–Se llevó a un niño. Un niño pequeño. Un principito, o lo más cercano a uno que tenemos en esta época. El lobo lastimó horriblemente al niño, que se salvó solamente por la gracia de la luna. Pero no antes de que el lobo lo hubiera torturado de maneras que ningún niño debería haber conocido –parecía sentir una tristeza infinita–. No espero que entiendas semejante cosa. Jamás lastimarías a alguien que no se lo merece. Y aunque el niño no era inocente, precisamente, lo que le hizo fue una locura.
–¿Qué demonios? –pregunté, incrédulo–. ¿Qué quieres decir con que no era inocente? Era un niño.
–Ya sé, ya sé –reconoció Ezra, alzando las manos para calmarme–. Pero incluso los niños son capaces de cosas que no esperaríamos de ellos. Y cuando vienes de una familia como la de él, es necesario ser extremadamente cauteloso. Su familia… es… bueno. Digamos que quiere algo que no puede tener. Algo que no le pertenece.
Me miró fijo.
–Algo que va contra la naturaleza misma de los lobos.
Se encendieron alarmas en mi mente. Sentí que las paredes se me venían encima.
–¿Qué? ¿Qué quieren?
–Que desaparezca tu Alfa. Que la Alfa de todos se derrumbe y que nuestro mundo se suma en el caos. Que los humanos se integren a la manada de lobos. Tú sabes mejor que nadie del peligro que representan los humanos, y de qué son capaces. A esta familia no le importa. Están dispuestos a destruir todo por lo que hemos trabajado tanto e imponer su voluntad a todos los lobos. Y yo no puedo permitirlo.
–¿Por qué no me lo contaste nunca? –le espeté–. ¿Cómo carajos voy a protegerla si no se nada de esto?
Se lo veía frágil y débil. Su mano tembló contra mi muñeca. Habló en voz baja.
–Disculpa a un hombre viejo. Solo quería protegerte de toda la oscuridad. Darte una vida en la que solo experimentaras paz, después de todo lo que has sufrido. Me equivoqué. Te subestimé, querido. No debería haberlo hecho. Te mereces algo mejor –inspiró hondo–. No sé qué nos depara el futuro. Pero sé que, si queremos sobrevivir, es importante que sepas quiénes son nuestros enemigos. El hombre en la casa. El prisionero. Es un enemigo, pero le hemos quitado las garras. Aunque, a pesar de eso, parece ser capaz de algún tipo de influencia. Me pregunto, ¿qué es? Dime, querido. ¿Por qué ahora? ¿Por qué surgió esto ahora? ¿Alguien te dijo algo?
Terreno peligroso.
–Es secreto –dije–. Y no me gustan los secretos.
Era una distracción, improvisada y burda.
Pero funcionó. Asintió.
–Sé que no. Pero es por tu bien. Y por el bien de todos. No será el último. Siento que nos esperan tiempos peligrosos –nunca lo había visto tan anciano como cuando dijo–: Es hora de que sepas quién es el verdadero enemigo. Los que podrían quitárnoslo todo.
–Dime. Dime. Dime.
–Son los Bennett. Y lo destruirán todo, si se lo permitimos.
Me dejó después de que le prometí que descansaría. Extrajo mis gafas del bolsillo de su abrigo y los dejó sobre la mesita de luz.
–Lobo bobo –me dijo–. No las necesitas.
Te quiero, te quiero, te quiero.
No respondí.
–Omegas –dije, cuando llegó al umbral de la puerta. Se detuvo, sin darse vuelta.
–¿Qué pasa con los Omegas?
–¿Alguna vez viste uno?
–Ah, sí –contestó enseguida–. Pobres criaturas. Salvajes y oscuras. No puedo imaginarme cómo se siente sentir que te arrancan todo, que tu lazo quede destrozado en mil pedazos. Creo que yo también perdería la cabeza.
Me miró de reojo, por encima del hombro.
–¿Por qué preguntas?
–Me preguntaba qué otra cosa no me habías contado.
–Me lo merezco –admitió, con una expresión dolida–. Y no, querido, te prometo que sabes todo lo que yo sé. No te ocultaré más estas cosas. No eres un niño.
–No. No lo soy.
Asintió.
–Duerme, Robbie. Hablaremos más en la mañana.
Cerró la puerta detrás de sí y me dejó solo.
Me dejé caer en la cama de nuevo e intenté concentrarme.
Bennett.
Ese nombre.
Conocía ese nombre.
¿No era así?
Por supuesto que sí.
Estaba perdido en la niebla, en los márgenes, pero lo conocía.
Ahora apenas si se lo pronunciaba en voz alta.
Habían traicionado a los lobos.
Eran el enemigo.
Y si pensaban que me iba a quedar de brazos cruzados y permitir que me quitaran a mi Alfa, estaban equivocados.
Haría cualquier cosa para protegerla.
Cualquier cosa.
No soñé con lobos.
En su lugar, había una sombra sobre mi cama.
No podía moverme.
No podía gritar.
Se inclinó y me susurró al oído.
Dijo…
Abrí los ojos.
El cielo se veía gris a través de la ventana.
Parpadeé mientras bostezaba, y me crujió la mandíbula.
Oía a Ezra en el piso de abajo, en la cocina. Olía el café espantoso que siempre preparaba. Sonreí.
Salí de un salto de la cama, rascándome el estómago desnudo y haciendo crujir la espalda.
Me sentía… bien.
Tenía la mente despejada.
Busqué los vaqueros que había usado el día anterior. Estaban doblados sobre la cómoda.
Fruncí el ceño. Por más que lo intentaba, no recordaba habérmelos quitado y puesto allí.
Sacudí la cabeza. No era nada. Ayer… bueno. Había sido lo que había sido. Y aunque apenas tuviera un vago recuerdo, estaba bien. Michelle estaba contenta. Ezra estaba contento. Había hecho un buen trabajo. Se preocupaban por mí, y no podía pedir más.
Tomé los vaqueros y los olfateé. Olían bien. Tenían el olor de un lobo extraño y… ¿heno? ¿Cuándo demonios había estado cerca de heno?
Qué importaba.
Me los puse, tenían tiro bajo. Mi billetera estaba en el bolsillo de atrás. El bolsillo delantero estaba arrugado, así que metí la mano para acomodarlo.
Había algo dentro.
Lo extraje.
Un pedacito de papel. Una nota adhesiva. Naranja brillante.
Había