¿Morirme yo? No, gracias. Joan Carles Trallero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Joan Carles Trallero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416372904
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de considerarnos con derecho a una salud perfecta y de forma indefinida sostiene esta gran negación, es lo que hace posible la fantasía. Si no enfermamos, nada malo puede pasar, y nos bombardean con todo tipo de hipotéticas medidas preventivas y de control que han de servir para ello, para no enfermar, o para detectar a tiempo la dolencia. Si cuando enfermamos nos curan o nos alargan la vida sin límite, tampoco dejaremos espacio a la muerte. Si convertimos el envejecimiento en una enfermedad, entonces la podremos tratar, y más de lo mismo. En último término, eso de morirse acaba siendo una especie de accidente, una anomalía, algo evitable que no sucedería si…

      ¿Qué es lo primero que nos viene a la cabeza cuando nos enteramos de un diagnóstico funesto o de una muerte inesperada? Una justificación que nos tranquilice: “fumaba demasiado”, “ya le decía yo que tanto estrés iba a matarlo”, “no se hacía las revisiones”, “comía de cualquier manera”, “los médicos no le hacían caso, ya decía ella que no estaba bien”, “la ambulancia tardó veinte minutos”… Y así podríamos seguir con un inacabable listado. Nuestro inconsciente necesita esa justificación para poderse autoconvencer de que, si no concurre en nosotros ninguna de esas circunstancias, todo seguirá bien. Esa es otra cara de la negación.

      Esta teoría se ve sacudida de forma despiadada cuando aparece la contingencia, en forma de coronavirus o de cualquier otra situación imprevista, aquello de lo que no se puede culpar a nadie (aunque siempre se encuentra a alguien o a algo, y como último recurso se levantan los ojos hacia el cielo o hacia el universo). Al desmontar la absurda teoría de que lo tenemos todo bajo control no nos queda más remedio que aceptar la finitud (y la contingencia) y cambiar nuestro punto de vista, o aferrarnos más fuerte a la negación, como suele hacer el ser humano cuando le cuestionan aquello que considera esencial para afirmar su identidad o la soportabilidad de su existencia, es decir, lo defiende a toda costa y saca a relucir la hostilidad.

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      Otra consecuencia de la gran negación es la concepción longitudinal de la vida. Cuanto más, mejor. ¿Seguro? Nunca esa afirmación ha resultado más incoherente. Claro que eso depende del concepto de vivir. Si vivir es sencillamente mantener vivo nuestro organismo, sin importar en qué condiciones, sin importar si hay felicidad y plenitud o todo lo contrario, entonces todo dependerá del calendario. Pero creo que eso no se corresponde con el concepto de vivir que desearíamos la mayoría. Vivir de verdad tiene que ver con la calidad de nuestra vida, y sobre todo con el sentido que damos a nuestra vida. Quien vive una vida plena y realizada no suele lamentar tanto abandonarla como quien no lo hace. Y la plenitud tiene poco que ver con el número de años.

      Todos hemos escuchado la palabra injusticia referida a la muerte de un niño, de un joven, pero también de cualquiera que no haya alcanzado la edad considerada suficiente como para que ya no sea injusta. Pero nadie dijo que la vida fuera justa, nadie nos aseguró un número determinado de nada, y no parece que el hombre, que aplica su justicia como mejor le conviene y a su medida, esté en condiciones reales de catalogar como injusto algo que no depende de él. La muerte causa dolor y sufrimiento, pero tildarla de injusta presupone que hay un modo o momento justo para que llegue, y eso no creo que sea aplicable, porque no es real, y porque va mucho más allá de lo que el ser humano puede decidir y controlar (aunque la gran negación ha encontrado otra vía de paso a través de la ya anunciada inmortalidad por algunas voces). Hay muertes que son impactantes, trágicas, demoledoras, que provocan un dolor atroz en quienes experimentan la pérdida, que lo cuestionan todo y que dejan cicatrices de por vida. Pero, por mucho que todo eso sea cierto e indudable, ¿son injustas?

      Me decía al respecto una madre que había perdido a su pequeña de poco más de dos años de edad que desde un punto de vista espiritual, es decir, más allá de la visión meramente terrenal y egocéntrica, la muerte de M. no era ni justa ni injusta. Esas muertes son así, y punto, aunque es natural que desearíamos que no ocurrieran, porque el dolor que provocan es inmenso, pero ella no lo concebía como una injusticia.

      Desde el momento en que venimos al mundo ya somos susceptibles de abandonarlo. No hay garantía que avale una reposición en caso de fallo inesperado, no somos un electrodoméstico. Aceptar esa verdad no es nada fácil; de hecho, es muy duro, siempre lo ha sido, pero a la dureza que por el hecho de aceptar la finitud ha acompañado a la humanidad en su historia nuestra época le ha añadido la incredulidad, con lo que esa misma dureza se incrementa, y afrontarla se hace más cuesta arriba. Sorprendentemente, aceptarla no resulta aterrador, sino liberador.

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      La libertad del hombre fue ensalzada y reconocida hace ya más de doscientos años, aunque al mismo tiempo rodaban cabezas en la guillotina. El culto al individualismo fue aumentando en una sociedad occidental que pretendía presumir de ser el garante de las libertades. La sociedad del bienestar y del Estado de derecho nos hace creer que somos muy libres. Y queremos defender nuestras libertades por encima de todo, lo que lleva a menudo al conflicto provocado por la superposición de las de unos y las de otros, que se invaden y se comen el terreno. Pero esos mismos hombres y mujeres que no quieren ligaduras de ninguna clase no son del todo conscientes de que se quitan unas para ponerse otras.

      “Lo que niegas, te somete; lo que aceptas, te transforma”, decía el psicólogo Carl G. Jung, y tenía toda la razón. En el momento en que acepto algo, ese algo deja de condicionar las decisiones de mi día a día, porque lo he incorporado a mi día a día, ya no puede alterarme. Si lo niego, no dejará de condicionarme. Pretender huir como sea de la enfermedad, o del envejecimiento, como indeseables antesalas del morir, implica una conducta básicamente evitativa, defensiva, autocontroladora, autoimpositiva, que puede convertirse en un asfixiante corsé, como de hecho les ocurre a muchas personas de edad avanzada (pero no solo a ellas), a veces incluso en contra de su voluntad, porque es la negación de otros la que implanta su ley.

      Aceptar e integrar el hecho de que somos finitos, de que no viviremos diez mil años ni cinco mil ni posiblemente cien, no es propio de masoquistas, ni de obsesos, ni de mentes insanas. No provoca vivir en el terror del morir, ni causa depresión, ni hunde en la oscuridad a quien se metió donde nunca debió meterse. No es así. No hay más que preguntar a las personas que lo han hecho, porque han llegado ahí a través de un proceso de maduración y reflexión, o porque un día una enfermedad o un accidente los pusieron al borde de lo que creían que no iba con ellas y comprobaron que era real. Esas personas, en su mayoría, no viven atenazadas por el miedo de la consciencia de finitud. Todo lo contrario. Son más libres y viven más intensamente, sabiendo que cada día es un regalo que debe aprovecharse. Y ¿por qué no podemos aspirar cada uno de nosotros a ese estado de aceptación? ¿O es privilegio solo de unos cuantos avanzados? Pues la respuesta en mi opinión está muy clara, todos podemos llegar a ese punto liberador, pero dar ese paso no es gratuito, exige un esfuerzo (¿hay algo que valga la pena en la vida que no lo exija?), y requiere dar un paso al frente e ir contracorriente. Pero puede hacerse, y tanto que puede hacerse. ¿Significa eso que ya viviremos sin miedo? No, pero viviremos con menos miedo y sobre todo no nos engañaremos a nosotros mismos acerca de nuestros miedos, conviviremos con ellos y no les cederemos más poder del que queramos cederles.

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      Los enfermos se encaminan hacia su muerte emitiendo señales de aviso desde días, semanas y meses antes, a veces incluso años, mientras su entorno