El golpe de Estado más largo. Gonzalo Varela Petito. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gonzalo Varela Petito
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786072924437
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y contrapesar el crecimiento de la izquierda legal sobre todo a partir de la fundación del Frente Amplio (FA) en 1971. Los tupamaros, que eran un grupo con ciertas expectativas pero poco desarrollo hasta 1968, crecieron bajo el gobierno de Pacheco a costa de un descontento extendido y un movimiento juvenil muy aguerrido. Algunos políticos tradicionales culparon al presidente por haber desenvuelto una torpe política represiva. Pero Pacheco acabó viendo en el asunto una oportunidad de crecer electoralmente. En los debate de posdictadura, más de un vocero de la política tradicional ha reclamado airadamente por una distorsión de la historia, según la cual la izquierda culturalmente hegemónica relata que los tupamaros se levantaron contra una dictadura o algo parecido, cuando en 1963 regía un constitucional (aunque ineficiente) Consejo Nacional de Gobierno.8 En la misma medida podría decirse que tampoco Pacheco luchaba al principio con sus medidas de seguridad contra los tupamaros, que es otra desinformación que a veces ronda por el foro a cuenta de seguidores de los partidos tradicionales. No les daba tanta importancia porque en 1967-1968 eran un asunto sobre todo de la policía, que era bastante capaz de detectarlos y capturarlos, pero a menudo se le escapaban por la puerta del fondo, o eran liberados a corto plazo por un poder judicial garantista, según se reclamaría en un duro cuestionamiento encabezado al final de su mandato por el mismo Pacheco y que, cambiadas las circunstancias y el gobierno, conduciría a partir de 1972 a terminar con la independencia judicial aún en lo civil.

      El Ejecutivo pachequista implantó lo que serían sempiternas medidas prontas de seguridad en 1968, usándolas para cambiar usos y costumbres de la política y la convivencia vernáculas,9 señalando como principales rivales no a los todavía escasos tupamaros que la policía rastreaba en sus “cantones”, sino a dos movimientos sociales: el sindicalismo y el estudiantado. En particular para tener las manos libres a efectos de implantar un programa dirigido a contener la inflación, intervenir entes públicos, frenar el aumento de salarios, reprimir masivamente la protesta laboral y centralizar la negociación colectiva. Recién a mediados de 1969 y más decididamente en 1970, empezó a invocar —no sin cierta razón— el crecimiento del mln como una amenaza para lo que llamaba “mi gobierno” (estrictamente no era suyo sino del consejo de ministros). Lo capitalizó, mientras combinaba acuerdos y enfrentamientos con un Parlamento limitado en el uso de sus facultades, donde algunos políticos nacionalistas, disidentes colorados y otros de izquierda, reclamaban por el avance desmedido del presidencialismo, que al principio parecía ubicarse sobre los partidos para luego, en 1971, mutar en un subgrupo electoral colorado a favor de un candidato a la presidencia que corría con la ventaja de estar ya en el puesto. Cosa que la constitución había querido impedir prohibiendo la reelección presidencial inmediata.

      No pudiendo reelegirse Pacheco apoyó para sucederlo a Juan María Bordaberry, un hacendado y oscuro no-político perteneciente al movimiento ruralista de Benito Nardone (1906-1964)10 en quien confió más que por su honradez administrativa, por quizás atraerle votos del interior y cubrirle una suerte de interinato, mientras volvía por la Presidencia que esperaba ganar en las elecciones de 1976. Apuesta arriesgada que en el pasado solo le había funcionado a José Batlle y Ordóñez con su sucesor Claudio Williman (1907-1911);11 no le resultó a Julio Herrera y Obes, que en 1894 no pudo evitar la elección de Juan Idiarte Borda con resultados nefastos incluso para el agraciado; ni a Luis Batlle Berres, que recibió de Andrés Martínez Trueba el presente griego de la constitución colegialista de 1952.

      Meses antes de partir Pacheco había tomado la que quizás sería la decisión más trascendental de su carrera: encargar a las Fuerzas Armadas (ff. aa.) el control de la subversión, quebrando una tradición septuagenaria de no inmiscuir a militares activos en asuntos internos.

      En un año de diez meses (porque los presidentes asumen el primero de marzo) el país se despeñó con Bordaberry en el correr de 1972: altísima inflación, caída como nunca del salario real, escasez hasta de bienes básicos de producción nacional como harina de trigo y carne vacuna, e intervención militar en un grado que el país no había padecido ni siquiera bajo el llamado Militarismo del siglo xix. Esto último en respuesta a una serie de atentados tupamaros el 14 de abril de 1972, que produjeron a pedido del gobierno y consentimiento del Parlamento un par de mecanismos extraconstitucionales: el estado de guerra interna y su virtual formalización posterior en la Ley de Seguridad del Estado (lse). Frankenstein jurídico que pronto amenazaría a quienes lo habían votado, pues las Fuerzas Armadas lo tomaron como fundamento de autonomía política y acción sin trabas. En poco tiempo no tardaron en manifestarse las insubordinaciones, al principio ante denuncias en el Legislativo por abusos contra derechos humanos, de intensidad desconocida en Uruguay aun para patrones de los años precedentes, y luego porque los militares movilizados empezaron a sentirse engañados o usados por los partidos tradicionales, y algunos entablaron negociaciones y colaboración más o menos forzada con detenidos tupamaros en su poder, con visos de conspiración política.12 Entre tanto la victoria pírrica del reeleccionismo fruto de la maniobra pachequista, había dejado en funciones un gobierno muy débil, que fuera del combate a los tupamaros no lograba entablar ningún consenso con la oposición nacionalista ni lo buscaba con el Frente Amplio de izquierda. En octubre de 1972 estos y otros movimientos subterráneos sacudieron la superficie, cuando el Ejército a raíz de otro asunto de derechos humanos se rebeló abiertamente contra el Poder Ejecutivo, y pocos después las ff. aa. detuvieron y sometieron a corte marcial a Jorge Batlle, heredero del ilustre apellido, sospechoso de maniobra financiera ilícita y líder de uno de los sectores más importantes del Partido Colorado, cuyos miembros integraban el gabinete que luchaba a la par de los militares contra la subversión. Misma que según la tesis castrense inaugurada podía abarcar a un número indefinido de delitos reales o imaginados, justificando la intervención sin límites precisos del instituto armado de acuerdo con una fantasiosa doctrina de Seguridad Nacional, apelando a la justicia militar habilitada para civiles por la Ley de Seguridad del Estado. La aleatoriedad estrenada por Pacheco escaló a un nivel de mayor incertidumbre, jugando en el tapete al conjunto del sistema institucional. Con lo que se trastocó más que antes el escenario político, pues el ataque a los partidos tradicionales parecía concederle un respiro a la izquierda coaligada en el Frente Amplio, amenazada por la crispación de la política y las acusaciones de connivencia con los tupamaros. Los principales partidos integrantes del Frente empezaron a albergar esperanzas y simpatías en función de un supuesto progresismo castrense (bautizado peruanismo en alusión al gobierno militar reformista existente en Perú) que según filtraciones de oficiales amigos, más un recurrente lobby de la inteligencia militar a cargo del legendario y tal vez sobrevalorado coronel Ramón Trabal, podría abrirse camino en el seno de las ff. aa.

      No faltaban personalidades ni ideas en el espectro político, mas asimilaba un mosaico antes que un sistema, debido a los desacuerdos y enfrentamientos agravados por la crisis económica y el decaimiento institucional. Zubillaga y Pérez han hablado de una “democracia atacada”, pero sucede que la mayoría de los contendientes pensaba estar luchando por su versión de la democracia.13 Eran muy pocos a soñar con una revolución fascista de opereta y muchos aunque en minoría, los que buscaban una vía corta al socialismo.14 Frecuente era en cambio la acusación de que lo que postulaba el otro como democracia era una dictadura. Sería por eso quizás adecuado usar el antiguo término griego de stasis: separación, escisión, con efectos de conflicto, violencia, desconfianza recíproca y suspensión o abolición de las leyes “de las que depende la esperanza de salvarse cuando van mal las cosas”.15

      Tal era el panorama entre fines de 1972 y comienzos de 1973, fecha en que comienza nuestro trabajo. Sin dejar de preocuparse por la situación, ni los políticos tradicionales ni los de izquierda, menos la ciudadanía, tenían claro lo que seguiría, y continuaba cada quien con sus reclamos y aspiraciones encontradas.

      Lo que seguiría, a partir del alzamiento militar de febrero de 1973, sería el inicio de un nuevo “Gobierno del motín”, hubiera dicho de estar vivo Eduardo Acevedo.16

      ***

      El tiempo transcurre y sucesos, instituciones y personas que estuvieron vigentes pueden ser olvidados en mayor o menor grado. Por tal motivo, para una mejor comprensión de las páginas que siguen, listaremos muy sucintamente como en un elenco dramático, algunos de los sectores partidarios relevantes y nombres de sus principales dirigentes de entonces, sin quitar importancia a los muchos que no son