Breve historia de la Arqueología. Brian Fagan. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Brian Fagan
Издательство: Bookwire
Серия: Yale Little Histories
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9788417893194
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de la montaña y cayó como una cascada sobre las dos ciudades romanas. Herculano desapareció por completo. En Pompeya solo se asomaban los techos de los edificios más altos entre los detritos volcánicos. Cientos de personas perecieron. Plinio el Joven, quien fue testigo ocular, escribió: «Podías escuchar los chillidos de las mujeres, el llanto de los niños, los gritos de los hombres». Después, hubo silencio.

      Muy pronto, la zona en la que estaba Pompeya pasó a ser un montículo con hierbas. Pasaron más de dieciséis siglos antes de que alguien se adentrase de nuevo en las dos ciudades sepultadas. En 1709, un campesino descubrió una pieza de mármol esculpido, mientras cavaba un pozo en la cima de Herculano. Un príncipe de la región mandó a sus trabajadores a excavar bajo tierra. Estos encontraron tres estatuas de mujeres intactas. El azaroso descubrimiento desencadenó una búsqueda del tesoro en el corazón de la ciudad enterrada. De este fortuito saqueo de restos romanos enterrados bajo ceniza volcánica emergió la ciencia de la arqueología.

      Faraones colmados de oro, civilizaciones perdidas, aventuras heroicas en países remotos —mucha gente todavía cree que los arqueólogos son aventureros románticos que se pasan la vida en excavaciones de pirámides y ciudades perdidas. Actualmente, la arqueología es mucho más que expediciones peligrosas y descubrimientos espectaculares. Puede que haya comenzado como búsqueda del tesoro —y, desgraciadamente, el saqueo aún acompaña las investigaciones arqueológicas serias de la actualidad. Sin embargo, la búsqueda de tesoros no es arqueología verdadera, ya que solo persigue excavar veloz y despiadadamente con un solo objetivo: descubrir objetos valiosos para venderlos a coleccionistas pudientes. Comparemos esta práctica con la arqueología, el estudio científico del pasado, del comportamiento humano a lo largo de tres millones de años.

      ¿Cómo pasó la arqueología de ser la búsqueda desordenada de hallazgos espectaculares y civilizaciones perdidas a la seria pesquisa del pasado que es ahora? Este libro cuenta la historia de la arqueología a través del trabajo de algunos de los arqueólogos más famosos, desde los observadores casuales de hace cuatro siglos hasta los minuciosos equipos de investigación de hoy día. Muchos arqueólogos pioneros fueron personajes pintorescos que pasaban meses trabajando solos en países lejanos. En algún momento de su vida, todos ellos desarrollaron una fascinación por el pasado. Uno de los primeros estudiosos se refirió a la arqueología como una «curiosidad retrospectiva». Tenía razón. La arqueología es la curiosidad por lo que hemos dejado atrás.

      Mi primer contacto con la arqueología fue cuando era un adolescente. Era un día lluvioso en el sur de Inglaterra y mis padres me habían llevado a Stonehenge (véase capítulo 38). Los megalitos en formación circular se elevaban como torres sobre nosotros. Nubes bajas y grises se arremolinaban en la penumbra. Caminamos entre las rocas (en esos tiempos se podía) y miramos con atención a los silenciosos túmulos en los montículos contiguos. Stonehenge me lanzó su hechizo, y desde entonces he estado fascinado con la arqueología.

      Nació en mí el interés por la figura del británico John Aubrey (1626-1697), quien frecuentaba Stonehenge y descubrió otro impresionante círculo de megalitos cerca de Avebury, al entrar galopando en él durante una cacería de zorros en 1649. Aubrey indagó y meditó sobre Avebury y Stonehenge, se decía que los «antiguos britanos» los habían construido; pero ¿quiénes eran estos salvajes que usaban pieles? Eran, suponía Aubrey, «dos o tres grados menos salvajes que los [nativos] americanos».

      Aubrey y sus sucesores sabían poco sobre el pasado de Europa antes de los romanos. Sin duda, aún había túmulos, círculos de megalitos y otros monumentos que les faltaba examinar; también, una maraña confusa de herramientas de piedra y objetos de barro y de metal que provenían de los campos arados y de las excavaciones ocasionales de zanjas rudimentarias en los túmulos (véase capítulo 9). Pero todo esto había pertenecido a pueblos desconocidos, no a romanos de una ciudad como Pompeya, enterrada en una fecha exacta que está registrada en documentos históricos.

      En 1748, comenzaron las excavaciones formales en Herculano. El rey Carlos II de Nápoles encargó al ingeniero español Roque Joaquín de Alcubierre investigar las profundidades de la ciudad. Alcubierre usó pólvora y mineros profesionales para abrirse camino mediante explosiones y penetrar en la ceniza volcánica con el fin de descubrir edificios intactos y magníficas estatuas. El rey exhibió los hallazgos en su palacio, pero sus excavaciones se mantuvieron celosamente en secreto.

      El estudioso alemán Johann Joachim Winckelmann (1717-1768) fue el primer investigador formal. En 1755, ocupó el cargo de bibliotecario para el cardenal Albani en Roma (quien le requirió que se convirtiera al catolicismo, para horror de sus amistades protestantes). Este cargo le permitió acceder a libros, así como a los objetos descubiertos por Alcubierre. No obstante, tuvieron que pasar siete años para que Winckelmann pudiera visitar las excavaciones secretas. En ese momento, contaba con un conocimiento inigualable del arte romano, más parecido al conocimiento de los arqueólogos modernos que al de sus contemporáneos. Él fue el primer estudioso en investigar los artefactos de las ciudades en sus posiciones originales.

      Winckelmann señaló que estos objetos eran fuentes cruciales de información sobre sus dueños y sobre la vida cotidiana en tiempos romanos, sobre la gente del pasado. En una época de saqueo descontrolado esta era una idea revolucionaria. Desafortunadamente, Winckelmann nunca pudo comprobar sus teorías en sus propias excavaciones, pues en 1768, mientras esperaba un barco en Trieste, una banda de ladrones lo asesinaron por unas cuantas monedas de oro. Este notable estudioso fue el primero en establecer un principio básico de la arqueología: que todos los restos, por muy simples que parezcan, tienen una historia que contar.

      A veces, las historias son peculiares. Una vez visité una aldea abandonada de la década de 1850 en África Central. La zona era un enjambre de cerramientos ganaderos en ruinas, piedras de molienda y fragmentos de vasijas. No parecía haber nada de interés hasta que recogí un hacha de piedra de quinientos mil años de entre la loza. Comprendí de inmediato que alguien tuvo que haber llevado el hacha a la aldea desde otro lugar, pues no había otras herramientas de piedra o signos de grupos humanos tempranos en los alrededores.

      Probablemente, esa fue la primera vez que concebí las herramientas del pasado como narradoras de historias. Me imaginé a un aldeano, quizá a un niño, que levantó el hacha, extraordinariamente esculpida en piedra de río, a unos 8 kilómetros de distancia, y se la llevó a casa. En la aldea, la gente la vio, se encogió de hombros y la desechó. Quizá algún aldeano más viejo recordara haber encontrado un hacha similar en su juventud; entonces, quien la encontró se quedó con ella durante años. Había una historia ahí, pero desafortunadamente, se había desvanecido mucho tiempo atrás. Solo quedaba el hacha de piedra.

      La historia de la arqueología comienza con la curiosidad de terratenientes y viajeros. Los europeos acaudalados a los que les gustaba el arte clásico a menudo partían en el «Grand Tour» a las tierras del Mediterráneo. Volvían cargados con obras de arte romanas y, a veces, griegas. Los terratenientes que se quedaban en sus casas comenzaron a hacer excavaciones en los montículos de sus propiedades. Al regreso de sus expediciones, podían exhibir orgullosamente sus «bastas reliquias de dos mil años». Los excavadores eran aficionados, gente sin ninguna formación en arqueología; sus ancestros eran anticuarios, como John Aubrey, que había indagado sobre Stonehenge.

      La arqueología nació hace unos doscientos cincuenta años en una época en la que la mayoría de la gente creía en la creación bíblica. Las excavaciones arqueológicas a gran escala comenzaron cuando el diplomático francés Paul-Émile Botta y el viajero inglés Austen Henry Layard se dedicaron a la búsqueda de la ciudad bíblica de Nínive, que finalmente hallaron al norte de la actual Mosul, en Irak. Layard no era experto en excavaciones. Abrió túneles en los grandes montículos de Nínive y siguió la ruta de los muros tallados en el palacio del rey asirio Senaquerib, a lo largo de las profundidades subterráneas, en busca de hallazgos espectaculares para el Museo Británico. Incluso descubrió los surcos que dejaron las ruedas de los carros en las losas frente a las puertas del palacio.

      Layard, John Lloyd Stephens, Heinrich Schliemann y muchos otros fueron destacados aficionados que descubrieron las civilizaciones más tempranas del mundo, descritas en los capítulos siguientes. Hubo otros aficionados que también