No se lo veía muy feliz con el nuevo secreto.
–Bueno.
Lo abracé fuerte, se rio con la nariz contra mi cuello e inspiró.
–Y te prometo que trabajaré en el azul. Gracias por decirme. Me alegra saber que alguien me cuida.
–Me alegro de que te sientas mejor –susurró–. Alfa dijo que estabas enfermo y en cama y que por eso no te habíamos visto por unos días, aunque hubo luna llena. Pensé que los lobos no se enfermaban.
Me temblaron las manos. Unos días. Unos días. Pero eso quería decir…
–¿Por qué no estás en la escuela?
Se rio.
–Es sábado, bobo. No tengo que ir a la escuela los sábados.
–Claro que no –la piel me vibraba–. Nadie va a la escuela los sábados.
Se alejó de mí cuando un grupo de chicos al otro lado de la casa lo llamó.
–¡Adiós, Robbie! –me gritó por encima del hombro mientras corría hacia sus amigos.
Me quedé detrás de la casa por un largo rato.
–No sé qué es lo que le pasa –se quejó Michelle, irritada. Apretó un botón del teclado y la computadora emitió un pitido–. Nunca hace lo que quiero que haga, y necesita actualizarse cada cinco segundos.
–Tampoco tan seguido.
–Se siente como que sí.
–No ayuda mucho que le de golpes.
–A veces golpear cosas me hace sentir mejor –suspiró.
–Por más que sea así, no creo que los dispositivos electrónicos respondan a la violencia física. No se puede usar la fuerza del Alfa en una actualización de Windows.
Empujó el escritorio con las manos hacia atrás y su silla chocó contra la estantería. Se sacudía un poco cuando se incorporó.
–Solo… ¿puedes arreglarlo, por favor? No tengo tiempo para lidiar con esto y tú entiendes de estas cosas mucho mejor que yo. Viene una manada la semana que viene, y no quiero pasar el tiempo preocupándome por esto.
–¿Algo importante? –pregunté. Normalmente mantenía el pico cerrado, pero era su segundo, según sus propias palabras, y me sentía un poco más valiente de lo habitual. Negó con la cabeza.
–No. Estarán de paso y quieren presentar sus respetos –se apartó de la silla y me indicó que la ocupara–. Tengo que ir a una reunión en el pueblo. ¿Puedes tener esto terminado antes de que yo vuelva?
–¿Tengo que ir?
–No creo. Quiero que Ezra revise las protecciones que rodean Caswell. Asegurarnos de que estén intactas. Todas las precauciones son pocas estos días. Cualquier cosa puede intentar escabullirse dentro.
Me parecía que estaban siendo paranoicos, pero siempre y cuando no tuviera que caminar con Ezra mientras se ocupaba de las defensas, no tenía problema. Era una tarea larga y aburrida, y escuchar a Ezra mascullando frente a muros invisibles no hacía que la tarde fuera agradable.
–Yo me ocupo. Estará terminado para cuando regrese. Trabaja muy duro. Especialmente para ser sábado.
Ni se inmutó. Pareció aliviada.
–Gracias. Me salvas –se dirigió hacia la puerta y yo me senté en su silla. Me miró con la mano en el pomo de la puerta–. Cierra cuando te vayas. ¿Robbie?
–¿Sí? –alcé la vista del monitor.
Parecía a punto de decir algo, pero sacudió la cabeza.
–Nada. Gracias. No sé qué haría sin ti.
Desapareció antes de que pudiera responderle.
Sentí calor ante el elogio de mi Alfa. Era algo pequeño, pero se sentía como un fuego que me ardía en el pecho. Casi sentí que debía decirle que me parecía haber perdido un par de días por algún lado, ¿quizá ella podía decirme dónde los había metido?
Sacudí la cabeza.
Parecía un cachorro.
–Bueno –murmuré, haciendo crujir los nudillos–. Veamos con qué nos encontramos.
Tenía programas espías.
Y programas publicitarios.
Y un caos de mierda.
–Cielos –dije por lo bajo–. Con razón va todo tan lento.
Hice correr el programa de seguridad. Mientras se ejecutaba la revisión del sistema, me recliné en la silla y dejé que mi cabeza colgara. Miré hacia la biblioteca que se alzaba detrás de mí, con viejos libros con letras doradas en los lomos con títulos tales como “HISTORIA DE LA LICANTROPÍA” y “LA LUNA Y TÚ: MITOS Y VERDADES”.
Me paré para explorar la biblioteca mientras la computadora hacía lo suyo. Michelle no me había dicho que no podía hacerlo, y aunque no estaba para decirme lo contrario, me sentía como si estuviera cruzando una línea.
–Es historia, nada más –murmuré–. No está mal que quiera aprender.
Estaba solo en la oficina de la Alfa de todos.
¿Qué mal podía hacer?
Con la voz de Tony susurrándome al oído y la visión de un lobo blanco en una casa en ruinas, rocé los lomos con los dedos. Algunos, en particular los que estaban en la parte superior de la estantería, justo fuera de mi alcance, estaban cubiertos de una fina capa de polvo, como si nadie los hubiera movido del estante en años. Me daba cuenta de cuáles habían sido movidos porque no había polvo frente a ellos, pero trataban todos de reglas y normas, de las antiguas leyes que gobernaban el mundo de los lobos.
En otras palabras, pura porquería.
Pero.
Había dos tomos en la esquina derecha, metidos entre libros más grandes. Uno parecía muy antiguo, las palabras del lomo eran de un dorado desvaído. El otro, el más delgado de los dos, no tenía título en el lomo.
–¿Qué es esto? –le pregunté al aire.
Miré la computadora.
Estaba por la mitad.
La casa estaba vacía.
Afuera, oía a lobos hablando entre ellos.
La lluvia estaba cerca. Caería durante la próxima hora. Podía olerla.
A pesar mío, coloqué la silla contra la biblioteca y me subí a ella. Se tambaleó, pero aguantó.
La gruesa capa de polvo sobre el estante superior me hizo picar la nariz. Fueran lo que fueran, estos libros no habían sido movidos en mucho tiempo. Tomé los dos, el más antiguo encima del otro. La piel empezó a hormiguearme cuando vi la desvaída pata dorada grabada sobre la tapa.
Las páginas eran rígidas, casi como cartón. Las palabras en las primeras páginas eran ilegibles, notas escritas a mano que se habían borrado con el paso del tiempo. Logré distinguir algunas fechas en las esquinas derechas superiores. Si eran ciertas, el libro que tenía entre las manos tenía más de cuatrocientos años.
Me detuve cuando llegué a una página con un dibujo.
Una bestia.
Un monstruo.
Un lobo, pero no se parecía