—Pero ¡David ha–Mélej conquistó y, antes que él, Moshé cuando guio al Pueblo, había tenido que conquistar tierras para asentarse…!
—¡Yehudáh, no! Ellos no conquistaron nuevas tierras, sino que recuperaron lo perdido. Pero todo había sido dado por ha–Shem desde la época de Avrahám Avínu. Es cierto que parte de los hebreos decidieron ir a Mitsráyim ante las dificultades que durante años se presentaron y terminamos siendo poco menos que esclavos en esa nación. Aquellos otros que permanecieron en la tierra de Israel acabaron abandonando la Alianza. De esta manera, no consideraban ya hermanos de fe a los que regresaron con Moshé ni reconocieron la voluntad de Di–s que con ellos regresaba a esta santa tierra. Pero no somos un Pueblo conquistador como los yavaním, los babilonios, o los romanos. Solo queremos vivir en paz en laTierra que se nos confió. Ten esto siempre presente, hijo, y recuerda que a David ha–Mélej no le fue permitido levantar el beit–ha–Mikdásh, sino que hubo de hacerlo Shlomóh porque David tenía las manos manchadas de sangre. Ha–Shem es justo, perfecto y puro, no podemos ensuciar Su obra ni poner trabas a Su Voluntad. Todos somos iguales ante Él, no importa que hayamos sido reyes o poderosos en este mundo.
—¿Entonces nosotros tendríamos que luchar para defendernos de los seléucidas? Ellos queman nuestras casas, matan al Pueblo y han profanado el Templo…
Se hizo un silencio que congelaba los labios de Matityáhu. Finalmente habló:
—Roguemos a ha–Shem para que Su Voluntad nos guíe y proteja, Yehudáh.
—Sí, padre —contestó pacífico Yehudáh.
Durante su adolescencia, Yehudáh y sus hermanos crecían en virtudes. Sabían cuidar el ganado, labrar y sembrar la tierra, ayudaban a sus vecinos y entre ellos eran un grupo unido.
Todos los jóvenes de Mod´ín acompañaban a Yehudáh en sus prácticas. Subían la colina varias veces, tantas como cada uno aguantaba. Jugaban a lanzar piedras pesadas lo más lejos posible. Marcaban el impacto en la tierra trazando una línea. De esta forma comprobaban la progresión de sus lanzamientos. También practicaban la puntería con arcos y flechas, todo fabricado por ellos mismos y, con frecuencia, jugaban con palos que chocaban como espadas.
Su padre les observaba de lejos y recordaba su propia juventud cuando le gustaba ejercitarse con la guardia del beit–ha–Mikdásh. Con ellos había aprendido a sobrellevar el sufrimiento con disciplina y valor.
La Guardia del Templo se ejercitaba con rigor porque tenían que estar preparados para garantizar la seguridad en el beit–ha–Mikdásh. Por el contrario, Matityáhu se sometía a tan estricta instrucción, para cuidarse mejor y así lo ofrecía a ha–Shem en sus oraciones. Pero lo cierto es que había adquirido gran destreza cabalgando y luchando. Sin ser lo más propio para un futuro cohén, no sentía que ha–Shem estuviera enojado con él. Además, sus maestros tampoco le reprendían porque era un fiel cumplidor de la Toráh.Veían en él a un cohén de gran humanidad y piedad que serviría fielmente a Di–s y al beit–ha–Mikdásh.
Todas estas cualidades le habían convertido en un aspirante a ocupar el cargo de Sumo Sacerdote si, algún día, se quebrara la línea familiar de ha–Cohén–ha–Gadól instaurada desde el regreso de Babilonia y la reconstrucción del beit–ha–Mikdásh. Había tenido el honor de conocer a Joniyó II, a Shim´ón II y, finalmente, a Joniyó III.
Pero estas virtudes de Matityáhu, se habían vuelto contra él por envidias y porque, entre muchos de ellos, primaba la afición por el poder y ensuciaban el sagrado servicio al que estaba consagrado el beit–ha–Mikdásh. En esas pugnas por el poder nunca estuvo Matityáhu.
Habían pasado muchos años desde el acontecimiento de los juegos de Yerushaláyim. Jasón ya había sido depuesto y sustituido por Menelao en el año 172 a. e. c. Pero nadie se había olvidado de aquel dichoso día. Por entonces, Menelao asistía ya a Jasón como secretario y también había conocido a Matityáhu. Tampoco él se olvidó ni de Matityáhu ni de Mod´ín. Movido por su propia indignad, Menelao envió emisarios a Antioquía para que nuevas estatuas de Júpiter le fueran enviadas a la provincia de Yehudáh.
La orden de Menelao fue cumplida. Se llevaron los nuevos ídolos a los pueblos y ciudades con instrucciones de levantar altares y obligar a los yehudím a cumplir con las ofrendas que se exigían para los nuevos dioses en las fechas conmemorativas señaladas por los seléucidas. Por orden de Menelao, para Mod´ín se había preparado un ídolo especialmente irreverente, así como un altar desmesurado en comparación a los destinados a las demás poblaciones.
Fue entonces cuando sucedió el incidente que culminó con la muerte del heraldo y del renegado a manos de Matityáhu ante su indignación por el altar pagano de Mod’ín y su rechazo a admitir tal ofensa a ha–Shem y contra los yehudím.
Aquel suceso cambió para siempre la vida de Matityáhu y la de su familia. Pero también la del Pueblo Yehudí, pues trajo consecuencias que ni Jasón ni Menelao, sus instigadores, podrían haber imaginado.
CAPÍTULO IV
La vida de los rebeldes. Un ejército para defender la Toráh
Desde el triste acontecimiento de Mod’ín, Matityáhu y sus hijos se convirtieron en proscritos y fugitivos. Huyeron lejos de las poblaciones, al desierto y a las montañas. Constantemente se veían obligados a cambiar su posición porque ningún lugar era seguro para ellos. Otros veinte hombres, cuyas familias habían sido asesinadas en las aldeas de alrededor, se unieron a ellos como hermanos unidos en la lucha.
Apenas habían intervenido de forma relevante pero la fama de Matityáhu y sus hijos se extendió muy rápidamente pues los yehudím necesitaban una esperanza de que su Di–s iluminara a alguno de Sus hijos para defender la Alianza y su libertad. Por esta razón, cualquier hecho referido a los rebeldes de Matityáhu, era magnificado y utilizado para darse ánimo unos a otros. En pocos meses, el grupo se había ampliado a doscientos hombres. Después de vagar de un lugar a otro, viviendo tanto en los desiertos como en los bosques y los montes, se asentaron en unas elevaciones al noroeste de Yerijó, a poca distancia del nejar–ha–Yardén, el río Jordán.
Se obligaba al Pueblo a denunciar el paradero de Matityáhu bajo la imposición de penas o castigos que serían ejecutadas contra comunidades enteras. Por todo el territorio, había proclamas de funcionarios del rey y desde el propio beit–ha–Mikdásh, exigiendo información a todo el que pudiera saber sobre los insurgentes. Se infiltraron espías entre la población para indagar. Atrapar a Matityáhu se había convertido en una prioridad para Menelao. Quería presentar este trofeo ante el rey Antíoco para conservar sus privilegios.
También se ofrecieron recompensas por delatar su refugio, pero nada obtuvieron a pesar de las intimidaciones, las amenazas y los métodos violentos utilizados.
Matityáhu añoraba la paz interior que había preservado siempre como su mayor bien. Él estaba dispuesto para luchar, pero rogaba a ha–Shem que le mostrara el camino y el momento. Sabía que actuar de forma imprudente solo conseguiría que él, sus hijos y los hermanos de fe que les seguían, terminaran muertos, así como el Pueblo más castigado. Había rezado por aquellos a los que mató. Pero no podía arrepentirse de su arrebato. Su sentimiento de defensa de lo Sagrado superaba todo temor a represalias. Nunca sería contemplativo ante la profanación del beit–ha–Mikdásh que, para Matityáhu, también se hallaba en el corazón de un yehudí piadoso. Por este motivo, la vida de un yehudí simbolizaba cada una de las piedras con las que se edificaba día tras día el beit-ha-Mikdásh en el corazón del Pueblo Yehudí. Matityáhu tenía la convicción