Yehudáh ha-Maccabí. Juan Pablo Aparicio Campillo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Juan Pablo Aparicio Campillo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418730597
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      —¡Vamos! —repetían varias voces.

      Soldados y rebeldes con graves quemaduras, lucharon por salir de aquellas llamas por la única vía facilitada. El fuego consumió pronto los maderos. Eran dos trillos de labor que fueron empleados para servir de puente.

      Entre empellones, unos pocos se las arreglaron para salir. Todos los demás quedaron atrapados gritando. De entre los que pudieron atravesar las llamas, había soldados que, de inmediato, depusieron sus armas y se rindieron. Daniel y Shim’ón habían sobrevivido. Los enemigos eran dos guardias del Templo y un soldado.

      El ataque había terminado. Aún no se sabía el resultado de este desastre, pero tenían que impedir que el fuego avanzase y lo consumiera todo. Con los utensilios de labranza que aún podían tener alguna utilidad, limpiaron alrededor de las numerosas zarzas que poblaban el terreno haciendo un cortafuego. Después de mucho trabajo echando tierra, golpeando las llamas con matas y llevando agua desde el arroyuelo, terminaron de aplacar el fuego intenso y, poco a poco, lo fueron sofocando hasta acabar convertido en débiles hogueras que iban extinguiéndose.

      El aire volvió a hacerse respirable. Pudieron limpiar sus rostros ennegrecidos y empezaron a reconocerse unos a otros. Algunos de los yehudím que habían logrado huir al río, se reincorporaron al grupo en ese momento. Cabizbajos y hundidos por no haber podido hacer nada, contemplaban con horror los restos de su campamento y con pena los cadáveres de sus hermanos de lucha.

      Empezaba a amanecer. Los prisioneros habían sido inmovilizados a la espera de que Matityáhu decidiera qué hacer con ellos. Matityáhu, aunque herido en el hombro, había sobrevivido. También sus cinco hijos que enseguida llegaron a su encuentro y se abrazaron con él y con los demás supervivientes.

      La gran nube de humo se había despejado y daba paso a la luz. Ahora podían analizar lo ocurrido. Se abrazaban constantemente en el reencuentro pues así se insuflaban ánimo unos a otros. Empezaron por identificar a los caídos y deducir quiénes habrían logrado huir.

      —Matityáhu —dijo Natán—, hemos reunido los cuerpos de treinta hermanos, todos con herida de espada, incluidos los que había dentro del anillo quemado. De los enemigos hay veinte cuerpos, diez de ellos muertos por espada dentro del círculo.

      Natán era también de Mod´ín y se había unido a ellos desde el primer día. Tenía una gran fe y seguía a Matityáhu con convicción ciega. Se había convertido en un hermano de la máxima valía y confianza para el grupo.

      —¡Adonay! —se lamentaba Matityáhu—, no hemos podido ni defendernos… Ha sido una matanza de corderos.

      Miró entonces a Daniel y Shim’ón, los dos con fuertes quemaduras y heridas abiertas, elevó sus manos al Cielo y dijo:

      —Bendice, Adonay, a estos hermanos que han dado su vida por nosotros. Yo les rechacé para defender la Alianza y Tú los mantuviste a nuestro lado. Sea Tu Voluntad manifestada en tan heroica reacción suya.

      Y dirigiendo su mirada a los dos, les dio las gracias, los besó y les preguntó:

      —¿Aún estáis dispuestos a dar vuestra vida por la Alianza luchando junto a nosotros?

      —Más que nunca, Matityáhu —dijeron los dos—. Antes de sobrevenir el ataque habíamos estado hablando de ofrecerte nuestros servicios para formar a tus hombres —dijo Shim’ón el shomroní—. Confiábamos en que Di–s te hiciera una señal durante la noche, pero no podíamos pensar en tan trágico despertar.

      —Como tú dices —siguió Daniel—, han sido ovejas en manos de lobos. Así no duraréis una segunda emboscada. Daos cuenta de que tan solo eran unos sesenta o setenta. Este caos no puede darse otra vez. Tus hombres necesitan armas, formación y entrenamiento militar si queréis ser útiles al Pueblo. Nosotros hemos sido sus oficiales creciendo en el seno del ejército seléucida desde que tenemos uso de razón. Conocemos todo de ellos. Hemos luchado en cada territorio del mundo que dominan. Somos dos retirados con que sufrimos una discapacidad y aun así hemos podido acabar con trece de ellos y tú con otros tres. También tus hijos se han defendido con valor, como los demás hombres. Pero hoy hemos tenido suerte. Los que nos han atacado no eran de los mejor preparados para el combate.

      —Sus dioses nunca han movido nuestro corazón —añadió Shim’ón—, siempre sentí un gran vacío interior con sus ritos y ofrendas. No recuerdo haber dirigido plegaria alguna a sus estatuas.

      —Es cierto, a mí me ocurría igual —confirmó Daniel—Pero hoy, cuando os escuchaba buscar el auxilio de ha–Shem durante el ataque mi sangre hervía al igual que cuando invocasteis Su Palabra durante el Arvít. Mi corazón estaba alterado en el fragor de la lucha. Pero puedo decirte, Matityáhu, que he sentido por primera vez que Él estaba con nosotros.

      —Es hora de servirle a Él —dijo Shim’ón.

      —Sed bienvenidos a nuestra familia —concluyó Matityáhu—. Os pido perdón y, de nuevo, doy gracias a ha–Shem por haberos traído hasta nosotros.

      Dicho esto, los supervivientes fueron uniéndose por sus antebrazos en señal de hermandad.

      Habían quedado ciento treinta y ocho de los doscientos. Con Daniel y Shim’ón completaban ciento cuarenta hombres. Se suponía que aquellos cuyos cuerpos no fueron encontrados, habían conseguido huir. Nunca se supo de ellos.

      —Ahora recojamos las armas que nos sirvan y enterremos a todos —dijo Matityáhu—. Sacrificad a los caballos heridos. Hay que trabajar rápido, antes de que regresen. Querrán comprobar que estoy muerto y que su misión fue debidamente cumplida. Daos prisa en hacerlo y levantemos el campamento. Yehojanán, ve con otros dos hermanos y avisad a los demás en los asentamientos. Decidles lo que ha pasado y que nos reuniremos en las afueras de Yerijó. Voy al río, necesito retirarme a orar por todo lo sucedido. Debo pedir a ha–Shem que reciba las almas de estos hermanos. Otra vez he manchado de sangre mis manos y no podremos ni dar digna sepultura a los muertos… ¡Adonay!

      Respetaron todos el momento de oración de Matityáhu y se emplearon con diligencia en cavar dos fosas, una para los suyos y otra para los enemigos. Cuando terminaron, lavaron sus manos y oraron por ellos. Después continuaron recogiendo las cosas que aún quedaban útiles para llevarse.

      —¿Veis aquel árbol? —dijo Matityáhu al regresar al desolado campamento—. Grabad las letras M,C,B,´. Señalarán este lugar de dolor para que algún día sean sepultados con mayor dignidad nuestros hermanos.

      Se leía «maccab´» y muchos creyeron que su significado era Matityáhu Cohén Ben Yehojanán (Matityáhu sacerdote hijo de Yehojanán), pero en realidad correspondía al acrónimo del verso quince de Shemót que él tanto amaba: «Mi Camója ba’elímYh–á», «Quién de entre los dioses puede compararse a Ti, Señor».

      Afortunadamente para ellos, sus caballos no habían sufrido. Habían permanecido atados cerca del río. Aunque los animales se mostraban aún alterados por el fuego y el fragor de la lucha, estaban en buenas condiciones para la marcha.

      —¿Dónde será nuestro nuevo campamento, padre? —preguntó Shim’ón, su hijo.

      —Os lo revelaré por el camino —dijo mirando a los prisioneros—. Allí nos reorganizaremos y nos prepararemos. Esto ha sido mi responsabilidad, que ha–Shem se apiade de mí.

      —Matityáhu, ¿qué hacemos con los cuerpos de los caballos muertos? —preguntó Natán.

      —No podemos hacer nada, salgamos cuanto antes de aquí.

      —¿Y los prisioneros? —preguntó Aharón el de Yerijó.

      —Traedlos —dijo Matityáhu.

      —Tú eres del beit–ha–Mikdásh, ¿verdad? —dijo a uno de ellos.

      —Sigo las órdenes del Cohén–ha–Gadól Menelao —contestó.

      —Cuando yo practicaba con vuestros padres, ellos se sentían servidores del Templo, vosotros habéis dejado que os conviertan en escoria. Sois una vergüenza