Yehudáh ha-Maccabí. Juan Pablo Aparicio Campillo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Juan Pablo Aparicio Campillo
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788418730597
Скачать книгу
a los seléucidas, nos necesitan! —replicó Daniel.

      —¿Crees que aceptarán que les ofrezcamos adiestramiento? —preguntó Shim’ón.

      —Matityáhu es inteligente, le haremos recapacitar. Me gustaría ayudar a convertir a este grupo de insensatos en un ejército. Sin adiestramiento no durarán ni el primer cuerpo a cuerpo —continuó Daniel.

      —Estoy contigo, da pena ver lo que van a hacer con ellos, y Matityáhu debería saberlo antes de liderarlos hasta una muerte ignominiosa —sentenció Shim’ón.

      —Durmamos y mañana lo hablamos nuevamente con él, si Di–s le está guiando en su misión, no puede permitir que no le ayudemos.

      Tras desearse paz y descanso, se dispusieron a reponer fuerzas, siendo desconocedores del acontecimiento que les sorprendería en plena vigilia.

      Alguien de la guardia gritó: «¡A mí, por ha–Shem!».

      Jinetes armados atravesaban el campamento, incendiando las sukkót, de donde salían aún aturdidos los soldados de Matityáhu. El fuego y el aluvión de flechas provocaban una confusión total. Estaban siendo atacados por sorpresa. El retén de guardia no había sido capaz de advertir ni un ruido y, de repente, los tenían encima, acribillándolos y cortándoles el paso a las armas y a la retirada.

      Guardias del Cohén–ha–Gadól y soldados seléucidas habían descubierto, gracias a un espía, el lugar donde se escondía Matityáhu con su grupo de rebeldes. No eran más de sesenta hombres, pero estaban bien provistos de arcos y espadas, iban a caballo y sabían lo que era matar. En cambio, los de Matityáhu no eran sino un puñado de buenos yehudím dispuestos a todo, pero carentes de lo necesario para enfrentarse no ya a un ejército, sino a una pequeña facción de aquél.

      Daniel y Shim’ón, los recién llegados, cogieron sus espadas y salieron de la sukkáh para combatir.

      —¡Huid hacia el agua! —gritaban a todos—, ¡alejaos de la luz del fuego! ¡Corred!

      Los yehudím corrían de un lado para otro y se defendían como podían. Pero la velocidad del ataque y la falta de armas efectivas les había dejado indefensos. Trataban de repeler los ataques de espada con lo primero que encontraban. Al tercer golpe caían y eran rematados en el suelo. Solo los hijos de Matityáhu aguantaban protegiendo a Yehudáh, que no tenía armas. Por suerte, ellos sí habían podido coger sus espadas, pues eran parte de la guardia en el lado contrario del campamento por donde sufrieron la embestida.

      El enemigo se había organizado en dos posiciones de ataque, los primeros penetraron a saco en el campamento, los demás quedaban detrás. Unos atentos a perseguir a los que lograban huir y los de la retaguardia saeteando a los yehudím con sus flechas y atentos a entrar en la lucha si sufrían bajas.

      Daniel y Shim’ón daban muestra de su experiencia como hombres de guerra. Quizá no estaban capacitados para liderar a un ejército, pero eran excelentes combatientes a pesar de sus respectivos problemas. Lograron derribar a cinco jinetes entre los dos, pero eran muchos para ellos. Espalda contra espalda siguieron repeliendo los ataques a la vez que observaban la posición del enemigo. En medio de la confusión, lograron ver cómo Matityáhu se defendía de dos atacantes que él mismo había derribado de sus caballos. Daniel y Shim’ón corrieron hasta él y les dieron muerte sorprendiéndoles por la espalda. Matityáhu les dijo:

      —¡Tengo que encontrar a mis hijos! ¡Socorred a los que huyen o nos matarán a todos!

      —¡Cuenta con ello, pero han ido en demasiadas direcciones y solo somos dos!

      —Ha–Shem os guiará, hermanos —dijo mientras era atacado por otro seléucida—. ¡No os preocupéis por mí! ¡Corred a defender a los demás!

      Daniel y Shim’ón conocían estas situaciones de ataque nocturno por sorpresa y decidieron actuar a su manera. Mientras se deshacían de otros soldados y esquivaban alguna que otra flecha, dándose instrucciones el uno al otro luchaban coordinados ante la avalancha de enemigos que tenían que neutralizar.

      —¡El círculo, Daniel, no hay otra forma! —gritó Shim’ón.

      —¡Tú por allí y yo por este lado! —contestó aquel.

      Los seléucidas estaban intentando mantener a todos bajo control en el campamento para terminar rápida y fácilmente con ellos. Unos hostigaban y otros, más alejados, controlaban las huidas y lanzaban sus flechas. Solo los que salían del umbral de la luz producida por el fuego, tenían escapatoria pero los que permanecían bajo el resplandor eran blancos fáciles que acababan atravesados por una o varias flechas. Si no morían en la pelea con el soldado enemigo, los arqueros terminaban con su vida.

      El combate no podía ser más desigual. Los rebeldes aguantarían muy poco más. Eran como una camada de conejitos sorprendidos que trataban de escapar sin posibilidad. Todos habían reaccionado tarde. Además, en el fragor de la persecución y el miedo, ni oían a Daniel y Shim’ón gritarles que huyeran hacia el río, ni encontraban con qué repeler el ataque. En medio de una gran agitación, llenos de pánico y confusión, los yehudím solo intentaban escapar de cualquier manera.

      Shim´ón y Daniel se proponían dividir a los soldados enemigos y solo el fuego podía hacerlo. De esta manera muchos enemigos morirían y algunos de los suyos podrían tener opción de de escapar de la carnicería a la que estaban abocados. Extender el fuego alrededor del campo de batalla era un suicidio, pero obligaría a los jinetes a desmontar y sus caballos huirían de las llamas. Había que impedir que pudieran mantenerse en esa posición de retaguardia matando impunemente con sus flechas a los indefensos yehudím. Una vez a pie y sin el apoyo de los arqueros, todos ellos serían enemigos más asequibles. Unos y otros terminarían rodeados de fuego sin posibilidad de salir con vida. En más de una contienda en el pasado, ambos habían sido instruidos para sacrificarse, si era necesario, por el bien de las tropas. La táctica se había utilizado en situaciones desesperadas a fin de dar algún margen de escapatoria a parte del ejército en situaciones de inferioridad manifiesta. Realizar un círculo de fuego alrededor de los combatientes garantizaba que los atacantes no pudieran vencer por superioridad. Para enfrentamientos en situación de inferioridad, el fuego se convertía en aliado de quien supiera utilizarlo en su provecho. Era una maniobra que pocos utilizaban pues requería mucha disciplina y valor para ejecutarla. Pero siempre había resultado definitiva. Al fin y al cabo, los que luchaban en desventaja iban a morir irremediablemente. Era un sacrificio útil en pos de dar una vía de huída y salvación a los demás o de rehacerse de un ataque traidor como el que estaban sufriendo.

      Daniel y Shim’ón fueron derribando las sukkót incendiadas y arrastrando sus palos y telas para unirlas y así cercar el campamento con el fuego. Varias flechas estuvieron a punto de acabar con ellos, pero su movilidad y el intenso fulgor de las llamas les daban cierta protección. Los caballos enemigos comenzaron a encabritarse derribando a algunos de sus jinetes. Por fin lograron dividir a sus atacantes. Como habían previsto, los caballos no se atrevían a cruzar el fuego y solo porfiaban por alejarse de las temibles llamaradas. Ante la falta de visibilidad y el riesgo de matar a sus propios soldados, no podían seguir disparando flechas. Algunos descabalgaron y atravesaron el perímetro de fuego que aún no se había cerrado por completo. En su intención de socorrer a los suyos, se habían metido también en la trampa mortal. La sequedad de los matorrales y la aridez del terreno, alimentaron las llamas y se esparcieron rápidamente.

      Luchar en el interior de aquel incendio era asfixiante. Pero, por fin, se había conseguido que el humo y el fuego impidieran el ataque franco por parte de los soldados. Daniel y Shim´ón, que se habían cubierto el rostro para no inhalar el humo directamente, fueron aún capaces de acabar con la vida de diez hombres más. Todos los que intentaron salir se abrasaron en la huida.

      Los enemigos que quedaban a caballo se debatían entre perseguir a los fugitivos que habían escapado o socorrer a los que hubiera dentro. Al contemplar el panorama de destrucción, el oficial al mando pensó que ya habían cumplido con su cometido y dio la voz de alejarse del campamento. El fuego terminaría de completar el trabajo de aniquilar a los rebeldes y nada podía hacerse ya por los suyos.

      Mientras