A esa fea no se le abre la puerta. Rubén Vélez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rubén Vélez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789585281301
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“Qué cutis, señor Correa; qué cutis. A ver si un día de estos me revela la fórmula”.

      El pasado fin de semana, para tomarle el pelo, le leí la mano a una vieja conocida. Esa lectura le hizo creer que tengo poderes especiales. Ahora quiere que le interprete un sueño que tuvo anoche. Una de sus mejores amigas se le apareció, vestida de monja. “Esa piel de bebé. Qué impresión”. Se le apareció la única que no llegó a vieja, con una sonrisa que no supo calificar. Dejémosla en enigmática, para no complicar la historia. Se llamaba Aura. Hace cerca de treinta años la mataron en su librería, que quedaba en el centro de Medellín. Como de bebé el cutis de Aura. Pero su temperamento era áspero. Yo conocí a la víctima. Me caía bien. Leía. Sabía. Dominaba tres idiomas (ella decía que no saber inglés era como ser analfabeta). Los libreros de ahora no deberían ser libreros. No leen. No saben. Algunos no dominan ningún idioma. Antes de ser librera, Aura había sido monja en un convento de clausura. Tal vez por eso tenía una piel intachable. La piel de la vieja conocida es un desastre. Desde los quince hasta los cincuenta jugó tenis de campo. Si hubiera seguido el ejemplo de Aura, no habría caído en manos de los dermatólogos. De esos especialistas no hay manera de zafarse. De cuáles, se preguntará el avisado lector. Dos mujeres. Ninguna de ellas se casó. A raíz del asesinato de la que siempre fue religiosa (el cargo de librero es un apostolado), se hicieron algunas especulaciones sobre su vida sentimental. Se llegó al extremo de convertir la Librería Junín en el escenario de un amor loco. A las seis y media de la tarde, cuando ya se habían ido todos los dependientes, llegaba un hombretón que no estaba interesado en ningún libro. Se aparecía con una botella de vino. El amor y el alcohol cambiaban la naturaleza de la mujer. Un viernes de hace treinta años, por la noche, no se realizó ese milagro, y hubo un altercado, y el hombre, ya más fiera que hombre, ahorcó a la mujer, y se volvió humo para siempre. Esa versión no era gratuita, ya que la justicia encontró una botella de vino medio vacía en la pieza del fondo, y en el cuello de la víctima, “huellas de un par de manos inmensas, que no son comunes en nuestro medio”. Huellas que no figuraban en ningún archivo dactiloscópico, ni local ni nacional. En la librería donde se conseguían las mejores novelas policíacas, se cometió un crimen perfecto. Tras la correspondiente investigación (exhaustiva, como siempre), el caso no avanzó: un par de manos descomunales, como las que salen en tantos cuentos infantiles, y cambiemos de asunto. Nos quedamos sin saber quién y por qué mató a una abnegada sierva del Libro. “Esa piel de bebé. Qué impresión”. La vieja conocida que sufre de cáncer de piel y sus prioridades. Para un cutis que no hablaba del paso del tiempo, palabras efusivas. Para el asesinato de una de sus mejores amigas, apenas un comentario ácido. “Se veía con un animal. Debió preocuparse menos por el estado de su piel y más por el de su cabeza”.

      En un mohoso salón de Bogotá se hablaba bien y mal de la obra del maestro Zurita. Se decía que no era un pintor, sino un mero ilustrador, y que lo único que palpitaba en sus cuadros eran las moscas. Alguien anotó que no valía la pena hablar de una obra que era apenas decorativa. Para el único crítico de arte que había en esa reunión, la única obra del maestro Zurita que merecía ser comentada era la que tenía los días contados (el artista iba para el siglo). Se habló, entonces, de una larga lucha de gimnasio, y se llegó, por unanimidad, a la conclusión de que el maestro Zurita, pensándolo bien, había sido un aplicado artista conceptual, uno que habría pasado desapercibido en la Feria Basel de Miami, pues en esa ciudad abundan los músculos que inventan las máquinas en complicidad con los anabólicos y los esteroides. Miami es la capital de las obras de arte que de un momento a otro se desinflan. Mientras se decían tan picantes palabras (y tan incorrectas), el trabajado cuerpo del maestro Zurita, esa instalación móvil ya doblada por los años que no se daba por vencida, balbuceaba el nombre de San Sebastián por los corredores de su quinta de verano. Su amor de turno, un muchacho larguirucho e incoloro, le servía de báculo. “Un San Sebastián asediado por una legión de moscas necróforas, que son las que respiran más vida y las más perturbadoras: será mi obra maestra”. El maestro balbuceaba el nombre del santo favorito de los hombres que no desean a las mujeres y los nombres de varios artistas que a última hora se crecieron: por fin cumplieron a cabalidad con el lienzo. Para dominar ese raro tema, el de la vejez prodigiosa, basta con visitar al profesor que destronó a la Enciclopedia Británica. Solo sé que no sé nada, pero sé de alguien que lo sabe todo. Malos tiempos para dárselas de inculto. Cuando ya el maestro Zurita no podía luchar contra el vacío del lienzo, contra nada (él mismo hacía parte del vacío), en cierto salón de Bogotá se dijo que su último San Sebastián no estaba mal, que eso sí era arte, que esa pintura se merecía una pared de primera. Lástima las moscas. Como muertas. Como una retórica que no viene al caso.

      Reina y Rocío. Se conocieron en el colegio y pese a que la vida llevó lejos a la primera, no se distanciaron. En los últimos años, gracias a la inteligencia artificial, esa amistad se consolidó. Reina le mandaba a Rocío muchas imágenes en las que siempre aparecía radiante, intachable, en escenarios del futuro, como Tokio y Singapur. Rocío correspondía con textos de su propia cosecha y artículos y caricaturas de la prensa local. Era un intercambio que intrigaba a la mujer que tras cincuenta años de trajín en el exterior había resuelto radicarse en Barichara. ¿Cómo habrá tratado el tiempo a esa muchacha?, ¿ya no quedará nada de su belleza?, ¿no querrá que su amiga de siempre se entere? Ese misterio no debía resolverlo la virtualidad, sino la realidad, en el pueblo donde Reina se compró una casa con una panorámica de folleto turístico. Ella insistía. Tienes que venir, este pueblo es lo mejor que me ha pasado, te provocará pasar aquí el resto de tus días. La otra cavilaba. ¿Para qué viajar?, ¿para pasar trabajos?, ¿no es abominable la condición de turista y de visita? Rocío, en su confortable y seguro apartamento de Medellín, se decía una advertencia de Pascal que casi nadie ha tomado en serio. “Todas las desgracias del hombre se derivan del hecho de no ser capaz de permanecer a solas en su habitación”. Esa máxima debería presidir la recepción de los hoteles, en letras de oro. Reina insistía. Pascal advertía. La primera se hacía preguntas sulfurosas. ¿Por qué tanta renuencia?, ¿estaré invitando a una anciana?, ¿me tocará bregar con una enferma? Al cabo de una insistencia que ya mezclaba las palabras dulces con las agridulces (hay algo hostil en tu actitud, no sé qué pensar, me gustaría que fueras clara con tu amiga de toda la vida), perdió el pensador francés, y a causa de esa derrota, Reina se llevó una sorpresa que no le convino a su alma. Rocío aparentaba menos años de los que tenía. Digamos que diez. Digamos que quince. A la mujer cosmopolita, en cambio, se le notaban sus numerosos almanaques. La anfitriona, consciente de que la gente mayor, por bonita que sea su piel, tiene de sobra ángulos desfavorecedores, se dedicó a retratar a hurtadillas a su huésped. Esas ingratas imágenes pueden ser vistas en varios sitios de la red. “Rocío Jaramillo, una amiga como pocas”. “Rocío Jaramillo en Barichara, una visita inolvidable”. “Rocío Jaramillo, la única hermana de verdad que yo he tenido”. Reina y Rocío. La segunda borró a la primera (delete, delete, delete), y por enésima vez se inclinó ante la sombra de Pascal.

      Al hostal “La Hormiga Buenavida” llegó un muchacho italiano que se estaba quedando sin plata. Como no quería andar vacío, le propuso a la hostelera que lo hospedara y lo alimentara por una semana a cambio de un violín que lo había acompañado en su largo viaje por Colombia. La hostelera examinó el instrumento, rasgó una de sus cuerdas y dijo, categórica, “tres días y nueve comidas”. El mochilero accedió. Al cabo del tiempo de hospitalidad acordado, le rogó a doña Alba (así se llamaba la dueña), que no permitiera que “tan ilustre músico se atrofiara”. Ella no atendió ese ruego. En vez de darse a la tarea de buscarle a su violín una pareja apropiada, lo colgó, con arco y todo, en el muro que había detrás de la recepción del hostal. Ya no era un violín, sino un objeto decorativo más. Un día, Floro, uno de esos personajes de pueblo que cargan con los rótulos de bobo y loco, y de quien se decía que sufría del mal de San Vito (todo el santo día iba y venía por todas las calles), entró en el hostal, a darle una razón a doña