Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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todo ha sido para bien. Soy un marido más cariñoso y fiel, y la verdad es que, de no haber sido por esa herida, nunca hubiera podido llamarla mía a ella.

      No volví a visitar la costa, ni a buscar el tesoro del demonio; con todo, mientras medito sobre el pasado, con frecuencia pienso, y mi confesor no fue retraído al manifestarse a favor de la idea, que bien podía haber sido un espíritu bueno más bien que malo, enviado por mi ángel de la guarda para mostrarme la locura y la miseria del orgullo. Tan bien aprendí al fin esa lección, por más rudeza con que me la enseñaran, que ahora todos mis amigos y conciudadanos me conocen por el nombre de Guido il Cortese.

      1 Barrio de Génova (N. del T.).

      2 Francés: “niño consentido” (N. del E.).

      3 Verso de Lord Byron, “Werner” (1822) (N. del T.).

      LA DAMA OSCURA

       Señora de S. C. Hall 1850

      Anna María Fielding nació en Dublín en 1800 y se fue a Inglaterra con su madre a los quince años de edad. Allí conoció a la poeta Frances Arabella Rowden, quien se interesó por su formación. Varias de las alumnas de Rowden siguieron hasta convertirse en escritoras muy conocidas en su época, incluyendo a Caroline Ponsonby, quien, como lady Caroline Lamb, escandalizaría a la sociedad educada a raíz de su público amorío con Lord Byron, al igual que publicando poemas que remedaban el estilo de él y creando un retrato apenas disimulado de la pareja en su novela gótica Glenarvon.

      La vida de Anna, por otro lado, estuvo libre de escándalos. Se casó en 1824 con el periodista Samuel Carter Hall, nacido en Irlanda, y la madre vivió con ellos hasta su muerte. Más adelante en su vida, Anna trabajó mucho en obras de caridad, ayudando a fundar el Hospital de Tísicos en Brompton (hoy el Real Hospital de Brompton), el Nightingale Fund (Fondo Ruiseñor, utilizado para fundar la primera escuela de enfermería en el mundo) y obras benéficas de ayuda a institutrices y damas retiradas y en penuria. Trabajó también mucho en los campos de las campañas contra el alcoholismo y a favor de los derechos de las mujeres, y a los sesenta y ocho años de edad le concedieron una pensión estatal del presupuesto de la casa real británica en reconocimiento a sus contribuciones a la sociedad.

      Las primeras obras de Anna consistieron en “escenas del carácter irlandés”, un estilo que era popular en las revistas de la época. Escribió también piezas teatrales y novelas, en general de ambientación o tema irlandés. Su obra nunca fue popular en Irlanda, aunque, como ella no tomó partido ni por los católicos ni por los protestantes, recibió muchos elogios y censuras de ambos lados.

      “La dama oscura” se aparta de gran medida del resto de su obra, no por su contenido sobrenatural –su novela Midsummer Eve, a Fairy Tale of Love (Nochecita de verano, un cuento de hadas de amor) está inspirada en leyendas populares–, sino porque está ambientada en el continente. Como se verá por otros relatos de esta colección, la Europa continental –en particular Suiza e Italia– proporcionaba ambientaciones populares en esa época, que llevaban la aventura de la “gran gira europea” a lectores cuyos medios no les permitían emprenderla en persona. Aquí, un conde malhumorado se corrige gracias a un encuentro con un fantasma familiar.

      A la gente le resulta fácil reírse de los “cuentos de espíritus” a plena luz del día, cuando los rayos del sol bailan en la hierba y los claros de los bosques más profundos sólo están salpicados y moteados por tiernas sombras de árboles frondosos; cuando el escabroso castillo, que tenía un aspecto tan misterioso y tan adusto en la noche amenazante, parece adecuado para el tocador de una dama; cuando la precipitada catarata centellea en chaparrones de diamantes y el zumbido de la abeja y el canto del pájaro afinan los pensamientos con esperanzas de vida y felicidad; la gente tal vez se ría de los fantasmas entonces, si quiere, pero en lo que a mí respecta, yo jamás podría siquiera sonreírme ante los historiales de esos visitantes sombríos. Tengo una vasta fe en las criaturas sobrenaturales y no puedo descreer sobre la sola base de que me faltan evidencias tales como las que suministran los sentidos; porque estos, en realidad, sustentan con pruebas palpables tan pocas de las muchas maravillas que nos rodean, que yo más bien los rechazaría todos por completo como testigos, antes que atenerme enteramente a la cuestión según lo que ellos sugieren.

      Mi bisabuela era nativa del cantón de Berna; y a la avanzada edad de noventa y nueve años, su memoria del “hace tiempo” estaba tan activa como podría haberlo estado a los quince: parecía como si acabara de salir de un tapiz correspondiente a una edad pasada, pero con cálidas simpatías por el presente. Su inglés, cuando ella se entusiasmaba, era muy curioso –una mezcla de francés, claramente no parisino, con pizcas aquí y allá de alemán pasado al inglés literalmente–, de modo que sus observaciones eran a veces notables por su fuerza. “Las montañas”, decía, “en su país, subían, subían muy alto, hasta que podían mirar el interior del cielo y oír a Dios en la tormenta”. Nunca comprendió del todo la verdadera belleza de Inglaterra; pero hablaba con desprecio de lo llano de nuestra isla, calificando a nuestras montañas de “desigualdades”, nada más; considerando “fácil” nuestra agricultura, que la tierra se cultivaba sola, dejando al hombre sin nada que hacer. Cantaba divertidísimas canciones dialectales y contaba cuentos de la mañana a la noche, más especialmente cuentos de espíritus; pero la anciana dama no le contaba una segunda vez un relato de esas características a un descreído: esas cosas, decía, “no están para hacer reír”. Uno en particular, recuerdo, siempre despertaba gran interés en sus oyentes jóvenes, por la mezcla de lo real y lo romántico; pero es imposible contarlo como lo contaba ella, había tanto de pintoresco en la anciana dama, tanto que admirar en el curioso tallado de su bastón de marfil, en la belleza de su encaje de aguja, el tamaño y el peso de sus aros largos y horribles, el modelo de su macizo vestido de seda, la singularidad de sus zapatos con hebillas, su cara arrugada muy oscura –cada arruga una expresión–, su amplia frente pensativa –bajo la cual refulgían unos ojos azules brillantes, brillantes incluso cuando sus pestañas ya estaban blanqueadas por los años–. Todas esas peculiaridades daban un efecto impresionante a sus palabras.

      –En mis épocas jóvenes –nos contaba– pasé muchas horas felices con Amelie de Rohean, en el castillo de su tío. Era un hombre magnífico: gran tamaño, adusto y oscuro, y lleno de ruidos; un hombre fuerte, sin miedo a nada; tenía un gran corazón y una cabeza enorme.

      ”El castillo estaba ubicado en medio del más estupendo paisaje alpino, y sin embargo no estaba solo. Había otras viviendas a la vista; algunas muy próximas, pero separadas por un barranco, a través del cual, en todas las estaciones, mantenía su espumoso curso un río veloz. Ustedes no saben qué torrentes hay en ese país; los torrentes de ustedes son como bebés, los nuestros son gigantes. Ese del que estoy hablándoles dividía el valle; aquí y allá una roca, en torno a la cual se divertía o bramaba según la estación. En dos de las prominencias esas rocas eran muy valiosas; funcionaban como pilares de sostén de los puentes, únicos medios de comunicación con nuestros vecinos del otro lado.

      ”“Monsieur”, como llamábamos siempre al conde, era, como ya les conté, un hombre oscuro, adusto, violento. Todos los hombres son testarudos, mis queridas jovencitas –decía–, pero monsieur era el más testarudo; todos los hombres son egoístas, pero él era el más egoísta; todos los hombres son tiranos…

      Aquí a la anciana dama la interrumpían invariablemente sus parientas con: “¡Vamos, abuelita!” y “¡Bah, abuelita querida!”, y ella se ofendía un poco y se abanicaba; luego continuaba:

      –Sí, queridas mías, cada criatura según