Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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de Torella que me sentí seguro de que no se habría permitido manifestaciones públicas de júbilo justo después de mi infortunado destierro, excepto por una causa en la que no me atrevía a pensar mucho.

      La gente campesina estaba llena de energía y congregada alrededor; se me hizo necesario ocultarme; y sin embargo, ansiaba dirigirme a alguien, o escuchar conversación de otros, o de alguna manera obtener información sobre lo que estaba pasando en realidad. Finalmente, entrando por los paseos de los alrededores inmediatos de la mansión, encontré uno lo bastante oscuro para velar mi excesiva horridez; y sin embargo, otros al igual que yo se entretenían en esas sombras. Pronto colegí todo lo que quería saber; todo lo que, primero, me hizo morir el corazón mismísimo de espanto, y luego, lo hizo hervir de indignación. Al día siguiente Julieta iba a ser entregada al penitente, reformado, amado Guido: ¡al día siguiente mi novia iba a pronunciar sus votos matrimoniales para con un demonio del infierno! ¡Y eso lo había hecho yo!: mi maldito orgullo, mi violencia diabólica y mi perversa autoidolatría habían provocado ese hecho. Pues si hubiera actuado como había actuado el desgraciado que me había robado mi figura; si, con actitud a la vez complaciente y digna, me hubiera presentado ante Torella diciendo: “Obré mal, perdóneme; soy indigno de su angélica hija, pero permítame reclamarla de aquí en adelante, cuando mi conducta modificada manifieste que abjuro de mis vicios y me esfuerzo por hacerme de algún modo digno de ella. Voy a servir contra los infieles; y cuando mi celo por la religión y mi verdadera penitencia por el pasado parezcan, a su juicio, haber anulado mis crímenes, permítame llamarme de nuevo hijo suyo”. Así habrá hablado él; y el penitente fue bienvenido tal como el hijo pródigo de las Escrituras: mataron por él al novillo cebado; y él, prosiguiendo todavía por el mismo sendero, exhibió un pesar tan franco por sus locuras, una concesión tan humilde de todos sus derechos y una resolución tan ferviente de recuperarlos mediante una vida de contrición y virtud, que rápidamente conquistó al amable viejo; y un completo perdón y el don de su encantadora hija se siguieron en veloz sucesión.

      ¡Ah, ojalá un ángel del Paraíso me hubiera susurrado que actuara así! Pero ahora, ¿cuál sería el destino de la inocente Julieta? ¿Permitiría Dios esa unión inmunda?, ¿o, destruida por algún prodigio, conectaría el nombre deshonrado de Carega con el peor de los crímenes? Mañana al amanecer iban a estar casados: había una sola manera de impedirlo: enfrentar a mi enemigo y forzar la ratificación de nuestro acuerdo. Sentí que eso solamente podría lograrse mediante una lucha mortal. Yo no tenía espada –si es que mis brazos deformes podían empuñar un arma de soldado–, pero tenía una daga y en ella residía mi esperanza. No había tiempo para sopesar o considerar muy bien la cuestión: podía morir en el intento; pero, además del ardor de los celos y de la desesperación de mi corazón, el honor, la mera humanidad exigían mi caída antes que la no destrucción de las maquinaciones de ese demonio.

      Los invitados se marcharon, las lucen empezaban a desaparecer; era evidente que los habitantes de la villa iban en busca de reposo. Me escondí entre los árboles; el jardín fue quedándose desierto; se cerraron los portones; vagué por allí hasta llegar a una ventana: ¡ah, muy bien la conocía!; una suave luz crepuscular alumbraba la habitación, las cortinas estaban a medio descorrer. Era el templo de la inocencia y la belleza. Su esplendor estaba templado, por así decirlo, por los leves desarreglos que ocasionaba el hecho de que estuviera habitado, y todos los objetos esparcidos exhibían el gusto de la que lo santificaba con su presencia. La vi entrar a veloz paso tenue; la vi acercarse a la ventana; descorrió más aún la cortina y miró hacia la noche. El frescor de la brisa jugó entre sus rizos y los alzó flotando del translúcido mármol de su frente. Juntó las manos, elevó los ojos al cielo. Oí su voz. ¡Guido!, murmuró suave, ¡Guido mío!, y luego, como si la venciera la plenitud de su corazón, cayó de rodillas; los ojos levantados, la actitud agraciada, la gratitud radiante que le iluminaba la cara…, ¡ah, qué palabras anodinas! Corazón mío, siempre imaginas, aunque no puedes retratarla, la belleza celestial de esa criatura de la luz y el amor.

      Oí pasos, pasos firmes y veloces a lo largo del paseo en sombras. Pronto vi avanzar a un caballero, suntuosamente vestido, joven y, me pareció, de agraciado aspecto. Me escondí más cerca todavía. El joven se aproximó; se detuvo bajo la ventana. Ella se incorporó y, al volver a mirar afuera, lo vio y dijo… No puedo, no, en este tiempo lejano no puedo registrar sus términos de suave ternura plateada; a mí estaban dirigidas, pero la respuesta fue de él.

      –No voy a irme –exclamó–; aquí donde has estado, donde planea tu recuerdo como un fantasma descendido del cielo, voy a pasar las largas horas hasta que nos reunamos para jamás, Julieta mía, ni de día ni de noche, volver a separarnos. Pero tú sí, mi amor, retírate; el frío matinal y la brisa intermitente van a ponerte pálidas las mejillas y a llenar de languidez tus ojos iluminados de amor. ¡Ah, dulcísima!, si pudiera imprimir un solo beso en ellos, podría, me parece, reposar.

      Y entonces se aproximó aún más y me pareció que estaba por treparse al aposento. Yo había vacilado, para no aterrarla; ahora ya no era dueño de mí mismo. Me lancé adelante, me arrojé encima de él, lo aparté, exclamé:

      –¡Ah, desgraciado repugnante y malformado!

      No necesito repetir los epítetos, todos tendientes, según parecía, a hacerle recriminaciones a una persona por quien siento actualmente cierta parcialidad. Un alarido brotó de los labios de Julieta. Yo no oía ni veía, solo sentía a mi enemigo, cuya garganta había aferrado, y la empuñadura de mi daga; él luchó, pero no pudo escapar. Finalmente, exhaló estas palabras roncas:

      –¡Adelante! ¡Clávala! ¡Destruye este cuerpo, vas a seguir viviendo: que tu vida sea larga y alegre!

      La daga en descenso se detuvo ante esas palabras, y él, sintiendo que se relajaba mi apretón, se soltó y desenfundó su espada, mientras el alboroto en la casa y el vuelo de antorchas de una habitación a otra mostraban que pronto nos separarían. En medio de mi frenesí había mucho cálculo: bien podía yo caer, y con tal que él no sobreviviera, no me importaba el golpe mortal que yo pudiera asestarme a mí mismo. Mientras todavía, por lo tanto, él pensaba que yo me había detenido, y mientras yo veía su vil resolución de sacar ventaja de mis vacilaciones, ante la estocada que me lanzó de repente me arrojé sobre su espada y al mismo tiempo le hundí mi daga, con auténtica, desesperada puntería, en el costado. Caímos juntos, rodando uno encima del otro, y la marea de sangre que manaba de la herida abierta de cada uno se mezclaba en la hierba. No sé más: me desmayé.

      De vuelta regresé a la vida: casi muerto de la debilidad, me encontré tendido en una cama; Julieta estaba de rodillas al lado. ¡Qué extraño!, mi primera petición entrecortada fue un espejo. Estaba tan demacrado y cadavérico que mi pobre chica vaciló, según me contó después; pero, ¡cielo santo!, me sentí un joven hecho y derecho cuando vi el querido reflejo de mis propias, bien conocidas facciones. Confieso que es una debilidad, pero lo admito, que albergo un afecto considerable por el semblante y las extremidades que contemplo cada vez que me miro al espejo; y tengo más espejos en mi casa, y los consulto más a menudo, que cualquier beldad de Génova. Antes que ustedes me condenen demasiado, permítanme decir que nadie conoce mejor que yo el valor de su propio cuerpo, ya que a nadie, probablemente, excepto a mí, se lo han robado alguna vez.

      Incoherentemente al principio hablé del enano y sus crímenes, y le reproché a Julieta la admisión demasiado fácil de su amor. Ella creyó que deliraba, y bien podía pasarle; y sin embargo, me llevó cierto tiempo hasta que pude convencerme de admitir que el Guido cuya penitencia la había conquistado de nuevo para mí era yo mismo; y mientras maldecía duramente al enano monstruoso y bendecía el golpe bien dirigido que lo había privado de la vida, de repente me refrené cuando la oí decir: ¡Amén!, sabiendo que aquel a quien ella agraviaba era mi propia persona. Un poco de reflexión me enseñó a guardar silencio; un poco de práctica me posibilitó hablar de aquella noche espantosa sin ningún error demasiado grave. La herida que me había infligido yo mismo no era ningún chiste: me llevó largo tiempo recobrarme; mientras el benévolo y generoso Torella se quedaba sentado junto a mí, hablando con tal sabiduría como la que puede obtener el arrepentimiento de amigos, y mi querida Julieta rondaba cerca, supliendo mis carencias y alegrándome con sus sonrisas, el trabajo de mi curación corporal y mi reforma mental continuaron