¿Morirme yo? No, gracias. Joan Carles Trallero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Joan Carles Trallero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416372904
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de que le paralice la vida. Y se es valiente cuando hay una razón para serlo, y aquí creo que se lleva la palma, una vez más, el amor, ese amor que sostiene la presencia valiente de quien acompaña y cuida a pesar del miedo, y también, por qué no, de quien es cuidado.

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      Van a ser la negación y el miedo los principales fabricantes de otro enemigo del buen morir: las falsas expectativas. Revestidas con la palabra esperanza, se atribuyen el camino hacia un proceso tolerable. Pero esa esperanza no fundamentada se va a convertir en una trampa para todos, y sobre todo para el más vulnerable, el enfermo.

      Todo tiene su lógica. La esperanza, aunque sea falsa, se convierte en el último baluarte frente a la realidad que trata de imponer su ley. Aceptar esa realidad resulta excesivamente duro para los familiares, y también para los profesionales. ¿También para el enfermo? Seguramente, aunque a menudo no tiene la oportunidad de comprobarlo porque la cortina de humo generada le dificulta la visión y acaba viendo lo que quiere ver o lo que le dejan ver. En plena oscuridad, necesitamos una luz, por pequeña que sea. Una luz a la que aferrarnos para no desesperar, una luz que nos dé permiso para seguir evitando y aplazando el difícil paso de la aceptación.

      Y la medicina siempre tiene un nuevo conejo que sacar de la chistera, las alternativas que puede ofrecer son inacabables, siempre habrá alguna opción, aunque sea en forma de ensayo clínico para contribuir a la investigación. ¿Y si suena la flauta? ¿Quién puede resistirse a eso? ¿Quién puede negarle esa esperanza al enfermo?

      El caso de M. tenía poca solución. El tumor avanzaba, su estado se deterioraba, y a él le costaba enormemente mantener la concentración y poderse entregar a sus pasiones favoritas, que eran leer y escribir. Era muy consciente de lo que sucedía, no eludía la información ni buscaba una falsa complacencia de los médicos. Le ofrecieron participar en un ensayo con un nuevo fármaco. Sabía que las probabilidades de éxito eran muy escasas, y que podían aparecer más complicaciones a consecuencia del tratamiento que aún deterioraran más su ya menguada calidad de vida. Lo hablé con él en una visita. Ante la pregunta de si realmente deseaba entrar en ese ensayo, su respuesta fue que no pensaba quedarse esperando sin hacer nada, que prefería morir intentándolo, porque la pasividad le resultaba aún peor.

      Cuando el paciente sabe a qué juega, y asume la decisión con consciencia, ejerce su derecho a elegir sobre lo que quiere hacer, con conocimiento. Pero ¿qué ocurre cuando ese presunto conocimiento es parcial o totalmente sesgado? El verdadero problema no está en negarle la esperanza al enfermo, el problema está en cómo se le presenta esa esperanza, qué expectativas se generan, cómo se explica, cómo se entiende, cómo se interpreta y cómo se llega en numerosas ocasiones a una especie de autoengaño colectivo. Y ¿eso es malo? Sí, lo es, por supuesto que lo es. Porque es muy diferente comprar lotería con la ilusión de que te pueda tocar, pero consciente de que tu vida ha de seguir igual porque es harto improbable que te toque, a apostarlo todo a que te toque. La frustración que causan las expectativas no cumplidas, aquellas en las que habíamos depositado todo lo que nos quedaba, esa sí que es devastadora.

      Llevados de una visión todavía excesivamente paternalista, o con cierta dosis de autoengaño porque también la negación juega un papel en su inconsciente, los médicos pueden dibujar un panorama mucho más optimista de lo que es en realidad, idea a la cual se apuntan los familiares, y el enfermo. Llegan a imaginar que aún es posible liberarse de la enfermedad; nunca acabamos de creernos que aquella pueda ser la última. Por tanto, no hay necesidad de preparar un plan B, porque solo el plan A ofrece esperanza. Y entonces viene el gran batacazo, las expectativas defraudadas, la frustración, la sensación de haber sido engañados o de no haber entendido bien, el impulso de echarle la culpa a alguien, y la constatación de que de haberlo sabido tal vez se hubiera empleado ese tiempo de otro modo, y ahora ya es tarde. Las consecuencias de esas expectativas desmesuradas levantadas con el pretexto de que el enfermo no pierda la esperanza serán demoledoras y van mucho más allá de lo inicialmente visible, porque van a causar más dolor y frustración, van a condicionar negativamente la toma de decisiones, van a expropiarle al enfermo la posibilidad de decidir cómo quiere vivir y a qué quiere dedicar su tiempo mientras haya vida (porque está ocupado en la tarea de sobrevivir), y no van a hacer que todo transcurra con serenidad, sino todo lo contrario. Las expectativas ilusorias son pan para hoy y hambre para mañana. Son una solución transitoria que aplaza el problema, pero no lo cambia, hasta que el problema se muestra definitivamente.

      Sé que para una familia es muy difícil aceptar que no hay nada más que hacer para modificar el curso de la enfermedad, al menos dentro de lo razonable. Pero sí hay mucho que hacer desde el punto de vista del acompañamiento a su ser querido. Y afirmo categóricamente que unas expectativas ajustadas a la realidad, cuando son aceptadas, aunque duelan, aunque causen miedo a lo que vaya a pasar a partir de ahora, son el mejor camino para poder vivir de forma serena el proceso, para aprovechar el tiempo restante, para experimentar lo que significa acompañar desde el amor y la estima, y para conseguir poner las bases de un duelo que irá mucho mejor. No podemos eludir el dolor de la pérdida, forma parte de la existencia despedirnos un día de personas a las que amamos, y engañarnos no nos va a ayudar, solo comporta ponernos un anestésico local que tendrá un efecto limitado. Pero la experiencia de estar a su lado desde la presencia, a pesar del miedo, a pesar de la tristeza, sin necesidad de mentir, dejándonos ir, puede resultar transformadora, y así la explican quienes dieron ese paso. Está al alcance de todos. Hay que atreverse. La vivencia de la pérdida será muy distinta.

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      Otra de las cartas de presentación de la negación y del miedo es el hecho de convertir la relación entre enfermo y enfermedad en una batalla campal permanente y sin tregua. El lenguaje belicista se ha apoderado de esa difícil relación, y no parece entenderse de otro modo. No importa si es durante la celebración del día contra tal o cual enfermedad, o si es en una conversación entre amigos o familiares. Y el tratamiento informativo de la pandemia tanto por parte de las autoridades como de los medios ha sido una auténtica exhibición pseudomilitar. Al convertirlo en una confrontación, contra la enfermedad, contra la muerte, automáticamente generamos vencedores y vencidos en esta contienda. Con el grave riesgo de colgarle al ya sufrido enfermo, además, la etiqueta de perdedor si las cosas salen mal.

      La permanente y reiterada apelación a la lucha evidencia que lo último que se está dispuesto a hacer es aceptar lo que está sucediendo, y como los últimos soldados que defienden una posición y están dispuestos a morir todos antes que entregar las armas (o les obligan a ello porque si no serán fusilados), se empuja a numerosos enfermos a hacer lo mismo. Nada de deponer las armas, eso es de cobardes, hay que pelear, hay que luchar por seguir vivo, hay que… El auténtico problema viene cuando esos deseos de pelea vienen de quienes la contemplan desde fuera pero no la sufren en sus carnes.

      La insistencia en la fuerza de voluntad, la llamada a no desfallecer, no deja de traducir una fantasía, la de que las cosas dependen de nosotros. Pero debemos tener en cuenta que depositan sobre los hombros del enfermo la responsabilidad de salir adelante, o incluso la responsabilidad de no morirse como si eso fuera una jugarreta para el que va a sobrevivir. Y de ahí a hacerle sentir culpable, por no sentirse capaz de soportar otra quimioterapia, o por estar ya exhausto y anhelar el reposo, o simplemente porque quiere aprovechar los últimos meses de su vida para otras cosas y para prepararse, solo hay un paso. Pero el miedo a la pérdida, o el miedo imaginado que empuja a aplazar desesperadamente la posible cuenta atrás porque solo la idea ya resulta insoportable, impide ver a la persona y conectar con sus verdaderos deseos.

      Resulta complicado comprender que tu familiar a quien tanto amas y a quien no deseas perder puede decidir que ya tiene suficiente, que acepta lo que la vida le ha traído, que en su balanza (la suya, que es la que debería contar) no le compensa someterse a determinados tratamientos que tampoco le ofrecen garantías, y que acepta su destino. Hace falta mucho respeto, mucho amor, y también mucha valentía. Porque esta es la verdadera valentía que ha de ponerse en juego.

      Debemos saber, porque es así, que a buena parte de los enfermos estos mensajes de lucha no les ayudan en nada, o incluso llegan a molestarles y perturbarles. Ni los médicos ni los familiares tienen derecho alguno a exigir fortaleza ni resistencia. El enfermo es el primer