A esa fea no se le abre la puerta. Rubén Vélez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rubén Vélez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789585281301
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caminado tres días seguidos), se recostó a la sombra de una higuera. Cuando despertó, vio que a pocos pasos del lugar donde se encontraba se había formado un corrillo en torno a una persona de aspecto de profeta bíblico. Se dijo, no sin alivio, que alguien se le había adelantado, y se sumó al grupo de oyentes. No entendió nada. El supuesto profeta no hablaba la lengua del recién llegado, que era el arameo. Poco después, en un figón polvoriento (el único que aprobó su bolsa), supo que en la ciudad abundaban los contadores de historias, y que la más contada y celebrada se refería a la búsqueda, por parte del legendario rey Gilgamesh, de la rosa de la inmortalidad. El muchacho judío quiso saberlo todo sobre ese soberano y la flor que otorgaba un don del Edén. Tampoco él quería morirse. También él odiaba que la muerte tuviera los poderes de un dios. Dejó a un lado el asunto de la suerte de Nínive (conversión o destrucción), y se dedicó a aprender el idioma local, para entender todas las historias que se contaban en los mercados y los caravasares. Quien iba para palabra solemne y sobrecogedora se volvió uno de los narradores más amenos e imaginativos de Nínive. Utilizaba el estilo escueto del libro sagrado de su país de origen. En la mayoría de sus historias, algo de muy lejos que solo aparece al final (¿esa rosa es una rosa?), despide un olor ingrato, insano, como de cuerpo en descomposición.

      Nada sabemos de Jonás. No nació ni se levantó aquí. Ha hecho varios trabajos de héroe. Para el rey y sus ministros, él es una amenaza. No se explican ese heroísmo. Y es inexplicable, porque no ha pedido nada a cambio. “Alguien tendría que matarlo”, hemos oído decir en la plaza. Pero todavía no se le ha puesto precio a su cabeza. El poder debe temer que esa medida provoque una situación incontrolable. Un tumulto en la plaza o en los alrededores del palacio, algo así. Ya todo estaría patas arriba si ese forastero nos hubiera dado la orden de levantarnos. A nadie más seguiríamos. Por nadie más arriesgaríamos la cabeza. El hecho de saber que hay un héroe entre nosotros nos ha traído vida. Antes de que él llegara, pensábamos que aquí no había salida, y que no tenía sentido renunciar a la política del encogimiento de hombros. Éramos gente apagada, resignada: cadáveres. De pronto, como caído del cielo, llegó el hombre sin par, y empezaron a pasar cosas que ya dábamos por irrealizables. Alguien tuvo que llamarlo. Estamos seguros de que no fue uno de nosotros. Toda la vida nos hemos relacionado con gente común y corriente y de aquí. No nos ha quedado otra alternativa. Vivimos en un mundo inmóvil. Él debió nacer y levantarse en un mundo muy distinto. Tuvo que haberlo llamado alguien que ha tenido la oportunidad de salir y relacionarse con personas excepcionales. Gracias a un privilegiado hemos tenido el privilegio de contar con un héroe. Uno que ya habría podido usurpar el trono. Nada sabemos de Jonás, salvo que no fue llamado por uno de los nuestros. “Cuidado con los extraños”, hemos oído decir desde siempre. Sí, hay que matarlo, y no importa que ese heroísmo no sea recompensado.

      Nadie le decía abuela ni abuelita a Carlota Soto. No porque no tuviera nietos o porque ella detestaba que la designaran con esas detestables palabras. Porque no las inspiraba. Carlota Soto era una mujer madura que no daba la impresión de decadencia. Las mujeres no le perdonaban que no se le notaran los años y los hombres la admiraban. Tampoco se notaba que hubiese tenido tratos con el bisturí. ¿Cuál era su secreto?, ¿un gen que casi nadie hereda? Ni idea: un escritor no tiene la obligación de sabérselas todas. Eso era en otros tiempos. Pero Carlota Soto, la mujer que no se marchitaba, estaba harta de ser algo así como un mito o una institución. Su fama le imponía la obligación de mantenerse siempre delgada y de mostrarse siempre atractiva y elegante. Había perdido el derecho de decepcionar al mundo y la cámara. Tenía que dar un paso trascendental. Y la dio: cambió la capital por un pueblo del departamento de Santander, el único de Colombia que merecer ser calificado de terapéutico. En Barichara ya se habían instalado ochenta millonarios entrados en años (también puede decirse mayores adultos. Viejos, jamás). Ella fue la número ochenta y uno. Así que Carlota Soto, en realidad, se fue a vivir a un asilo de cinco estrellas, donde, hasta el fin de sus días, se esmeró por verse más joven que ochenta contemporáneos suyos que odiaban la vejez y la muerte y lamentaban que la juventud todavía no se pudiera comprar.

      —¿Qué sabe usted del extraño que se ha tendido a su lado?

      —Sé que nunca podré librarme de su aburrida compañía.

      —¿No le recuerda a nadie en particular?

      —No se parece en nada a Jean, ni a Pierre, ni a…

      —¿Espera palabras de poeta de las sombras que está invocando?

      —Ni a Carlo, ni a Francesco, ni a…

      —¿Le consuela saber que también ellos terminaron mal emparejados?

      —Ni a Rafael, ni a Germán, ni a…

      —¿Podría un mantra parisino modificar el argumento de una historia clínica?

      —Mi pelo ya debe ser un hecho escandaloso. Por favor, páseme ese espejo.

      A que no adivinas la edad de la señorita Ester. A que no. Hasta la fecha ningún médico lo ha hecho. Tiene varios achaques, y pese a que ninguno es de cuidado, vive de consultorio en consultorio, de los que sale radiante, rejuvenecida. ¡Otro que me puso muchos menos años de los que tengo! ¡Otro que cayó! La señorita Ester consulta a siete especialistas para que esos caballeros se queden sin palabras (en su rutina de paciente no hay mujeres). No puede ser. No puede ser. Ellos, atónitos, y ella, orgullosa del único hecho memorable de su vida. ¿Qué hace esa siempreviva además de durar y sorprender a los médicos?, ¿cuál es su causa? Durar, durar, durar, qué programa más absurdo. Cuál no lo es, se preguntarán algunos lectores de la edad de nuestro caso de hoy. Esos que leyeron a un filósofo francés que leyó mal a un filósofo alemán. Entonces, estaba de moda hacerse preguntas trascendentales, de esas que nos envejecen antes de tiempo. En la era del apogeo de la apariencia, las únicas preguntas que debemos hacer y hacernos son las que prescribe la filosofía de tocador. ¿Cómo me ves?, ¿cuántos años me pones? A que no adivinas, a que no. Como la señorita Ester ha enterrado a medio mundo (gente de todas las edades), ya debe pensar que la muerte la sacó de su agenda. Ya tiene una razón poderosa para vivir muerta de la risa. Un conocido mío dice que solo los artistas, los filósofos y los científicos deberían alcanzar la edad de Matusalén. Eso sí, si no dejan de ser lo que siempre han sido. Así que a la señorita Ester le debemos reprochar que no sea un Norberto Bobbio o una Rita Levi Montalcini. Hasta el fin de sus días, esos italianos fueron: tuvieron cerebro. ¿Cuántos años dices que tiene?, ¿estás seguro? No puede ser, no puede ser. Agradezcamos, entonces, que lo de esa momia no sea la política.

      A Julián Correa, cuando era joven, le decían “El Dorian Gray de Laureles”. Él pasó sus primeros treinta años en ese barrio. Ese apelativo lo convirtió en un devoto del mito de la eterna juventud: lo comprometió con la causa que ha sido el hazmerreír de los espejos. Le pasó lo mismo que le ha pasado a las reinas de Colombia. Toda la vida tienen que ser dignas de ese título. Todos los días, hasta la hora de su muerte, así se encuentren en su casa, tienen que verse tan bellas como se vieron el día de su coronación. Una reina de Colombia se las debe arreglar para no arrugarse. Si se arruga, es que no merecía la corona. Parece imposible, pero el caso de Luz Marina Zuluaga nos ha hecho pensar lo contrario. Algunos decían que Julián Correa lo tenía fácil para ser siempre joven y bello porque era un rico heredero. Otros meneaban la cabeza. “Ese muchacho no demora en echarse a perder; la plata que nos cae del cielo es una maldición”. Si nos cayera a nosotros, diríamos que es una bendición y dejaríamos de sugerir que la penosa vida de self-made-man es la única que Dios aprueba y apoya. El sudor propio ha movido montañas, pero ninguna de ellas como las que ha movido el sudor de los otros. Está en los libros de historia y de economía. A Julián Correa, la fortuna que sudó su padre no lo llevó al abismo. No le hizo ningún mal. No podríamos precisar cuál fue su desgracia. ¿Haber llegado a viejo?, ¿no haber sido llamado “El