Me tomó del hombro, lo apretó con una sonrisa y bajó del porche.
–Ey, ¿Daniel?
–¿Sí? –preguntó, mirándome por encima del hombro.
–Por las dudas, ¿cuál es el código para entrar?
Su sonrisa se esfumó.
–No me parece buena idea.
–Lo sé. Pero está bien. Es mejor que lo sepa. Dado que Alfa Hughes y Ezra no están, tengo que asegurarme de poder entrar, de ser necesario.
–Bueno, eso tiene sentido –replicó, mordiéndose el labio–. Es decir, si no están, tú estás a cargo, ¿verdad? Porque eres el segundo.
Le sonreí, aunque nunca había tenido menos ganas de sonreír en la vida.
–Exacto. Lo has entendido. Y realmente no quiero entrar. Tenlo por seguro. Pero hay que estar preparados, ¿sabes? Por si acaso.
–Por si acaso –repitió. Se volvió, pero no antes de mirar por encima del hombro a las otras casas, veladas por la lluvia. No había nadie allí.
Se dirigió a la puerta de la casa. Arrugó la nariz ante el olor de la magia, que se volvía más intenso. Un círculo rojo apareció en la puerta, con un brillo tenue. El círculo estaba lleno de líneas que dividían el interior. Y dentro de cada uno de los recuadros que formaban las líneas había un símbolo. Era una combinación sencilla de formas: formas rectas, círculos más pequeños y triángulos. No los tocó, pero señaló la combinación con el dedo.
–Círculo. Rectángulo. Octágono. Heptágono. Círculo de nuevo. Fácil, ¿verdad? –dio un paso hacia atrás y el círculo rojo se desvaneció. Se lo notaba intranquilo–. No entres, ¿sí? No sin la Alfa aquí. O Ezra. El prisionero ya comió antes de que se fueran. No está previsto que nadie entre hasta esta noche.
–Entendido. Ey, dile hola a Nikki de mi parte, ¿sí? Y escuché por ahí que cuanto más grande sea el ciervo que le traigas, más impresionada queda.
Daniel se rio, sacudiendo la cabeza.
–Mujeres, ¿verdad? Siempre quieren ciervos más grandes –bajó del porche hacia la lluvia–. Gracias de nuevo, Robbie. No me importa lo que digan. Eres un buen tipo.
–Sí –dije por lo bajo, mientras él se alejaba hacia el lago.
Me obligué a esperar hasta que dio la vuelta a una casa y desapareció de la vista. Paré las orejas y me esforcé para escuchar. A través de la lluvia, podía oír las voces apagadas de otros lobos, pero todas venían de adentro de sus casas. Si Michelle y Ezra estaban realmente revisando las protecciones, tenía tiempo, pero tenía que moverme rápido, por las dudas.
Encaré la puerta. Sentí el tirón familiar de la magia de Ezra y el círculo cobró vida.
¿Qué decía la inscripción del libro?
Nunca olvides.
Más fácil decirlo que hacerlo, al parecer.
Porque yo había olvidado. Y si todo lo que la Alfa me había dicho por teléfono era cierto, me habían forzado a olvidar.
¿Por qué?
Un pensamiento aún más oscuro siguió a ese.
¿Qué más había olvidado?
Me dije que Ezra y Michelle Hughes querían protegerme. Me amaban. Me lo habían dicho. Y el latido de sus corazones no había revelado ninguna mentira. Y, tal vez, tal vez, no tenían nada que ver con esto.
Di un paso hacia atrás. El círculo se desvaneció.
¿Qué mierda estaba haciendo? No podía entrar. Si me descubrían, se echaría a perder todo. Ah, quizás podría explicarlo y decirles que me había parecido oír algo adentro, que pensé que algo peligroso estaba ocurriendo, pero ¿me creerían?
–Mierda –susurré.
Me aparté de la puerta.
Por un instante, me pareció ver un lobo de pie en el sendero de tierra que conducía a la casa.
Te veo.
Ay, cielos, quería ser visto. Tenía tantas ganas de ser visto.
Parpadeé y el lobo desapareció, si es que había estado allí en realidad.
El círculo apareció en el portal cuando me acerqué de nuevo. Esta vez no dudé.
Círculo.
Rectángulo.
Octágono.
Heptágono.
Círculo otra vez.
La magia latió una vez. Dos veces. Tres veces.
El rojo desapareció.
Y, entonces, el cerrojo de la puerta hizo clic.
Última oportunidad. Última oportunidad para olvidarme de toda esta locura, última oportunidad de alejarme y contarle a Michelle y Ezra que algo no andaba bien.
Abrí la puerta.
El interior era como el de cualquier otra casa del complejo.
No sé por qué me sorprendí tanto. Había pocos muebles y olía a vacío y a humedad, como si no se hubieran abierto las ventanas en mucho tiempo. No había luces encendidas y, cuando la puerta se cerró detrás de mí, el umbral se sumió en una luz gris tenue que se filtraba a través de las pesadas cortinas que cubrían las ventanas.
A mi izquierda había una sala de estar con una chimenea apagada y un asiento de respaldo alto frente a ella. Las estanterías estaban desnudas.
De la sala de estar se pasaba a una cocina aparentemente vacía. No había mesa. Ni hornallas. Ni microondas. No había heladera. El suelo era de un linóleo antiquísimo, resquebrajado y desvaído.
El piso crujió bajo mis botas cuando di un paso.
Inhalé hondo.
No había ningún lobo en la casa.
Había habido alguno. Descubrí tenues rastros de Daniel y Santos y de algunos de los pocos que tenían acceso. Michelle también había estado allí, aunque parecía que no recientemente.
Ezra estaba por todos lados porque su magia estaba en las paredes, en el cielorraso, en el suelo bajo mis pies y él me dijo que era un lobo, me dijo que era un lobo…
Un latido.
Provenía del pasillo delante de mí.
Había tres puertas. Todas cerradas.
No era el latido de un lobo.
Era humano.
El latido era lento y constante, un golpe repetitivo en un tambor hueco. Lo seguí.
No venía de detrás de la primera puerta cerrada.
Ni de la segunda.
Venía de la última puerta al final del pasillo.
No había nada colgado de las paredes. No había pinturas. Ni fotografías. La casa era un espacio en blanco. Sin usar. Vacío.
Dudé antes de llamar a la última puerta.
El latido no se aceleró.
–¿Hola? –saludé–. Me llamo Robbie. He venido a… ver cómo está.
No hubo respuesta.
–Voy a entrar. Realmente apreciaría si no me atacase ni nada de eso. Por que,