No recordaba haberlo escrito.
Sabía qué quería decir. Era un juego de mamá, como el Ahorcado. Lo usaba para enseñarme a deletrear.
Me lo quedé mirando. ¿Cuándo había metido la nota? ¿Cuándo la había escrito?
Fui al armario y lo abrí, y aparté la ropa colgada. Allí, en el fondo del armario, había un pequeño panel de madera. Aunque alguien mirara, no lo vería. Ni siquiera Ezra conocía su existencia. Había esperado a que saliera de la casa durante mi segunda semana en el complejo para cortar la madera del fondo del armario.
Dejé que un poco de uña creciera en mi dedo índice derecho, y lo metí en la delgadísima hendidura de la parte superior. Tironeé.
El panel se cayó.
Adentro (ADENTRO) había una caja con todos mis secretos.
La extraje y me senté en el suelo, con la caja sobre la falda.
Era sencilla y estaba hecha de pino. Había sido un joyero, pero mi madre había vendido todo su contenido para financiar nuestro escape.
Ahora estaba repleta de pequeños tesoros.
Su licencia de conducir. No sonreía. Toqué la foto antes de hacerla a un lado.
En una esquina de la caja, había un lobo de piedra.
Un regalo para quien me completara.
Había sido tallado por el Alfa que me enseñó a transformarme. Me dijo que debía mantenerlo a resguardo. Entero. Era pequeño y de piedra negra, las orejas levantadas, la cola alrededor de las patas del lobo. La levanté y…
Debajo, había una ¿tarjeta? doblada. No la reconocí.
Dejé a un lado el lobo de piedra.
La tarjeta cayó sobre la caja y se abrió a medias. Una caricatura de lobo. ¡¡AÚLLO POR TI!!
La recogí y la abrí.
Un número de teléfono y cuatro palabras.
PARA CUANDO ESTÉS LISTO.
Contemplé la tarjeta con el ceño fruncido. No tenía idea de dónde había salido. Volví a pensar en los últimos días. Yo había… ¿qué? Había ido a ver a Michelle un par de veces. Me había convocado. Me dijo que era un buen lobo. Que estaba orgullosa de mí. Ezra había estado presente. Sonriente. Todo bien. Todo genial. Todo maravilloso. Lo tenía
(puedo confiar en ti)
en la punta de la lengua, pero no podía recordar, no podía
(la canción del lobo)
concentrarme, no podía concentrarme, mierda.
¿Qué importancia tenía?
Quizás alguno de los lobos más jóvenes me la había metido en el bolsillo y me había olvidado de que la había puesto en la caja. Se decía que varias de las chicas (y algunos de los chicos) estaban enamorados de mí. Era tierno. Ni loco pensaba hacer algo al respecto, pero, de todos modos. Tenía que reconocer la audacia de quien fuera que hubiera sido.
Guardé las cosas de nuevo en la caja y la cerré. La coloqué en el pequeño agujero y puse el panel en su lugar. Quizás Ezra supiera de qué se trataba.
Abrí la puerta del dormitorio.
–Ey, Ezra –lo llamé mientras salía de la habitación–. No te imaginas lo que encontré. Es…
Había un lobo completamente blanco al final del pasillo. Su cabeza casi rozaba el techo. Movió las orejas.
Me quedé paralizado.
El pasillo comenzó a moverse y doblarse, el revestimiento comenzó a resquebrajarse y los cuadros se cayeron de la pared; el vidrio se partió en mil pedazos sobre el piso. El lobo dio un paso hacia mí justo cuando el techo se abrió. Las paredes se estaban doblando y yo era incapaz de moverme, no podía siquiera retroceder, y el lobo, el lobo dio una zancada hacia mí, sus garras eran casi tan grandes como mi cabeza. Rascó la madera del piso y dejó largas marcas.
La casa se desintegró a mi alrededor, las paredes explotaron hacia afuera, el techo se levantó y partió.
Y luego, paró.
El lobo sonrió.
Tenía muchos dientes.
–¿Quién eres…? –pregunté.
El lobo corrió hacia mí.
Me preparé para resistir la colisión.
En el instante previo a la embestida, sus ojos se llenaron de un rojo brillante y terrible, y el Alfa…
Me atravesó.
Me agaché con la cabeza entre las manos, el papel se me hundía en la oreja y los lobos aullaban en mi cabeza, tironeando, tironeando, tironeando.
Cantaban:
¡¡AÚLLO POR TI!!
¡¡AÚLLO POR TI!!
¡¡AÚLLO POR…!!
–¿Robbie?
Abrí los ojos.
Ezra estaba de pie al final del pasillo, la cabeza ladeada, secándose las manos con un repasador.
La casa estaba como siempre.
Los cuadros en las paredes.
El techo intacto.
No había marcas en el piso.
–¿Dijiste que encontraste algo? –pregunto Ezra–. ¿Qué es?
Me lo quedé mirando.
Sonrió.
–Nada –dije, despacio–. Nada… Solo… un libro que pensé que había perdido.
–Es gracioso cómo es eso, ¿no es cierto? –asintió–. No nos damos cuenta de lo que hemos perdido hasta que lo tenemos frente a nosotros de nuevo. Es bueno verte levantado. Ven. Vamos a darte de comer.
–Enseguida voy –prometí.
Se volvió y regresó a la cocina.
Bajé la vista hacia la nota arrugada que tenía en la mano.
PARA CUANDO ESTÉS LISTO.
CIELO PLOMIZO/ NUNCA OLVIDES
Mi madre y yo no teníamos mucho. Decía que era más fácil así si tienes que mudarte todo el tiempo. Pero me dejaba tener libros. Algunos, al menos.
Decía que era importante. Que tenía que aprender.
Me enseñó a leer. Algunas noches dormíamos en el auto, y ella se aseguraba de estacionar cerca de una farola para que yo pudiera ver.
Armaba un nido en el asiento trasero con mantas viejas y un almohadón chato. Me encantaban porque olían a ella. Siempre se acostaba primero y me acercaba a su pecho. A veces cantaba. Otras veces lloraba.
No me gustaban esas otras veces.
Pero luego me daba un libro y me pedía que le leyera.
–Me hace feliz –decía–. Tienes una voz bonita.
Así que le leía, luchando con las palabras que no conocía.
–Di cada sonido –sugería.
Lo intentaba.
Si no me