A punto estaba de tomar esa decisión cuando me encontré, por primera vez en todo el trayecto, con alguien. De manera instintiva reprimí mis aspavientos y coloqué mis sentimientos contrariados en el asiento de atrás de la nave. El hombre parecía ausente, allí, de pie, frente a una de las tumbas. Vestía de forma elegante un traje bastante pasado de moda, con corbata ancha del tamaño de sus patillas, que destacaban sobremanera en una figura rocosa y espigada. Quise calcular la edad, pero no fui capaz.
—Perdone que le interrumpa, señor —dije de forma educada, con la intención de iniciar una interacción con un ejemplar desconocido de la especie a la que pertenecía—. Igual usted puede ayudarme.
Le di la fecha de defunción de mi padre. Supuse que los números de las lápidas debían correlacionarse de alguna forma con las fechas de fallecimiento, aunque los bloques de nichos no parecían seguir una secuencia lógica.
Como única respuesta obtuve un mutismo impasible.
Pensé que el señor rezaba, o bien que estaba demasiado compungido como para escuchar y contestarme.
Insistí. Esta vez alargué la mano para tocar ligeramente su hombro y reclamar así su atención. Las palabras quedaron atrapadas en mi garganta, atragantadas como las excusas de un mentiroso cogido en falta.
El suelo pareció abrirse bajo mis pies. Un vértigo indescriptible se llevó mi juicio al ver cómo mi mano no encontraba superficie sólida y atravesaba el cuerpo, como si aquella imagen fuera una proyección holográfica salida de lo más profundo de mi imaginación.
Justo en ese momento, la figura pareció retornar a la vida.
—Joven, debe usted aprender a respetar el descanso de los muertos. Sobre todo, cuando esperan pacientemente visita.
Solo fui capaz de mover los ojos en dirección al nicho ante el cual se situaba aquel, ¿cómo llamarlo? ¿Espectro? ¿Aparición? ¿Fantasma?
«Tu esposa no te olvida», rezaba la lápida.
Un fugaz vistazo a las fechas de nacimiento (19 de mayo de 1951) y defunción (14 de enero de 1994) me permitió calcular la edad: cuarenta y tres años.
—Sé que vendrá y me pondrá flores. Solía venir. Antes solía venir.
No podía explicar lo que veían mis ojos. Tras aquella frase, triste y llena de abandono, la figura pareció oscurecerse y desvanecerse. No supe qué decir. La situación era tan inesperada como fantástica. En el manual de buenas prácticas sociales no venía ningún capítulo sobre cómo consolar a los difuntos. La visión se plegó sobre sí misma y por el lateral de la mejilla vi correr una lágrima. Una única y solitaria lágrima que contenía toda la tristeza y la amargura de un alma atribulada. Era probable que la mujer a la que esperaba hubiera encontrado un nuevo compañero. Demasiado tiempo había pasado y de tener edades similares, sería joven en aquel entonces. Podía incluso darse el caso de que la mujer hubiera muerto igualmente, enferma y sola como lo estaba su difunto esposo, y que estuviera esperándolo amargamente en aquel mismo cementerio. Tan cerca y tan eternamente lejos.
Sin nada más que decir, vacío de toda esperanza, reanudé la búsqueda de la tumba de mi padre, guiado por mi instinto, empujado por el gélido frío bajo unas nubes cada vez más negras. Me alejé de aquel personaje espectral, calle abajo y sin mirar atrás. No sabía qué me daba más terror, si que siguiera allí o si que, al mirar, hubiera desaparecido.
Mis pasos me llevaron a un bloque de nichos con un diseño nuevo. Todas las lápidas eran del mismo tono de blanco, ninguna de ellas estaba identificada en modo alguno y todas tenían la omnipresente cruz cristiana, perfilada en negro de una manera muy sutil. Ni flores ni objetos personales ni nada de particular. Reflexioné acerca de aquello. ¿Quiénes yacían al otro lado de los mármoles? Los mendigos no merecían tan cuidado diseño. ¿Soldados caídos en el frente cuyos restos no habían podido ser identificados? ¿Víctimas anónimas del terrorismo de Estado? ¿Alienígenas? Sonreí al sentirme en la piel de un famoso agente del FBI amante de las teorías conspiratorias. De tener un amigo juez, le pediría que ordenara la exhumación inmediata de alguno de aquellos nichos.
Con más preguntas que respuestas, más por inercia que por iniciativa propia, giré a derecha e izquierda, pasando delante de más y más y más nichos. Lápidas negras, grises y blancas. Números correlativos que ponían orden de entrada al cielo. Y al infierno. Flores lustrosas, flores secas. Tumbas sin flores. Más tumbas sin flores. Más y más mensajes de despedida y de recuerdo. Mensajes de dolor a veces mal disimulado. Más y más muerte en estado de quietud. De normalidad.
«Tumba vacía», habían escrito sobre cemento en uno de los nichos que, curiosamente, aparecía sellado. ¿Tumba vacía? ¿Qué necesidad había de tapar la sepultura y escribir luego aquel mensaje? De haber estado a una altura más accesible, habría comprobado la verosimilitud del aviso. ¿Cabía la posibilidad de que la tumba no estuviera tan vacía como se quería dar a entender? No se me ocurría mejor forma de engañar a las funerarias y al Ayuntamiento que metiendo un ataúd y convencer luego al sepulturero de que pusiera aquellas dos palabras en el cemento que precintaba el nicho. Hasta muerto había que seguir pagando impuestos.
Una algarabía me sacó de mis pensamientos, que divagaban sin control ni freno. Un alboroto que solo los niños son capaces de producir. ¿Niños? Por instinto y curiosidad malsana, guie mis pasos en dirección al runrún que rebotaba entre las tumbas de manera extraña, impropia. Pensé en la posibilidad de que hubiera algún tipo de excursión en el cementerio.
—Niños, hoy iremos a visitar el cementerio —dijo la maestra de la guardería, que recibió como respuesta una ola de vítores alegres.
Desde luego, este contacto íntimo con las necrópolis no era común en nuestro país, pero me constaba que en otros países más al norte, los cementerios no solo eran un lugar donde enterrar a los vivos que habían dejado de serlo, sino que además eran lugares de agradables paseos, a donde se podía ir con el perro y que, en ocasiones, eran nombrados, incluso, patrimonio de la humanidad.
Los grititos y las risas estaban cada vez más cerca, al otro lado de la esquina. Curioso y precavido, eché un vistazo. Ciertamente, delante de un bloque de nichos se extendía una porción de terreno donde convivían cipreses y tumbas antiguas. Un puñado de críos jugaba al pillapilla, a la rayuela o con las palmas de las manos, mientras entonaban canciones tradicionales que mi memoria había olvidado. Un grupito de ellos jugaba al escondite. Así, mientras un chiquillo de apenas cuatro años, elegantemente vestido como si fuera a hacer su primera comunión, contaba de forma errática contra el mármol de los nichos, sus amigos, de edades parecidas, se ocultaban tras lápidas, cruces y ángeles de piedra en actitud piadosa.
Salí de mi esquina y me expuse a la vista de los chicos. No se inmutaron. Siguieron a lo suyo. No podía dar crédito a lo que veían mis ojos. Miré los mármoles y comprobé que me encontraba ante un bloque completo de tumbas dedicadas exclusivamente a albergar niños. Los nichos vacíos dejaban ver unas oquedades más pequeñas. Se me encogió el corazón. A diferencia del resto de las lápidas que había visto, aquí todas rezaban de la misma forma: «Voló al cielo».
Aturdido, avancé en paralelo al bloque de sepulcros, dejando que los críos, en sus juegos, pasaran a través de mí.
«Voló al cielo».
«Voló al cielo».
«Voló al cielo».
Una lápida compartía dos difuntos, uno de seis meses y otro de dos años. Se me encogió el corazón, un poco más aún.
«En vida fuiste una bella realidad y ahora serás el más bello de nuestros recuerdos». «Voló al cielo». «Voló al cielo». «Voló al cielo».
Los objetos personales eran peluches, pequeños muñecos de colores quemados por el sol y chupetes. Se me encogió el corazón, un poco más, y más aún.