Florentino Ameghino y hermanos. Irina Podgorny. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Irina Podgorny
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9789876286039
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que figurase en el presupuesto del año entrante; y la Cámara de Diputados ha votado ayer la suma de mil (pesos) fuertes mensuales para la planteación de dicho Museo, y ahora sólo falta que el Senado lo apruebe a su vez, y casi estamos seguros de tal aprobación. Así no habríamos perdido más que dos meses y empezaríamos a instalarlo en Enero próximo. Burmeister está furioso; y dicen que si conseguimos fundar el Museo renunciará y se irá a Europa.

      Mientras tanto, Florentino recibía un billete de Moreno con el agradecimiento del ministro. Todo se haría oficial después del 1° de enero. Y le pedía: “Puede entregar el fémur al portador”. El jueves 5 de enero de 1882 Florentino, ignorando que estaba escribiendo la última carta dirigida al ministro Pizarro, donaba sus colecciones de estudio para el gran Museo Nacional destinado a la conservación de “las preciosidades antropológicas, arqueológicas y paleontológicas que se encuentran enterradas en nuestro subsuelo”:

      Ha llegado el momento de que todos los ciudadanos que se hallen en estado de hacerlo cooperen en su engrandecimiento [del Museo]. Las colecciones de estudio particulares surgen de la ausencia de establecimientos públicos que puedan proporcionar los materiales de estudio necesarios; pero desde el momento en que esta deficiencia desaparece, ellas se hacen insuficientes para sus mismos propietarios, por cuanto aún las más ricas son necesariamente incompletas. Indispensable es entonces reunirlas en un solo centro, en donde se completen unas a otras y en donde el sabio que quiera emprender la redacción de serias monografías encuentre a su disposición series incomparablemente más completas que las que puedan ofrecerles las colecciones que haya reunido personalmente. Heme decidido a dar el ejemplo.

      FÓSILES Y TAQUIGRAFÍA

      Entre su regreso y el inicio de 1882 Florentino, a la distancia, empezó a entrenar a Carlos, que vivía con sus padres en Luján, en el sistema taquigráfico de su autoría y en la búsqueda y preparación de fósiles. Tenía intenciones de encontrarle un puesto de taquígrafo en el Congreso de la nación y para ello lo puso a practicar por correspondencia. Carlos no encontraba dificultades en la construcción de los signos, pero su memoria no lo ayudaba. Se había formado una idea de la rapidez del sistema y constataba que las traducciones al alfabeto latino que Florentino hacía de sus versiones estenográficas se acercaban bastante a la realidad. Pero, lejos de las tres horas publicitadas, en noviembre Carlos aún no había terminado de dominar la segunda parte que componía el método. En diciembre la cosa empeoraba: le pedía más tiempo para aprender ese “verdadero rompecabezas que poco entiendo”. Con varios días de estudio, apenas si dominaba una docena de signos.

      Mientras tanto, encontraba tres esqueletos de gliptodonte: dos a unas treinta y cinco cuadras de Luján; el otro, a cinco de la casa. Había leído La antigüedad del hombre y comparaba sus hallazgos con los del hermano. Además, contaba con una vértebra de gran tamaño, dientes, moluscos terrestres y lacustres, huesos tallados por el hombre, instrumentos de piedra tallada y del Neolítico. Carlos aprendía a clasificar animales y vestigios industriales siguiendo las categorías de Florentino y, como él, a situar los hallazgos en un horizonte geológico determinado. También le reportaba los descubrimientos fortuitos de otros vecinos: el almacenero había sacado del río un fémur de un metro de longitud y, si estaba interesado, se lo ofrecería, así como las precisiones sobre su paradero.

      Ameghino, de vez en cuando, visitaba a su familia y juntos, Carlos y él, salían a extraer fósiles o a buscar nuevos. Luego los despachaban por tren de carga a Buenos Aires. Asimismo, Carlos empezó a encargarse de promover donaciones lujanenses para el nuevo “Museo Nacional”. Pero, así como no terminaba de sentirse a gusto con los signos inventados por su hermano, fracasaba al intentar arreglar la cola de un gliptodonte: había pegado dos o tres anillos pero le quedaban desiguales o torcidos. Optó, entonces, por buscar la colocación de las placas para que su hermano, experto en estos quehaceres, lo compusiera a su gusto. En marzo, sin embargo, ya había compuesto una cabeza de gliptodonte para presentar en la Exposición Continental. Florentino le daba indicaciones precisas de cómo embalarlas. Le pedía que, en uno o dos cajones, adjuntara todo lo que había en la casa, aun lo que todavía no había acondicionado. Él las terminaría en Buenos Aires. Carlos debía colocar la cabeza arriba y, en la tapa del cajón, un letrero con la leyenda “MUY FRÁGIL”. Los haría llevar a la estación, donde Carlos debía permanecer hasta que los hubieran colocado en el vagón sin darlos vuelta, encargándole al guarda que nadie lo hiciera durante el viaje. Florentino los esperaría en la estación 11 de Septiembre (hoy Plaza Miserere), cuidando que no los dieran vuelta tampoco al descargarlos. Le pedía enviar todo cuanto creyera digno de figurar en la Exposición, también la sarta de vértebras que tenía atada en un hilo, pues otra, que había venido en un cajoncito, pertenecía a una serpiente.

      Así, en marzo de 1882 salían dos cajones con fósiles hacia Buenos Aires. El primero con la cola y varios fragmentos de la coraza de un gliptodonte, un cráneo, un atlas y parte de la dentadura de un lestodonte, la base del cráneo de un milodonte, otro de un toxodonte con sus dientes, la mandíbula inferior de un scelidoterio, la de un caballo fósil, la de un camélido, la base del cráneo y las patas de un caballo fósil, y, para no contrariar la voluntad fraterna, la sarta de vértebras. En el segundo cajón, más chato, iban el cráneo con las dos ramas mandibulares y el atlas del gliptodonte cuyo resto quedaba en Luján. Lo acompañaban un anillo de la cola, pedazos de cráneo y dientes de otro en arreglo. Apenas unos días más tarde, le hizo llegar dos bolas perdidas de los querandíes que pertenecían a un vecino, a quien un paisano le había traído otras cuatro o cinco. Por sus formas curiosas, el primero se las ofrecía para la Exposición que se inauguraba el 15 de marzo en la Plaza 11 de Septiembre, a tres kilómetros de la Plaza de la Victoria (hoy Plaza de Mayo), y que debía empezar a ocuparse antes del 24 de febrero de 1882.

      El palacio de la Exposición ocupaba un rectángulo de 130 metros sobre la calle Centro-América y 230 metros de fondo sobre el lado sur de Rivadavia y el norte de la Piedad. Los salones se disponían en tres secciones alrededor de un patio central. Las paredes y el techo eran de hierro galvanizado, soportado por armaduras de madera formando caballetes y columnas verticales. Iluminados a gas durante la noche, las claraboyas vidriadas del techo y las vidrieras de las paredes permitían la entrada de luz natural durante la jornada. El día de la inauguración recibió doce mil visitantes; durante los feriados llegaban diez mil personas, y los días laborables el número no bajaba de dos mil. La mayoría se trataba de trabajadores que se acercaban durante la tarde, después del horario laboral. La entrada costaba dos francos para los adultos. La venta de más de un cuarto de millón de entradas produjo 572.000 francos; pero los visitantes llegaron a 380.000: a las entradas pagas había que sumarle la visita de 75.000 escolares, 20.000 entradas entregadas a los profesores de escuela y a los miembros del Congreso Pedagógico realizado en simultáneo, y otras 5.000 para los jurados que dictaminaron sobre la calidad de los objetos expuestos. El gobierno nacional había contribuido con 500.000 francos para su instalación; la Municipalidad, con un millón para mejorar el barrio y el pavimento de la calle Rivadavia para los vehículos de lujo. Siete líneas de tranvía comunicaban la Plaza Once con el resto de la capital. El barrio vio proliferar comercios y otros establecimientos dedicados al entretenimiento de los paseantes.

      Poco antes de la inauguración, Florentino se armaba de impulso para escribirle a su hermano Juan: sus asuntos no iban según su deseo; se retardaba, inútilmente, esperando la ocasión de comunicarle alguna buena noticia. Cuando sólo faltaba su firma, el ministro Manuel Pizarro había renunciado a raíz de la oposición que, en un marco de creciente laicismo, generó su política proclive al concordato con la Santa Sede y el catolicismo como religión del Estado. El Ministerio permaneció acéfalo hasta que el 11 de febrero fue nombrado Eduardo Wilde, desde 1877 miembro activo de la Sociedad Protectora del Museo Antropológico y Arqueológico de Moreno. El carnaval no le había permitido entrar en funciones, y en la primera semana de marzo Ameghino seguía esperando el bendito decreto. Sería de un momento a otro, pero algo no marchaba bien: hacía meses que se le daba la seguridad de que se arreglaría al día siguiente sin que nada ocurriese. Juan, quizá para levantarle el ánimo, le mandaba noticias de un megaterio descubierto en Chile.

      Ameghino, de todos modos, no cejaba y presentó sus objetos en la Exposición Continental.