácil, olvidarlos, imposible».
Este tipo de dedicatorias adornaban de alguna forma las lápidas, cuyo diseño se completaba con los datos personales del difunto y la fecha del óbito. A veces, la leyenda era reemplazada por pasajes bíblicos. En ocasiones se incluían objetos personales de distinto origen, entre los que predominaban los objetos religiosos: más cruces, rosarios, velas y escapularios. Ocasionalmente, el grabado de la cara del Cristo era reemplazado por una foto del difunto.
Pensé en mi propia lápida y en cómo me gustaría que fuera.
Los mármoles lindaban unos con otros como un macabro rompecabezas. Los colores se alternaban —negro, mate o brillo; blanco, perlado o roto; o gris en todas sus variantes— y formaban un mosaico funerario sin aparente orden. Independientemente del diseño o del color, todas las lápidas estaban numeradas. De izquierda a derecha. De arriba abajo.
Decepcionado, vi cómo el nicho 666 no albergaba a ningún miembro de las huestes del averno. Era solo otra lápida más, importante únicamente para el puñado de familiares y amigos que quedaran vivos.
Algunos mármoles lucían orgullosos, en letra de molde y en mayúsculas, la palabra «PROPIEDAD».
¿Quién querría tener un nicho en propiedad? No parecía un buen lugar de veraneo, más por lo estrecho del habitáculo que por lo tranquilo del lugar. Ni siquiera podía uno venir a celebrar el divorcio de algún amigo o a despedir el año, más por los horarios de apertura y cierre del recinto que por lo tranquilo del lugar.
¿Qué más daba dónde lo enterraran a uno?
Una opinión que no parecía ser compartida por muchos, cuyas lápidas mostraban familias enteras metidas en el mismo nicho. Un sentimiento de claustrofobia me causó cierto mareo, al imaginarme a perpetuidad con hermanos, cuñados y demás familia, con los que no siempre uno se lleva bien, hueso contra hueso, compartiendo ataúd, mortaja y gusanos.
Me llamó la atención un elemento discordante entre toda aquella decoración mortuoria. Se trataba de una pegatina blanca en la que en letras rojas ponía:
AVISO
Estimado Sr./a:
Se ruega al titular de este nicho que, por favor, se ponga en contacto con el Ayuntamiento.
Gracias.
El anuncio incluía un número de teléfono local.
Por lo desgastado del elemento, no parecía que nadie hubiera hecho demasiado caso, y me pregunté cuánto tardarían en desalojar al muerto, y si se lo tomarían tan en serio como los desalojos de los vivos. Me preguntaba si habría organizaciones que protegieran a los muertos de los desahucios. O si, al contrario, a nadie le importaba lo más mínimo. Ni a los propietarios. Ni al Ayuntamiento. Ni al muerto.
El viento arreció en el pasillo donde estaba, empujándome a avanzar como si quisiera llevarme a alguna parte. Apreté el paso y resguardé el ramo de crisantemos contra mi cuerpo. Las nubes grises se arremolinaban en el cielo como un escuadrón que se agrupara y preparara para la ofensiva. Amenazaba lluvia.
Entre todo aquel mosaico de colores oscuros, llamaban la atención dos cosas. Por un lado, los nichos vacíos que, aquí y allá, esperaban turno para hospedar un nuevo cuerpo sin vida. Por otro, los nichos cerrados que carecían de lápida y que identificaban al muerto con el pertinente número, las iniciales del difunto y la fecha de nacimiento. Ni flores ni escapularios ni objetos personales de ningún tipo. Solo cuerpos olvidados detrás de un muro de cemento.
Pensé de nuevo en mi propia lápida y en cómo me gustaría que fuera.
Deambulaba a derecha e izquierda, invadido por una terrible soledad, en pos de la tumba de mi padre mientras pensaba que, a pesar del tiempo transcurrido, no había olvidado el lugar exacto donde yacían sus restos. La intensidad emocional del entierro había dejado una huella profunda en mi interior y estaba seguro de poder localizar aquel nicho a media altura situado casi al final del cementerio, en uno de los bloques de la derecha. Eso me decía, convencido de saber llegar al sitio. Hasta que tuve que aceptar que andaba desorientado