¿Morirme yo? No, gracias. Joan Carles Trallero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Joan Carles Trallero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416372904
Скачать книгу
una formación específica más completa que la que otorgaban los seis años de carrera. Fue como una revelación. Eso era lo que quería. Se adaptaba mejor a mi visión de la medicina y al tipo de profesional que intuía que podía ser. Y así lo hice. Tras pasar por el duro via crucis del examen MIR1, en una época en la que la proporción entre aspirantes y plazas disponibles era desalentadora, obtuve una buena calificación y escogí medicina de familia, entonces considerada por muchos (erróneamente) como una especialidad menor que solo había que aceptar si no quedaba nada mejor para elegir.

      De los dos primeros años como residente quisiera destacar dos cosas. La primera tuvo que ver con el impacto que me causaron las guardias. Una auténtica prueba de resistencia, con apenas tres horas de descanso nocturno y vuelta a empezar al día siguiente. Pero dejando eso a un lado, hubo algo que sacudió mis cimientos como médico incipiente: darme cuenta de que todo lo que había estudiado y sobre lo que tanto esfuerzo había volcado me servía de bien poco. ¿Qué era aquello? Claro que atendíamos a pacientes con una descompensación de su bronquitis, o una angina de pecho, o un desbarajuste en su mal controlada diabetes. Pero eran multitud los casos que no respondían a ningún patrón ni a ningún algoritmo de diagnóstico diferencial. No había alteraciones biológicas ni físicas en el sentido objetivo. Había síntomas, había personas que acudían con quejas (y exigencias) diversas, pero la respuesta a sus dolencias no estaba en el manual de diagnóstico y terapéutica que llevábamos en el bolsillo de la bata. Eran pacientes a los que algunos de los veteranos trataban con cierta condescendencia o con actitudes menos benévolas. No me habían hablado de ellos en la facultad. Nadie me había dicho que la ciencia solo era válida para una parte de los pacientes que vería. Nadie me había dicho que la frustración, el miedo, la desesperación, la ansiedad, el desánimo, la impotencia, el desacuerdo con la propia vida, llenaban las salas de urgencias y de las consultas, disfrazadas de síntomas o de malestares indefinidos, en busca de ayuda, o de comprensión, o de compasión. Algo, esto último, que tampoco nos habían enseñado. Era como si te cambiaran las reglas del juego justo cuando este empieza y después de haber estado aprendiéndolas durante años. Te sentías desarmado, engañado, y no podías evitar culpabilizar a aquellos simulacros de pacientes que no encajaban ni en broma con los parámetros científicos con los que tu cerebro estaba pertrechado.

      La segunda se resume en algo que sucedió durante una de esas guardias. Entraron en el box de reanimación a un hombre de mediana edad en parada cardiaca. Sonaron las alarmas y acudimos todos los que debíamos acudir. Se iniciaron las maniobras de resucitación en las que participé activamente siguiendo órdenes de quienes sabían lo que había que hacer. Todo resultó inútil, y tras cerca de treinta minutos de estéril batalla hubo que aceptar que la muerte había ganado definitivamente. La muerte, un personaje que me resultaba casi desconocido. Sí, los pacientes morían, y lo hacían en tus manos, o tus manos no eran capaces de devolverlos a la vida. Eso tampoco me lo habían enseñado, más allá de la simple estadística de mortalidad de una patología. ¿Qué se hacía con eso? Porque yo me sentía fatal, con una abrumadora sensación de fracaso y una pegajosa tristeza prendida de mi corazón. Pero la cosa no había hecho más que empezar.

      La médica residente responsable del equipo me llamó y me dijo que teníamos que ir a informar a la esposa, ya viuda. El paciente se me había asignado a mí cuando ingresó en urgencias, y por tanto me correspondía a mí informar, aunque ella me acompañaría y asumiría la responsabilidad. Sentí una mezcla de desconcierto y pánico a la vez. Desconcierto porque no me había parado a pensar en esa posibilidad. Tampoco estaba contemplado. Tampoco aparecía en el manual. Y tampoco me habían enseñado nada sobre cómo decirle a una mujer que su marido de unos cincuenta años había muerto repentinamente y no habíamos podido hacer nada para salvarlo. Pánico porque eso era lo que me provocaba imaginar la escena.

      Acudimos a la sala de espera, donde la viuda que aún no sabía que lo era estaba sentada, sola, ansiosa por recibir alguna noticia. La doctora se sentó a su lado, y yo al lado de la doctora. No hubo ademán de llevarla a otra sala más recogida. Allí había más personas, esperando. Y como buenamente pudo, se lo dijo. Creo recordar que no lo hizo mal, no fue brusca, ni fría, ni distante. Pero las malas noticias son malas noticias. La reacción de la mujer no se hizo esperar, rompió en un sonoro llanto y en imprecaciones de desespero. La doctora hizo un amago de consuelo, y mientras otra mujer a la que no sé si conocía la viuda la abrazaba, nosotros nos retiramos discretamente, dejando el tema en otras manos. Me sentí como un bobo, un inútil que no sabía ni qué decir ni qué hacer, que ni podía ayudar a aquella hundida mujer ni podía ayudarse a sí mismo ante un malestar que se apoderó de mí durante horas.

      Era ya la hora de comer, y a instancias de la doctora bajamos juntos al comedor. Yo apenas pude meter nada en el estómago. Ella estuvo comprensiva y trató de liberarme de mi sentimiento de fracaso. No hablamos más del incidente. Días después me afloró la rabia, no por la muerte que había contemplado, sino por la escena posterior. Yo no sabía nada de eso. En seis años de carrera con infinidad de horas de clases teóricas e infinidad de horas de prácticas nadie me había enseñado una palabra sobre lo que significaba dar una mala noticia. Y esa misión era mía, y de nadie más. Y me acababa de enterar.

      Con el paso del tiempo y tras acumular años de experiencia, aquellos ya remotos acontecimientos han adquirido una luz distinta. Porque he ido comprendiendo mejor el alcance de las carencias, y el porqué de las mismas. La muerte, ni como hecho ineludible para todo ser humano (incluidos los médicos), ni como proceso que hay que saber acompañar desde una visión holística, no formaba parte del inventario del estudiante de Medicina. La comunicación con los pacientes (y sus familias), tan decisiva en una relación de ayuda (no una mera valoración científica), tampoco.

      

      Esa decisión tuvo muchas consecuencias, muchas. Estaba renunciando a la estabilidad económica, a un presumible empleo seguro, y a un futuro más o menos previsible, a cambio de grandes dosis de una incómoda y desagradable incertidumbre y de tratar de decidir libremente lo que quería hacer, sin condicionantes y según lo que me dijera la intuición, que aún andaba bastante despistada. Eso me llevó a una larguísima etapa de pluriempleo de lo más variado para poder salir adelante mientras la aventura de abrir una consulta privada revelaba toda su crudeza en una ciudad como Barcelona. Mi sueño era hacer la medicina a mi manera, dedicando el tiempo necesario según mi propio ritmo, y en libertad. La áspera realidad era que tardaría años en tener un volumen de pacientes que justificara la apuesta, que había que trabajar muchísimo para ganar muy poco, y que el mito de la privada no era más que eso, un mito. Sí, hay unos cuantos profesionales que se ganan muy bien la vida, pero la mayoría de los que llenan los cuadros médicos de las mutuas aseguradoras saben cuáles son los verdaderos números con los que han de conformarse.

      Una de las múltiples ocupaciones a las que recurrí para compensar el insuficiente rendimiento económico de mi actividad como médico fue la de profesor. Entré en la escuela de formación profesional donde entonces trabajaba mi esposa para hacer una sustitución de poca monta. Y me quedé once años, adquiriendo cada vez más protagonismo e invirtiendo muchas horas a la semana en enseñar microbiología, hematología o patología, entre