En general, cuantos solicitaban su incorporación tenían dos circunstancias comunes: eran jóvenes que habían perdido a sus familias a manos de los seléucidas y todos buscaban a Di–s. Eran muchas las conversaciones que Matityáhu mantenía con unos y con otros sobre la Toráh y otros aspectos de la vida de un yehudí que no comprendían. Esta labor daba ánimo a Matityáhu porque en ella veía su auténtica vocación como cohén de ha–Shem.
Algunos de ellos eran, además, también mutilados de guerra que no habían merecido agradecimiento o reconocimiento alguno por parte del ejército seléucida en el que habían servido desde niños. Muchas de las familias, además de sufrir asesinatos en su seno, eran, despojadas de sus hijos, los cuales eran incorporados al ejército y eran adiestrados para formar parte de las tropas seléucidas. Sin embargo, cuando eran heridos en combate y sufrían alguna discapacidad que les invalidaba para el frente, eran rechazados para desempeñar otras funciones porque los seléucidas no olvidaban su origen yehudí. Así que, a pesar de ser fuertes y jóvenes, eran expulsados del ejército. La gran mayoría de ellos quedaban perdidos en tierras lejanas o donde hubiera ocurrido su desgracia. No sabían dónde ir ya que habían perdido todas sus raíces.
Matityáhu recibía a todos con paciencia y ponía interés en conocer los motivos de cada uno para unirse a la rebelión. Tenían una larga conversación cara a cara, después se retiraba a orar y terminado esto, decidía si podían unirse o debían regresar a sus casas. Algunos se quedaban un tiempo a prueba. Matityáhu era sincero con todos, de manera que cada cual conociera bien sus decisiones de ser aceptados o no. No quería mercenarios, porque necesitaba que quien combatiera a su lado sintiese el espíritu de la Toráh grabado a fuego en su interior.
También era habitual que algunos de los que eran rechazados pidieran quedarse para ayudar en otras tareas mientras recuperaban su espíritu y las buenas costumbres y tradiciones yehudím, abandonadas durante sus servicios en el ejército seléucida. Matityáhu les daba una oportunidad y los observaba en el día a día.
Había, entre los últimos llegados, dos antiguos oficiales del ejército seléucida llamados Shim´ón y Daniel, que habían sido licenciados por haber resultado heridos de gravedad en batalla. Debido a su menor capacidad para la lucha, habían sido expulsados del ejército sin pensión, honra o reconocimiento alguno, porque siempre se les recordaba su origen yehudí. Eran usados y cuando, a su juicio, no servían, se los despedía.
—Así nos tratan los yavaním, Matityáhu. Si aún hay un yehudí que crea que con la cultura helena se vivirá mejor, queremos enseñarles cómo honran a quienes han dado su vida por ellos —decía Shim’ón el de Sebaste en Shomrón—. Nos raptan desde pequeños y nos separan de nuestras familias y nuestras tierras, Matityáhu. También hemos sido testigos de muchos casos de niños alistados por sus propios padres cuyos padres para que hagan carrera en el ejército seléucida. Les da igual renunciar a su religión con tal de que sus hijos tengan formación y un futuro, pero no conocen la realidad.
Shim’ón había sido herido en un brazo. Presentaba un corte profundo en el bíceps que mostró sin reparo a Matityáhu cuando se interesó por la razón de su expulsión del ejército.
—En la guerra de Susiana sufrí un ataque por la espalda y mi escudo cayó de inmediato. Faltó muy poco para que, desprotegido, me mataran. El corte dejó mi brazo colgando. Se salvó milagrosamente. Un médico armenio pasó cuarenta días a mi lado hasta que los músculos de mi brazo parecían despertar. Esto hizo que casi no sintiera mi mano izquierda y ya no les servía a pesar de que con la mano derecha puedo matar a muchos aún —decía orgulloso de su preparación.
El otro era Daniel el galileo, llamado así porque su padre se había casado con una joven de ha-Galíl a la que dieron muerte en uno de los hostigamientos ordenados en época de Antíoco III contra sus pueblos para imponer sus leyes. Después, su padre fue asesinado también y él quedó como uno más de los muchos niños esclavos que serían formados como tropa. Una flecha enemiga le había atravesado los músculos extensores del muslo derecho en la batalla de Hecatómpilos. También milagrosamente como Shim´ón, superó la infección sin atención médica alguna, pero nunca recuperó la fuerza en la pierna y presentaba una cojera muy evidente.
Los muchos méritos contraídos por Shim’ón y Daniel en numerosas batallas para el ejército seléucida les sirvieron para ser reconocidos como mandos de sus respectivos batallones, pero cuando dejaron de ser válidos fueron repudiados.
Un año después se encontraron en Gaugamela buscando trabajo y, desde entonces, no se separaron. Después lo intentaron en Nisibis y también en Damésec sin éxito. Fue cuando decidieron regresar a Shomrón y procurar comenzar una nueva vida lejos de las armas.
—¿Solo sois estos? —preguntó Daniel— Aquí no hay más de cien hombres…
—Ahora estamos doscientos en el campamento, los demás están ayudando en los nuevos asentamientos de comunidades a instalarse. Con otro grupo que está recorriendo las tierras ahora, sumamos cerca de seiscientos hombres. Algunas compañías regresarán a lo largo de la semana —contestó Matityáhu, que estaba muy pensativo.
—¿Y las armas? No veo apenas. ¿Con qué haréis la revolución? — preguntó Shim’ón.
—Ha–Shem proveerá, hermanos —fue lo único que pudo contestar Matityáhu.
Desde luego mostraban un gran rencor hacia todo lo relacionado con el helenismo y eran hombres muy experimentados, pero Matityáhu quería luchadores por la Toráh y no soldados que actuaran ciegos de venganza, aun por muy justos que fueran los motivos. Finalmente, les dijo cuánto lamentaba no poder aceptarlos pues ha–Shem guiaría solo a los puros a la victoria en la lucha por la libertad. Ellos no ocultaron su decepción ante esta respuesta pues también se temían que podía deberse a sus limitaciones físicas.
—Tenemos que respetar tu decisión —dijo Daniel.
—Entendemos tus razones, y aunque creo que pierdes a amigos nobles para vuestra causa —añadió Shim’ón—. No vamos a intentar convencerte. Regresaremos a nuestro trabajo mañana si nos permites pasar la noche en vuestro campamento.
—Sois parte de nosotros esta noche. Disponed de la tienda que ahora os mostrará uno de mis hijos, Di–s os bendiga.
Aquella noche decidieron también compartir con todos el rezo de Arvít. A la luz de la hoguera, en aquella sinagoga de corazones unidos, percibieron su particular llamada. Después se retiraron todos a descansar, salvo los que quedaban de guardia.
Daniel y Shim’ón compartían sukkáh, una pequeña tienda en la que podían tumbarse para dormir o bien estar sentados en unos troncos que servían de asiento. Ninguno de los dos podía conciliar el sueño debido a la experiencia de volver a escuchar la Toráh junto a las explicaciones y el midrásh dados por Matityáhu. Desde que sus respectivos padres fueron ejecutados, no habían vuelto a sentir la vibración interior que produce la Palabra Sagrada. Todo esto, unido al disgusto por no haber sido aceptados, les removía. Así que comenzaron a urdir un plan para quedarse con los proscritos y formar parte de ellos.
—Yo no pienso regresar —dijo Daniel.
—Sin encontrar la forma de que el tozudo cohén nos admita —dijo Shim’ón—, ¿cómo piensas que podamos quedarnos? Y nos hemos comprometido a dejar el campamento mañana.
—Te apuesto