Mujeres letales. Graeme Davis. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Graeme Davis
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789876286053
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me dejaron en libertad. De nuevo regresé para llevarme por la fuerza tanto a él como a la hija a Francia, desventurado país que entonces, asolado por saqueadores y pandillas de soldadesca ilegal, ofrecía agradecido refugio a un criminal como yo. Nuestra conjura fue descubierta. Me sentenciaron al destierro; y, como mis deudas eran ya enormes, mis bienes remanentes fueron puestos en manos de comisionados para pagarlas. Torella de nuevo ofreció su mediación, exigiendo sólo mi promesa de no renovar mis tentativas abortadas con respecto a él y a su hija. Desdeñé sus ofertas y me figuré que triunfaba cuando me echaron de Génova, exiliado solitario sin un centavo. Mis compañeros se habían ido: los habían despachado de la ciudad unas semanas antes y ya estaban en Francia. Me encontraba solo: sin amigos, sin una espada en el flanco ni un ducado en la bolsa.

      Vagué a lo largo de la costa, con un torbellino de pasión poseyendo y desgarrando mi alma. Era como si un carbón al rojo vivo estuviera quemándome el pecho. Al principio medité qué hacer. Me uniría a una pandilla de saqueadores. ¡Venganza!, la palabra me parecía un bálsamo; la abracé, la acaricié, hasta que, como una serpiente, me picó. Entonces de nuevo abjuraría de Génova y la despreciaría, ese pequeño rincón del mundo. Regresaría a París, donde pululaban tantos de mis amigos; donde mis servicios serían aceptados con entusiasmo; donde me abriría camino con mi espada y haría que mi insignificante ciudad natal y el falso de Torella lamentaran el día en que me expulsaron, como a un nuevo Coriolano, de sus murallas. ¿Regresaría a París, así, a pie, como un mendigo, y me presentaría en mi pobreza ante las personas a quienes antes había invitado con suntuosidad? En ese mero pensamiento había hiel.

      La realidad de las cosas empezó a amanecer en mi mente, trayendo en su séquito la desesperación. Durante varios meses había estado preso: los males de mi calabozo habían azotado mi alma hasta la locura, pero habían sojuzgado mi estructura corporal. Estaba endeble y lánguido. Torella había usado mil artificios para suministrarme comodidad; yo los había detectado y despreciado todos, y recogí la cosecha de mi obstinación. ¿Qué había que hacer? ¿Debía agacharme frente a mi enemigo y demandar perdón? ¡Antes morir diez mil muertes! ¡Jamás obtendrían esa victoria! ¡Odio, juré odio eterno! ¿Odio de quién? ¿A quién? ¡De un marginado errante a un noble poderoso! Mis sentimientos y yo no éramos nada para ellos: ya se habían olvidado de alguien tan indigno. ¡Y Julieta! Su cara de ángel y su figura de sílfide destellaban entre las nubes de mi desesperación con vana belleza; porque la había perdido, ¡a ella, gloria y flor del mundo! ¡Otro va a llamarla suya! ¡Esa sonrisa del paraíso va a bendecir a otro!

      Incluso ahora me falla adentro el corazón cuando vuelvo a revolver estas ideas desalentadoras. Ya sojuzgado casi hasta las lágrimas, ya desvariando en mi intenso dolor, seguí errando a lo largo de la costa rocosa, que a cada paso se volvía más salvaje y más desolada. Rocas colgantes y precipicios escarchados miraban al océano sin mareas; negras cavernas abrían sus bostezos; y por siempre, entre los nichos excavados por el mar, murmuraban y se estrellaban las aguas infecundas. Ya mi camino estaba prácticamente obstruido por un abrupto promontorio, ya se volvía casi inviable por fragmentos caídos del acantilado. El anochecer estaba cerca cuando, desde el mar, surgió, como por el movimiento de una varita mágica, una espesa red de nubes, manchando el tardío azur del cielo y oscureciendo y perturbando la profundidad hasta entonces plácida. Las nubes tenían formas extrañas, fantásticas, y cambiaban y se mezclaban y parecían conducidas por un hechizo poderoso. Las olas elevaban sus crestas blancas; el trueno primero murmuró, luego rugió a través del páramo acuático, que tomó un tinte púrpura profundo, salpicado de espuma. El sitio en donde me encontraba miraba, hacia un lado, hacia el extendido océano; hacia el otro, estaba obstruido por un promontorio escabroso. Rodeando ese cabo llegó de repente, impulsado por el viento, un navío. En vano los marineros trataban de forzarle un paso hacia mar abierto: el vendaval lo impulsaba contra las rocas. ¡Van a perecer! ¡Todos los de a bordo van a perecer! ¡Ojalá estuviera entre ellos! Y a mi joven corazón llegó por vez primera la idea de la muerte combinada con la de júbilo. Era un espectáculo espantoso contemplar ese navío en lucha con su destino. Apenas alcanzaba a distinguir a los marineros, pero los oía. ¡Pronto todo se acabó! Una roca, apenas cubierta por las aguas agitadas, y por lo tanto inadvertida, estaba al acecho de su presa. El estruendo de un trueno rompió sobre mi cabeza en el momento en que, con un choque horroroso, el navío se estrelló contra su enemigo invisible. En un breve espacio de tiempo se hizo añicos. Allí estaba yo a salvo; y allí estaban mis prójimos batallando, sin ninguna esperanza, contra la aniquilación. Me parecía verlos luchar: demasiado verazmente oí sus alaridos, derrotando al aullante oleaje con su aguda agonía de dolor. Las oscuras rompientes lanzaban de acá para allá los fragmentos del naufragio: pronto desaparecieron. Me había fascinado observar hasta el último momento: al final caí de rodillas, me tapé la cara con las manos. Volví a alzar la vista: algo flotaba hacia la costa entre las ondas. Se acercaba más y más. ¿Era una figura humana? Se hizo cada vez más nítida; y al final, una ola poderosa, alzando la carga completa, la depositó sobre una roca. ¡Un ser humano a horcajadas sobre un cofre! ¡Un ser humano! Aunque, ¿era un ser humano? Con seguridad jamás había existido uno semejante: un enano contrahecho, de ojos bizcos, rasgos distorsionados y cuerpo deforme, hasta el punto de que se convertía en un horror contemplarlo. Mi sangre, que había estado entibiándose con respecto a un prójimo arrebatado así a una tumba acuática, se heló en mi corazón. El enano se bajó de su cofre; se sacudió el pelo lacio y rebelde del odioso semblante.

      –¡Por San Belcebú! –exclamó–, resulté bien derrotado. –Miró en derredor y me vio–. ¡Oh, por el demonio!, aquí hay otro aliado para el Poderoso. ¿A qué santo le ofreciste tus oraciones, amigo, si no al mío? Aunque no te recuerdo a bordo.

      Me retraje del monstruo y su blasfemia. De nuevo me interrogó, y yo mascullé alguna respuesta inaudible. Él continuó:

      –Tu voz está ahogada por este rugido disonante. ¡Qué ruido hace el inmenso océano! Los escolares desatados de su prisión no son más estruendosos que estas olas puestas en libertad de jugar. Me molestan. No quiero más de su alboroto inoportuno. ¡Silencio, tú, Canoso! ¡Vientos, fuera de aquí! ¡Nubes, vuelen a las antípodas y dejen despejado nuestro cielo!

      Mientras hablaba, extendió los dos brazos largos, flacos, que tenían la apariencia de patas de araña, y pareció abrazar con ellos la extensión que había frente a él. ¿Fue un milagro? Las nubes se rompieron y escaparon; el cielo de azur al principio se asomó, y luego se extendió un tranquilo campo de azul por encima de nosotros; el vendaval tempestuoso se intercambió con el suave soplo del oeste; el mar se volvió calmo; las olas se redujeron a ondulaciones.

      –Me gusta la obediencia incluso en estos estúpidos elementos –dijo el enano–. ¡Cuánto más en la indómita mente del hombre! Fue una tormenta bien levantada, tienes que reconocerlo, y toda creación mía.

      Era tentar a la Providencia intercambiar conversación con ese mago. Pero el Poder, en todas sus formas, es respetado por el hombre. El temor reverencial, la curiosidad, una fascinación pegajosa me impulsaron hacia él.

      –Vamos, no te asustes, amigo –dijo el desgraciado–; tengo buen humor cuando me complacen; y algo me complace en tu cuerpo bien proporcionado y tu cara atractiva, aunque pareces un poco desolado. Has sufrido un naufragio en tierra; yo, un naufragio en el mar. Tal vez pueda aquietar la tempestad de tu fortuna como hice con la mía. ¿Vamos a ser amigos? –Y me tendió la mano; yo no pude tocarla–. Bueno, entonces, compañeros; con eso también alcanza. Y ahora, mientras descanso después del zarandeo que acabo de experimentar, cuéntame por qué, joven y galán como pareces, vagas así solo y abatido por esta costa salvaje.

      La voz del desgraciado era chillona y horrible, y sus contorsiones al hablar daban susto al contemplarlas. Sin embargo, consiguió alguna especie de influencia sobre mí, que yo no podía dominar, y le conté mi historia. Cuando terminé, se rio largo y fuerte: las rocas devolvieron en eco el sonido: el infierno parecía estar aullando a mi alrededor.

      –¡Oh primo de Lucifer! –dijo–; de modo que tú también has caído por tu orgullo; y, aunque brillante como el hijo de la Mañana, estás dispuesto a renunciar a tu buen aspecto, a tu novia y a tu bienestar antes que someterte a la tiranía del bien. Honro tu elección, ¡lo juro por