Francisco de Asís. Raniero Cantalamessa. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Raniero Cantalamessa
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788428835039
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ámbitos fundamentales: el del amor, el de la humildad y el de la libertad. Se trata de «conquistas», y, por tanto, de metas, que él alcanzó progresivamente durante toda su vida. Para el objetivo de este estudio, sin embargo, no es tanto el desarrollo histórico lo que interesa cuanto el punto de llegada.

      Francisco y el amor

      Friedrich Nietzsche hizo popular la distinción, en el seno de la cultura griega, entre espíritu apolíneo y espíritu dionisíaco. El primero, vinculado al dios solar Apolo, representa para él los valores de la armonía y del equilibrio: en una palabra, el aspecto luminoso del ser; el segundo, vinculado a Dionisio, dios de la embriaguez y del exceso, representa el entusiasmo y el empuje vital: en una palabra, las profundidades del ser 10.

      Esta caracterización, haciendo las debidas distinciones, puede servir para distinguir, en el ámbito religioso, dos tipos de mística, ambos presentes en el cristianismo y en otras religiones: una toda resplandeciente e incandescente de sentimiento; la otra, más especulativa y metafísica, que expone la experiencia mística en un estilo llano y razonado. Usando una terminología más bíblica, Dante Alighieri habla de una espiritualidad «seráfica» y una espiritualidad «querubínica». Así, en su poema, él caracteriza a san Francisco respecto a su contemporáneo santo Domingo de Guzmán:

      Uno fue todo seráfico en ardor,

      el otro, para sabiduría en la tierra,

      fue de querúbica luz un esplendor 11.

      En tres versos se resumen dos tipos de espiritualidad presentes en toda la historia del cristianismo. Por una parte, el fuego del amor, simbolizado en la Biblia por los serafines; por otra, la luz del conocimiento, simbolizado por los querubines. El título de «Seráfico», atribuido a Francisco por la tradición, confirma la interpretación de Dante. La distinción se aplica también –y quizá con mayor razón– a los dos teólogos más representativos de las respectivas Órdenes religiosas: san Buenaventura para los franciscanos y santo Tomás de Aquino para los dominicos. La plenitud, debemos decir enseguida, no está ni en una parte ni en la otra, sino en la síntesis entre luz y calor, entre conocimiento y amor. «Dios es luz» y «Dios es amor» son dos definiciones del Dios cristiano dadas por el mismo autor en el mismo escrito (1 Jn 1,5; 4,8).

      William James ve en la «expansión de la conciencia de la realidad» la nota característica del genio religioso 12. Desplazando el acento desde la conciencia hacia el sentimiento, Romain Rolland ve «la fuente y el origen» de la religión «en la sensación de eternidad, en el sentimiento de algo ilimitado y, por así decir, oceánico» 13. En el cristianismo, la dilatación de la conciencia es inseparable de la dilatación del amor. El amor es la forma de inteligencia más alta, porque logra ver cada cosa en su vinculación con el resto. Él hace ver cada detalle en su verdad, vinculando lo particular con el conjunto. «Intelecto de amor» es la expresión que acuñó Dante Alighieri para este tipo de conocimiento 14.

      Francisco rompió la cáscara de huevo dentro de la cual la mayoría de los hombres pasa la vida entera, como si fuera el vasto universo, y se asomó al mundo entero que le rodeaba, abrazándolo con una mirada de ternura y dialogando con él. Mira el mundo con los ojos de un niño. Los niños hablan con todo lo que encuentran, logran establecer un diálogo con los árboles, con los animales, con la nieve, con el sol. Así es Francisco al final de su ascenso espiritual. Estoy convencido de que en el origen de la «florecilla» de su predicación a los pájaros, inmortalizada en el fresco de Giotto, hay un episodio ocurrido realmente, aunque muy ampliado y embellecido por la leyenda. Ciertamente, es histórica la súplica para templar su ardor, que dirigió al hermano Fuego antes de someterse al cruel remedio de la cauterización de los ojos 15. Cosas tan nuevas y fuera de los cánones de la hagiografía tradicional no nacen de la nada, en la mesa.

      Un detalle muestra perfectamente cómo este sentimiento de fraternidad universal informa toda la vida y la actuación de Francisco. Él no se lanza violentamente contra nadie, no critica a nadie. En una época en la que la Iglesia institucional combatía a los herejes y los herejes a la Iglesia institucional, los cristianos a los sarracenos y los sarracenos a los cristianos, él no combatió contra nadie. Puso en práctica, sin conocerla, la máxima que se remonta a Dionisio Areopagita, en el siglo VI, según la cual «no se deben refutar las opiniones de los demás ni se debe escribir contra una opinión o una religión que no parece buena. Se debe escribir solo a favor de la verdad y no contra los demás» 16.

      Cosa casi única entre los Padres y los escritores cristianos, no se encuentra en sus escritos, y en los inspirados por él, una sola palabra contra los judíos. Respecto al islam, despojado de todas las adiciones y embellecimientos posteriores, queda el hecho de su encuentro el año 1219 con el sultán de Egipto, Al-Kamil. Sería exagerado atribuir a Francisco la idea moderna de un diálogo entre las religiones; él quería ver al sultán para hablarle de Cristo y convertirlo a él; sin embargo, ya era una novedad inaudita para aquel tiempo que para hacer esto se optara por el encuentro pacífico y el diálogo en lugar de las armas. Entre los dos se estableció, según la tradición, una cierta amistad que se concretó en el intercambio de regalos. (En la basílica del Santo, en Asís, se custodia un cuerno de marfil y plata que Francisco habría recibido del sultán.) 17

      ¿Cómo se explica este amor universal de Francisco? No es fruto de un traspaso o de una «ilusión»; no es contra la naturaleza, como –lo veremos enseguida– pensó de él Freud, sino que es la realización de la esencia misma de la persona y, por tanto, también de su naturaleza.

      Todos queremos la unidad. Detrás de la palabra «felicidad» no hay acaso ninguna otra que responda a una necesidad tan apremiante del corazón humano como la palabra «unidad». Somos «seres limitados, capaces de infinito» (ens finitum capax infiniti), y eso quiere decir que somos criaturas limitadas que aspiramos a superar nuestro límite, para ser «de alguna manera todo» (quodammodo omnia). No nos resignamos a ser solo lo que somos. Es algo que forma parte de la estructura misma de nuestro ser.

      Desde esta luz, que no es solo moral, sino metafísica, se puede releer la afirmación de Sartre: «El infierno son los otros». Los demás, los distintos de mí, son lo que yo no soy. Y no tanto porque tienen algo que yo no tengo, sino porque son algo que no soy. Simplemente porque existen. Con su simple existir me recuerdan mi límite, que yo no soy el todo. Ser un individuo particular significa, en efecto, ser lo que se es, y no ser todo lo demás significa ser como un pequeñísimo istmo de tierra firme rodeada por todas partes por el gran mar de mi «no ser». Los demás, entonces, son abismos de «no ser» que se me abren amenazadoramente en derredor. De esto a decir que los demás son mi infierno, en una visión puramente filosófica, y por añadidura atea, no hay más que un paso.

      Establecer relaciones de amor es el único modo posible para colmar los «abismos» que se nos abren alrededor, es un tender puentes hacia las otras islas y alcanzar la «tierra firme» o como se quiera llamar esta meta final: Dios, nirvana u otro. Esta visión está particularmente presente en el pensamiento ruso, que ha llegado a oponer al célebre principio de Descartes (cogito, ergo sum, «pienso, luego existo») el de es, ergo sum, «eres, y por eso yo también soy, tu existencia es percibida por mí como mía; a través de tu existencia sé que yo existo» 18.

      En el amor, el hombre se realiza como persona, como sujeto capaz de ponerse en relación con los demás. Pero se realiza también como naturaleza. La persona no se puede reducir al mero sujeto. El hombre, como persona y como autoconciencia, está constituido por una dimensión espiritual absolutamente personal, irrepetible; esta, sin embargo, está inseparablemente unida a lo que se denomina naturaleza humana, que es común a todos los hombres. De este modo, el amor entre las personas es, sí, una relación intersubjetiva, pero incluye también una dimensión objetiva constituida por la naturaleza.

      Esto explica por qué el amor de Francisco no se detiene en las solas personas, sino que se extiende también a todo lo creado. El ecologismo de Francisco nace de aquí. No es solo respeto, sino amor hacia lo creado. Los adjetivos que él usa en el Cántico del hermano Sol para definir a las criaturas son como caricias