Me di cuenta del instante en que lo comprendió. Estaba sintiendo algo, y estaba incómoda.
–No… eso no sucederá. No aquí. No a nosotros. Y jamás a ti. Estás a salvo, Robbie. Te lo juro como tu Alfa. Nada te sucederá.
Ya me había sucedido. Y pensé que lo sabía. Los dos lo sabían.
–¿Por qué no vas a casa? –sugirió Ezra–. Descansa un poco. Es evidente que aún no te has recuperado del todo.
–He descansado lo suficiente ya. No necesito descansar más. Creo que iré a correr, si ya no me necesitan.
–Me parece bien, Robbie –asintió Michelle–. Estira las piernas. Te necesito en las mejores condiciones. Haz lo que tengas que hacer.
Ah, lo haría.
Los saludé con la cabeza y bajé del porche hacia la lluvia.
Me detuve cuando oí a Ezra decir mi nombre.
No me di vuelta.
–¿Cómo entraste? –me preguntó.
–El código. Puse el código en la puerta. ¿Por qué?
–Interesante. ¿Y no hubo… complicaciones?
–No. ¿Debería haber habido? –lo miré por encima del hombro.
Sonrió.
–Por supuesto que no. Ve a correr, querido. Siente la hierba bajo tus patas. El agua del lago en la boca y
(luz del sol toda la luz del sol es calor es hogar)
la lluvia en la cara. Me encantaría poder correr contigo, pero ambos sabemos que me dejarías atrás, muy atrás.
–No sería capaz de hacer eso.
Se rio.
–No serías capaz de hacerlo. Me alegra que lo sepas, querido –me saludó con la mano–. Vete de aquí.
–Alfa –me despedí con una inclinación de la cabeza y los dejé de pie frente a la casa.
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