Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
Скачать книгу
cuando él entraba en la habitación, y jamás nos sentábamos hasta que él quisiera. Jamás nos concedió una palabra cariñosa o una mirada amable a ninguna de nosotras dos. Jamás hablábamos excepto cuando se nos hablaba.

      –Pero ¿y cuando estabas a solas con Amelie, abuelita querida?

      –Ah, bueno, entonces charlábamos, supongo; aunque entonces era con moderación, pues la influencia de monsieur nos enfriaba incluso cuando no estaba él presente; y muchas veces ella decía: “¡Es tan difícil tratar de quererlo, porque él no me deja!”. Ahora no hay en el mundo una belleza como la de Amelie. La veo ahora mismo como solía estar delante del espejo suntuosamente tallado del solemne vestidor con paneles de roble; su cabello exuberante peinado desde la frente amplia y redondeada; la cofia discreta y recatada, que le cubría la nuca; su vestido de brocado (que había heredado de la abuela), sombreado en torno al pecho por un modesto volado; la gorguera de terciopelo negro y los brazaletes, que realzaban a la perfección la transparencia perlada de su piel. Era la más encantadora de todas las criaturas, y tan buena como encantadora; parece ayer nomás que estábamos juntas, ¡ayer nomás! Y sin embargo, yo viví para verla anciana; eso le decían, pero a mí ¡jamás me pareció anciana! ¡Mi queridísima Amelie!

      Noventa años no habían secado las fuentes de las lágrimas de la pobre abuelita, ni enfriado su corazón; y nunca hablaba sin emoción de Amelie.

      –Monsieur estaba muy orgulloso de su sobrina, porque ella era parte de él: acrecentaba su importancia, contribuía a sus disfrutes; se había vuelto necesaria; era el único rayo de sol de esa casa.

      –¡Seguro que no el único rayo de sol, abuelita! –exclamaba alguna de nosotras–; tú eras un rayo de sol en ese entonces.

      –¡Yo no era nada donde Amelie estuviera, nada más que su sombra! Las mejores y más espléndidas del país se habían alegrado de ser para ella lo que era yo: su amiga predilecta; y algunas habrían arriesgado la vida por una de las dulces sonrisas que jugueteaban en torno al tío, pero jamás le llegaban al corazón. Monsieur jamás soportaba que la gente estuviera feliz excepto a la manera de él. Jamás se había casado; y declaró que Amelie jamás se casaría. Ella tenía, según él, tanto disfrute como él mismo: tenía un castillo con puente levadizo; tenía un bosque para ir de caza; perros y caballos; sirvientes y siervos; joyas, oro y vestidos preciosos; una guitarra y un clavecín; un loro, ¡y una amiga! ¡Y semejante tío!, ¡él creía que no había ningún otro tío así en toda la amplitud de Europa! Durante muchos días Amelie se rio de ese catálogo de ventajas; es decir, se rio cuando él salió de la habitación; jamás se reía en su presencia. Con el tiempo, la risa dejó de llegar; en su lugar, suspiros y lágrimas. Monsieur tenía mucho por lo que responder. A Amelie no se le impedía ver a la pequeña aristocracia cuando iban de visita formal, y se encontraba con muchos cuando iba de halconería y cacería; pero jamás se le permitía invitar a nadie al castillo, ni aceptar invitaciones. Monsieur se figuraba que, cerrándole la boca, le encerraba el corazón; y se jactaba de que esa era la ventaja de su buen entrenamiento, que la mente de Amelie se había fortificado contra toda debilidad, porque ella no tenía el más mínimo temor de vagar por alrededor de la capilla del castillo, que estaba en ruinas, donde él mismo no se atrevía a ir después del anochecer. Ese lugar estaba dedicado al fantasma familiar, el espíritu, que durante muchos años lo había tenido a su entera disposición. Estaba muy apegado a su reducto, de donde salía raras veces, excepto con el propósito de intervenir cuando algo decididamente malo estaba en marcha en el castillo. “La Femme Noir” había estado planeando a lo largo del desprotegido parapeto del puente y parándose en un pináculo, antes de la muerte del difunto amo; y se contaban muchos cuentos acerca de ella, a los que en esta edad de descreimiento no se les daría crédito.

      –Abuelita, ¿sabías por qué tu amiga se aventuraba tan intrépidamente en los territorios del fantasma? –preguntó mi prima.

      –No he ido a parar a eso –fue la respuesta–, y eres una muchachita descarada al preguntar lo que yo elijo no contar. Amelie sin duda no albergaba ningún temor por el espíritu; “La Femme Noir” no podría haber tenido ningún sentimiento de ira hacia ella, porque mi amiga vagaba entre las ruinas, sin prestarle atención a la luz del día, ni a la luz de la luna, ni siquiera a la oscuridad. Los campesinos declaraban que su joven señora debía de haber caminado sobre huesos cruzados, o tomado agua del cráneo de un cuervo, o pasado nueve veces alrededor del espejo del espectro en la víspera de San Juan. Debía de haber hecho todo eso, si no más: poca duda podía caber de que la “La Femme Noir” la había iniciado en ciertos misterios, pues a veces oían voces conversando en voz baja, susurrante, y veían las sombras de dos personas que cruzaban la antigua capilla destechada, cuando “mamselle” había cruzado sola el puente peatonal. Monsieur se gloriaba de esa intrepidez de parte de su dulce sobrina; y más de una vez, cuando tenía juerguistas en el castillo, la enviaba a medianoche a que le trajera una rama de un árbol que sólo crecía junto al altar de la antigua capilla; y ella siempre hacía lo que le pedía él de tan buena gana, aunque no con tanta rapidez, como él habría deseado.

      ”Pero sin duda el coraje de Amelie no trajo ninguna calma. Se volvió pálida; su almohada se humedecía a menudo con lágrimas; su música quedó descuidada; la caza no le daba ningún placer; y su gamuza, al no recibir la habitual atención, se marchó a las montañas. ¡Me evitaba incluso a mí, su amiga!, que habría muerto por ella; me dejó sola; no respondía a mis plegarias, y no prestaba atención a mis súplicas. Una mañana, cuando ella tenía los ojos fijos en un libro que no estaba leyendo y yo estaba sentada a poca distancia con mi bordado, observando vagar las lágrimas sin rumbo por sus mejillas hasta que las mías me cegaron, oí acercarse los pesados pasos de monsieur por la larga galería; algunas botas crujen, pero las de monsieur… ¡gruñen!

      ”“¡Sálvame, oh, sálvame!”, exclamó ella como loca. Antes que yo pudiera contestar, su tío abrió la puerta con estrépito y se plantó delante de nosotras como un rayo encarnado. Tenía en la mano una carta abierta, los ojos le centelleaban, las ventanas de su nariz estaban dilatadas, temblaba tanto de rabia que los aparadores y la antigua vajilla de porcelana volvieron a sacudirse.

      ”“¿Conoces”, dijo, “a Charles Le Maitre?”.

      ”Amelie contestó que sí.

      ”“¿Cómo es que trabas relaciones con el hijo de mi más mortal enemigo?”

      ”No hubo respuesta. La pregunta se repitió. Amelie dijo que se había encontrado con él, ¡y al fin confesó que había sido en la parte del castillo en ruinas! Se echó a los pies del tío, se aferró a sus rodillas: el amor le había enseñado elocuencia. Le dijo cuán profundamente lamentaba Charles la antigua enemistad; qué sincero y leal y bueno era él. Inclinándose bien hasta abajo, hasta que su cabellera estuvo amontonada sobre el piso, confesó, con modestia pero con firmeza, que amaba a ese joven; que sacrificaría la riqueza del mundo entero antes que olvidarlo.

      ”Monsieur parecía estar asfixiándose; se arrancó del cuello el pañuelo de encaje y lo desparramó en pedazos por el piso, hasta que ella lo abrazó. Él la apartó, finalmente; ¡le reprochó el pan que había comido y amontonó odio sobre la memoria de la madre de ella! Pero aunque la naturaleza de Amelie era tierna y afectuosa, el antiguo espíritu de la antigua raza se despertó en su interior; la chica menuda se levantó y se plantó bien erguida frente al hombre de las tormentas.

      ”“¿Piensas”, dijo, “que porque me inclino ante ti soy débil?, ¿que porque te tengo paciencia no tengo pensamientos? Tú le diste comida a este cuerpo, pero no alimentaste mi corazón; no me diste ni amor, ni ternura, ni compasión; me mostraste frente a tus amigos, como mostrabas a tu caballo. Si por bondad hubieras sembrado las semillas del amor en mi pecho; si hubieras sido un padre para mí en la ternura, yo habría sido para ti… una hija. Nunca conocí un tiempo en que no temblara al oír tus pasos; pero ya no va a ser más así. De buena gana te he querido, he confiado en ti, te estimé; pero temía darte a conocer que tenía corazón, por miedo a que me lo rompieras e insultaras. Ah, señor, quienes esperan amor donde no lo dan y confianza donde no la hay, malogran la hermosa época de la juventud y almacenan para sí