¿Morirme yo? No, gracias. Joan Carles Trallero. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Joan Carles Trallero
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788416372904
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con nombres y apellidos, o podemos temer a lo abstracto, a lo indefinido, a lo que no sabemos, a lo que en realidad solo imaginamos. El miedo a algo concreto se puede combatir de muchas maneras. El miedo a lo desconocido, aparentemente no. A no ser que hagamos el esfuerzo por pasar una parte de lo presuntamente desconocido al lado de lo conocido.

      El miedo a lo que no conocemos, a lo que anticipamos por propia iniciativa o por poco piadosas sugerencias del entorno, no es racional, en sí es absurdo, pero por eso mismo es incontrolable y no responde a argumentos teóricos. Cuando el miedo se desmelena, no hay quien lo pare, es como un incendio fuera de control que lo devora todo a su paso. Pero siempre se pueden construir cortafuegos. ¿O no?

      El miedo a la muerte no es exactamente miedo a morir, o no es solo eso. Es miedo a todo lo que ha de suceder alrededor de la muerte. Antes, durante y después. No hemos pasado por ello, por tanto, tiramos de imaginario colectivo, heredado o aprendido. Y la cruda y paradójica realidad, que extraigo de la experiencia directa, es que aunque el miedo anda repartido, la mayor cantidad apunta a todo lo que tenga que ocurrir antes del último suspiro. Hemos hecho que muchos enfermos tengan más miedo al tratamiento que a la propia enfermedad, o a que su sufrimiento (en vida) no sea debidamente atendido y paliado.

      Tal vez el lector no esté de acuerdo con estas afirmaciones. Vamos a plantearnos entonces algunas preguntas, para tratar de identificar cómo repartimos cada uno de nosotros nuestro propio miedo a morir.

      Situémonos al otro lado. ¿Nos da miedo estar muertos? ¿Nos da miedo no estar, no ser? ¿Tememos a la aniquilación que puede suponer la no vida? ¿O tememos precisamente a lo que pueda haber en la otra vida, si es que creemos en ella? Es evidente que preguntas como estas nos confrontan con nuestras creencias más profundas y con el sentido de nuestra vida, y que son preguntas que la humanidad se ha venido haciendo desde siempre. Epicuro lo solucionó diciendo que si estaba la muerte él ya no estaba y por tanto no había de qué preocuparse. Cicerón, fiel a su estilo, fue más contundente al afirmar que no quería morir pero que le importaba un comino estar muerto. ¿Dónde nos posicionamos nosotros? ¿Hemos pensado o pensamos en ello seriamente? Son preguntas que corresponden al terreno más personal, aquí no hay certeza que valga, por muy firmes que sean las creencias. Es tarea y responsabilidad de cada individuo plantearse estas cuestiones, buscando la ayuda o los apoyos que considere oportunos para prepararse en la medida en que cada uno pueda. Pero a donde quiero ir es a la pregunta de si, ante la posibilidad de morir, esto es lo que más miedo nos genera, lo que ocurrirá después. ¿Lo es?

      Desplacémonos ahora a la frontera, al instante de morir, al momento del tránsito. Algo que infunde un extraordinario respeto, como es lógico. ¿Cómo debe ser eso? En realidad, el acontecimiento de morir no es más que un breve y fugaz tiempo de traspaso hacia lo desconocido. Si a los que murieron no podemos preguntarles cómo se está al otro lado (aunque habrá quien lo contradiga y considere que esa comunicación sí es posible), a los que estuvieron en el alambre sí podemos preguntarles para saber si es tan terrible como nos imaginamos que debe ser.

      Michelle de Montaigne tuvo una experiencia al respecto que narra en uno de sus célebres Ensayos. A los 36 años sufrió una terrible caída del caballo de la que salió muy malparado, permaneciendo durante unos inacabables días entre la vida y la muerte. La medicina del siglo XVI seguramente podía hacer poco más que esperar a que la naturaleza siguiera su curso en una situación de gravedad como esa. Y la naturaleza decidió que Montaigne volviera a la vida para seguir escribiendo. Y al no morir, pudo explicar su experiencia y reflexionar acerca de ella (como reflexionaba acerca de todo). Mientras percibía cómo los que le atendían y acompañaban lo pasaban muy mal y sufrían por su situación, él se sentía en otro plano distinto, entregado, plácido, como en el sopor que precede al sueño, y a eso lo comparó. Consideraba que la naturaleza era la mejor aliada en ese trance, y que había que dejarla hacer, sin resistirse a sus designios. Justo lo contrario de lo que hacemos.

      En la misma línea expone sus conclusiones la doctora Kathryn Mannix, quien desde la amplia experiencia recogida en años de dedicación (con más de 10.000 casos a sus espaldas) nos cuenta cómo la mayor parte de las muertes que ha acompañado son más tranquilas de lo que nos imaginamos.

      Es obvio que no todas las muertes son tranquilas y plácidas, con o sin cuidados paliativos (aunque sin ellos tendrán muchas menos posibilidades de serlo). Pero también es cierto que muchas personas se imaginan el momento del morir (y su prólogo) como algo aterrador, cuando la verdad es que no es así la mayoría de las veces, tal como describe la doctora Mannix.

      Incluso si cedemos aquí un espacio a quienes han padecido una experiencia cercana a la muerte, coincidiendo con una parada cardiaca, sabemos que lo que relatan no es en absoluto terrorífico. E independientemente de la interpretación del porqué, lo que es irrefutable es que la mayoría de los que han vuelto a la vida tras tenerla en suspenso durante unos minutos refieren menos miedo a morir, cambian sus prioridades y valores y viven con mayor paz y en libertad, no tan sujetas a condicionantes a los que ya no conceden tanta importancia.

      Otro asunto es la vivencia de los supervivientes, que sí puede ser angustiosa (como la de quienes rodeaban a Montaigne), porque está empapada hasta la saturación de la negación a la muerte, de la intolerancia a la contemplación del sufrimiento (el que se imaginan, en muchos casos) y de la resistencia a que suceda lo inevitable. Además, y no es menos importante, por supuesto, del dolor de la pérdida, pero ese dolor pertenece sobre todo al que se queda, no al que se va.

      Nos queda por analizar brevemente la fase que precede al morir. ¿Qué parte de nuestro miedo a la muerte es en realidad miedo a la enfermedad, al sufrimiento, a la dependencia, a la pérdida de autonomía, a no ser bien tratados por los profesionales, a que nos cosifiquen, a que no nos tengan en cuenta a la hora de decidir, a quedarnos solos, a causar sufrimiento a nuestra familia, a ser una carga…? Pues puedo afirmar, ahora sí desde la experiencia directa que me proporciona mi trayectoria, que es aquí, en esta etapa, que sí depende de todos nosotros, donde radica la mayor parte del miedo. He escuchado muchas veces el “doctor, no me deje sufrir”, mientras que muy ocasionalmente he escuchado el grito desesperado del “doctor, no quiero morir”. Son mayoría los enfermos que reconocen tener más miedo a sufrir que a morir, y que nos piden a los profesionales que les ayudemos, que controlemos ese sufrimiento con todos los medios a nuestro alcance, que no permitamos que el sufrimiento evitable convierta en un infierno el tramo final de sus vidas.

      Y esa conclusión es triste y esperanzadora a la vez. Triste porque traduce la ya mencionada desconfianza hacia un sistema y una ciencia que debería estar al servicio del ser humano. Si confiaran, no lo pedirían, lo darían por hecho. Pero no se da por hecho, todo lo contrario: la desconfianza está fundamentada en años y años de actuaciones en las que la medicina ha perdido el norte y se ha olvidado de cuál debería ser siempre su misión, centrada en lo más conveniente para el paciente, desde el punto de vista del paciente, no desde el suyo. Y esperanzadora porque es reversible, mejorable, modificable. No solo a través del desarrollo e implantación equitativa de los cuidados paliativos y de cambios en la formación de los profesionales, sino a través del conocimiento, ese conocimiento que ha de poner luz para que dejemos de imaginar y empecemos a contrastar, y a confiar, en lo que nos explican quienes sí tienen experiencia en el acompañamiento de personas que van a morir, o en el testimonio de familiares que ya lo han hecho y han comprobado que esa vivencia no les ha amargado la vida, sino que más allá del dolor de la pérdida ha podido resultar transformadora y ha confortado durante el duelo. El sufrimiento puede controlarse en buena medida, y el que va más allá de la farmacología puede acompañarse. El amor hará el resto.

      En definitiva, lo que es un hecho es que nuestros miedos no guardan proporción con los teóricos peligros o amenazas que los causan, y si en lugar de dejarnos llevar por el miedo y permitirle apoderarse de nuestro ser buscamos el modo de conocer cuáles y cómo son esos peligros de verdad, les garantizo que los temores disminuyen y se hacen más llevaderos. La cuestión no es no tener miedo, porque lo vamos a tener. El miedo es básicamente subjetivo, no necesita nada tangible para irrumpir, y no podemos evitar que surja, pero no es una verdad absoluta, y no debemos permitir que nos asfixie. Y para eso es mucho más práctico admitirlo, aunque ponga al descubierto nuestra vulnerabilidad, y afrontarlo, dejando que nos ayuden, que nos guíen, que nos expliquen,