A esa fea no se le abre la puerta. Rubén Vélez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rubén Vélez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789585281301
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cerrado de la Alma Mater, donde un puñado de estudiantes impuso un apartheid ideológico que duró cerca de diez años. Ay de los que no piensen como nosotros. Ay de los que se atengan a su propia cabeza. Pese a que China cambió el maoísmo por el pragmatismo, la locura por el cálculo (y por eso ha puesto en apuros al capitalismo occidental), Mao todavía tiene aquí fanáticos, en la ciudad y en el monte. El fundador de la China moderna no se llama Mao, sino Deng Xiaoping. Pero el último no escribió un catecismo. Nada como los catecismos para lavar el cerebro. En la Universidad de Antioquia ese lavado lo hizo El Libro Rojo. Hasta los estudiantes que no tenían que montar en bus se prendaron de la fórmula milagrosa de la revolución maoísta. Burgueses, pero lúcidos. Burgueses, pero... enemigos de la burguesía. En los círculos de la inteligencia el aura de izquierdista tiene tanto chic como una joya de la casa Cartier. Bien lo sabía el señorito que vivía entre algodones y defendía el sueño de la sociedad perfecta. Al señor Sánchez se le metió que el rico que no recibía ni visitaba a nadie era el rico heredero que en su época de universitario esperaba muy bien vestido a los ángeles rojos. Sergio Bernal, tenía que ser él. Entre los ochenta y los cien, su misma antigüedad. Allá arriba tenía que vivir el hijo de Mao que no necesitaba mostrar un carnet para entrar en el Club Unión. Sergio Bernal, sí señor: estaba usted en lo cierto. Allá arriba, en medio de un bosque prohibido, dos viejos hicieron un viaje en la Máquina del Tiempo a su estadio de estudiantes en una hermosa ciudadela que vivía de paro en paro, de revolución en revolución. Al calor del whisky fluyó la memoria. Como ya no había diferencias ideológicas entre ellos, no se repitieron los encontrones de la universidad. Una piscina de un solo carril fue testigo de esa chispeante empatía. Por el Gran Timonel, que florezcan 100 flores, que 100 escuelas de pensamiento compitan. Ja, ja, ja. Un mortal de mediana edad siempre estuvo pendiente del confort de los inmortales que chapoteaban como niños. En cuanto al cielo, el color que mejor le sienta: azul celeste. Una que otra hilacha, pero muy lejos, como por la Cochinchina.

      En la Universidad de Antioquia, antes de empezar cualquier carrera (la mía era la de Derecho), había que hacer un año de cultura general que se llamaba Ciencias y humanidades. Como esa ciudadela estaba en manos de la izquierda maoísta, uno aprendía mucho de las ciencias del maoísmo y el marxismo. En el curso de la carrera, dado el comportamiento fascista de los dueños de la situación, aprendíamos a leer entre líneas los sermones que se apoyaban sobre las palabras sagradas Revolución y Hombre Nuevo. Los hijos locales de Mao odiaban las prácticas democráticas. Eran buenos maoístas. El embeleco burgués de la democracia estaba llamado a desaparecer. Se impondría la dictadura del proletariado, y bajo ese régimen, se acabaría la historia. Todos íbamos a ser iguales y felices. A mí, la única revolución que me desvelaba era la de mi cuerpo. Quería tener un buen físico, lo que podía conseguirse en la lucha diaria con el agua de la piscina medio olímpica de la universidad. Yo sabía nadar, pero no lo hacía con estilo. Me fue bien con el crol, regular con el pecho y el espalda, y mal con el mariposa. El último es muy exigente. No se trataba de matarse. En mi agenda revolucionaria no estaba la utopía de un cuerpo de dios griego. Me contentaría con un cuerpo siete u ocho. Un marica sin un buen físico tenía todas las de perder. Ahora, todo el mundo debe tenerlo, hasta la gente de la tercera edad. Se impuso la dictadura de la belleza exterior. La otra, la interior, es un embeleco de los gurúes. Mientras en el campus de la universidad se abrían las flores carnívoras del emperador de China, en sus aguas prosperaba el materialismo olímpico. Ser era tener un cuerpo de campeón de natación. Ser era ser un doble de Aquaman. Algunos alcanzaron esa meta. Pero tenían que vivir en el agua para conservar su nueva naturaleza. Si dejaban de ser acuáticos, dejaban de ser mármoles griegos. Yo me quedé en la mitad del camino. Ni hablar del caso titánico del Hombre Nuevo (léase El hundimiento del Titanic, de Hans Magnus Enzensberger). Cuando me planto desnudo ante el espejo, a veces me pregunto qué habría sido de mi vida sexual y sentimental si hubiese sido un buen revolucionario en la piscina de la Universidad de Antioquia, si hubiese renunciado a la ley del menor esfuerzo para que el alevín se volviera un héroe del estilo mariposa. Esa sesión de metafísica barata, pequeñoburguesa, termina con un encogimiento de hombros. A partir de cierta edad, en el espejo siempre se cuela la sombra de ese dios o esa diosa sin físico que los líricos llaman La Parca y Elías Canettí, durante ochenta años, desde la temprana muerte de su padre hasta la muerte de él, miró con ojos de enemigo jurado.

      Un 24 de diciembre de fines de los años cincuenta o principios de los sesenta, el primo bohemio de mi papá se apareció manivacío en Arabia, la finca de clima templado donde entonces vivíamos. El hombre que siempre andaba con libros (se decía que la mayoría de ellos caían en su poder gracias a un vuelo de manos inconfesable), dijo que le pusieran una canción lacrimógena que el anfitrión detestaba (por lacrimógena) y que habría horrorizado a Borges. “Para qué los libros, para qué Dios mío”. Mi papá le advirtió que si pedía esa canción en San Marcial, la finca de al lado, no le darían aguardiente, sino aguarrás. No era una advertencia gratuita. Los dueños de esa finca, los Naranjo Villegas, se alimentaban de libros. Hablar con ellos era como hablar con una enciclopedia. San Marcial proponía un programa no apto para muchachos. Además de una gran biblioteca, tenía una capilla. Y no una cualquiera, pues se le había confiado una custodia. Era el escenario ideal para que San Marcial se apareciera, pero ese santo no existió. No puede hacer milagros. Los Naranjo Villegas, tan leídos ellos, tan sabidos, vivían en un error. En más de un error vivimos todos. Nos vamos con uno o ambos ojos vendados, autoengañados o engañados por los otros. Esto va para arenga del Siglo de las Luces. No más. Hasta aquí la arrogancia intelectual. Volvamos a la finca que no tenía capilla, pero sí el bien que bastaba para convertirla en un buen patio de recreo. Señor descreído, señor bohemio, usted, que se las sabe todas, ¿qué es más conveniente para la educación de una familia, una finca con capilla o una con piscina? Ese dilema tiene fácil solución. En la primera, los niños aprenden a ser sumisos. En la segunda, a defenderse por su propia cuenta. ¿Qué coge un niño en una capilla? Miedos. ¿Y qué coge en una piscina? Agallas. Si yo hubiese tenido hijos, no los habría animado a sumergirse en una biblioteca ni una capilla, sino en una piscina con mucho fondo. El primo bohemio de mi papá chapoteó en la primera, para nada. No escribió ni un solo libro. Pensándolo bien, para qué. La canción que él pidió un 24 de diciembre ya me llega más que la cantaleta de la secta que preside la viuda de Borges.

      Para medio Alepo esa relación era anómala. Los demás pensaban que era apenas normal que ese “muchacho” no se despegara de su madre. ¿Qué habría sido de él sin ella? Ella no solo aportaba sus ojos. Madre, criada, secretaria, lazarillo… Medio Alepo pensaba que ya era hora de que ese sesentón se casara y su madre se sentara a soñar con el destino de abuela. Muchas mujeres jóvenes estaban dispuestas a casarse con el cuentista que todos, hasta sus colegas, equiparaban con Sherezada. ¿No sería como casarse con la magia y la fama? La mujer de… ¿Qué puertas no abriría esa condición?, ¿a qué experiencias de cuento no llevaría? La madre del ciego prodigioso meneaba la cabeza. Ninguna mujer como yo, ninguna…

      Él, por su parte, pensaba que le convenía unirse a una “buena mujer”. Una buena mujer que no le recordara a su madre. Estaba harto del ángel que también era un ave prensora. Había días en que le decía que quería vivir solo, en una cueva del desierto, entre las palabras que allá le susurrarían los ángeles y los demonios. Hablaba de unas criaturas en las que él no creía. ¿En qué creía él?, ¿en el poder de las palabras espejo, tigre y espada? Su madre le advertía que el desierto impone la ascesis del silencio. ¿Además de ciego, mudo? Hijo mío, recuerda que el verbo ha sido tu tabla de salvación. Gracias al verbo te has mantenido en pie y has sido una luz. Las madres, tan sabidas ellas. Y cuanto más viejas, más seguras de sus tres verdades.

      Para medio Alepo, la mujer de ojos rasgados que ocupó el lugar de la mujer que parecía irremplazable era una bruja. Por eso, porque tenía ojos de un mundo remoto. A los demás les pareció apenas normal que su mago predilecto hubiese caído bajo el poder de una mujer que practicaba la magia. “Tal para cual”. Bruja o no, lo cierto es que la forastera de mirada ilegible lo hizo perfectamente como madre sustituta, y, no bien quedó viuda, como